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MARCELO EN ROMA

Marcelo tenía una pista: la Ciudad de las siete Colinas. Como relámpago se le cruzó la idea de que su hija podría estar en Roma; sin embargo se dijo: --“No, no puede ser....La Chaya tiene que haber dejado a Agua de Rocío en algún punto de los Andes, no en otro lugar...La encontraré”.

Reunió a chamanes amigos de distintas etnias. Larga fue la reunión de Consejo. Memoria histórica, mapas, incluso Internet, estuvieron en el centro de la reunión. Se desgranaron uno a uno los granos del maíz. Quedaron solamente tres: una región mejicana, el sur de la Argentina, y los alrededores del Chimborazo.

A los pocos meses, enflaquecido y demacrado, Marcelo regresó al lugar. En Méjico y Argentina: no había señales de su hija. Sus amigos lo esperaban con noticias más precisas: cerca del Chimborazo existía una ciudad casi desconocida, plantada en el suelo de Siete Colinas.

Presuroso, Marcelo se dirigió a la zona.

Allí abajo estaba la ciudad, quietita como paloma blanca en su nido. Respiró hondo, escuchó al viento, agudizó la mirada, y, restallantes, las vio: las siete colinas emergían majestuosas.

Bajó hasta donde, en su niñez, había recogido grandes conocimientos y encontrado generosas amistades. Preguntó… y la información le vino cálida; tan cálida como la gente de esas latitudes. Durante catorce días con sus noches Marcelo recorrió los montes. Se solazaba en cada uno contemplando los árboles plantados sobre las nubes, como arañando el cielo ¡Asombroso!

--Éste tiene que ser el lugar...no hay otro”, se convencía así mismo.

La noticia de la búsqueda de la niña corrió rápida por la ciudad. Hombres y mujeres se treparon a las colinas, se metieron en hondonadas profundas, observaron el vuelo de los pájaros, de las águilas y cóndores. Pero, nada.

Un chamán se le acercó a Marcelo, y con la certidumbre del que ve, más allá de la superficie, le dijo:

--“Hermano, no busque más...aquí no está. Tome otro rumbo y la encontrará”.

Solitario, con las carnes secas, y la desolación en el alma, Marcelo se quebró. Las lágrimas corrieron hasta que llegó el silencio y,
de golpe, se le hizo luz...debía descender al Laberinto, allí encontraría el rumbo.

El Superior de la Orden Blanca, donde estaba refugiado, lo recibió con los brazos abiertos..

--“Anda a Roma....ese es el nombre que pronunció Rocío antes de morir”.
--“No puede ser”, dijo Marcelo en seco, “tiene que estar en Los Andes”.
--“Marcelo, rememora la Orden Blanca, y su meta: el cruce de culturas...La Chaya es sabia...y por algo la dejó a tu niña en una de las Colinas de Roma”.

De traje y corbata Marcelo recorrió la vieja Ciudad. Se enteró que Juan XXIV estaba muy enfermo, en su último ocaso. Recorrió la plaza de San Pedro y escuchó el viento de las tormentas interiores que allí, con violencia, se enfrentaban. ¡El Poder!

--“No podrán contra el espíritu y el amor...son fuerzas potentísimas....La Vida y lo numinoso de la Tierra ganarán la batalla”. Y pensó en su viejo maestro, el del Renacimiento italiano, el Cardenal Nicolás de Cusa.
--“Pobre Cardenal, vio demasiado lejos, murió incomprendido y aún lo sigue”.

Marcelo comenzó su búsqueda por las Colinas. Se pasaba los días indagando en uno y otro lado y buceando en información que lo condujeran al propósito central de su presencia en Roma, porque él suponía que en uno de esos mensajes podría estar la clave que le permitiría desentrañar el misterio de la desaparición de su hija. Pero él, quería confirmar también a través de sus estudios, la enorme coincidencia que existía entre el pensamiento andino y el pensamiento romano. Releyó el duelo de los “Horacios” (Los Horatii) con los albanos (Los Curiatii) para la Conquista de la Cuarta Colina Romana, confirmando que el hombre y la naturaleza se han manifestado invariables en todos los tiempos. A través de esas lecturas, comprobó por ejemplo, que los romanos y los andinos tenían los mismos principios en el arte de gobernar sin haber establecido conexión alguna, porque, los primeros, sobreponían el bienestar de la ciudad por encima del honor de la familia o la comodidad personal, de la misma forma como lo hacia la Civilización Andina, a través del Ayni o la Minka, dando total preferencia al desarrollo colectivo y el bienestar de la comunidad.
Sin mostrar cansancio, una tarde, se reunió con “Xamamkor”, un Chamàn Europeo que decía provenir de los Manchù.Tungu, cuyo vocabulario etnològico procedía del idioma ruso, de donde se supone proviene también la palabra “xaman” que se deriva del verbo “Scha” o sea “Saber”. Marcelo se inclinó reverente. El Maestro, con humilde severidad dijo:
--Te saludo Hermano, con respeto y admiración. Tu pueblo, es mi pueblo.
--Gracias, Maestro. Me reverencio ante ti en nombre de mis hermanos, los Hijos del Sol de los Andes.
--Tú eres, un ser humano y por lo tanto, eres parte del orden universal. Háblame de ti.
--Yo, Maestro, abracé la hermanad católica, creyendo que a través de la conversión, podría erradicar los males que aquejan a mi gente.
--No lo conseguiste.
--No, Maestro, pues la síntesis no está hecha, y yo, a nivel personal, no pude lograrla. Comprobé muchas cosas: el hondo sentido de la Orden Blanca, la riqueza y límites de la ciencia y tecnología, el valor de las fuentes y tradiciones, la potencialidad casi infinita de muchas formas de la racionalidad humana, y especialmente la epidérmica blancura del planeta que niega las diferencias por la prepotencia del Poder y la Riqueza, entre tantas otras cosas. También comprobé que los médicos, que son algo así como los sacerdotes de la ciencia, no alcanzan a resolver algunos males que más bien se acrecientan. Por estas razones, me hice Chamàn; estoy convencido que toda liberación debe ser integral y complementaria. El cuerpo y el alma son uno; y, mis pacientes, tienen que estar predispuestos.
--Yo lo sé, hermano, pero tú has venido por otro asunto, igualmente importante.
--Sí, Maestro. He venido a buscar a mi hija. Ella fue embelezada, envuelta en la misma nube que cobijó a “La Chaya”. La he buscado sin hallarla en mi mundo y hay quienes me aseguran que ha sido devuelta a la naturaleza pero aquí, en la ciudad de las Siete Colinas. Sólo tú puedes ayudarme, Maestro.
--Bien hermano. Hay una nueva orden de religiosas que también lucha por las diferencias y el sustrato común de las culturas. Vive casi escondida, porque la persecución es fuerte. Soy amigo de la superiora. Ya me pongo en contacto con ella.

Xamankor sacó de su bolsillo un pequeño aparatito y con él escribió algo. Luego dijo: --Espera. A los pocos minutos se encendió una luz roja en el diminuto instrumento. Xamankor apretó un botón y leyó. Sus palabras sonaron como campanitas:
--Hermano ¿Cómo se llama tu hija?
--Agua del Rocío, Maestro.
--Pues bien, hermano, la madre superiora tiene buenas noticias para ti. Ella te espera en “La Puerta Sagrada”, así se llama la Orden.
A Marcelo se le escapaba el corazón que iba dando vuelcos cuando avanzaba hacia la congregación. Por fin tendría a su amada hija y con ella a su lado, se entregaría de lleno al gran propósito que albergaba en su alma. Caminó presto, sin descanso, hasta que llegó a la orden que en lo alto de la colina siete dominaba un paisaje arrobador. Se abrió el enorme portón y entró nervioso y singularmente alegre.
--Entiendo hijo, tus angustias y tribulaciones, pero sólo puedo decirte que Agua del Rocío, tu hija, no dudo que lo sea, está en buenas manos, su salud es inmejorable, está creciendo con un espíritu muy abierto en la profundidad de sus propias interioridades, pero tú no podrás verla y menos llevártela, como pretendes.
--Hermana Superiora. Ella es mi hija. Yo la amo y quiero entregar mi vida a su cuidado y perfeccionamiento espiritual.
--Esta decisión no me corresponda sustentar, hijo. Dale tiempo al tiempo y deja fluir las manifestaciones. Las señales serán muy claras. En la interioridad de las sendas que guían los pasos de la “Puerta Sagrada” nunca habrá traba alguna para que Agua del Rocío alcance sus altos propósitos. Nosotras ayudaremos. Así acontecerá, hijo, y, entonces, podrás llevarte a la niña.
-¿Puedo verla, madre? – dijo Marcelo, sollozando, a punto de gritar a pulmón pleno su amargura e impotencia.
--No puedes, hijo. Tampoco eso está en mis manos. Tu hija, no sabe de tu existencia. Ella llegó aquí en forma muy misteriosa. La encontramos en el torno del gran portón, envuelta en una manta blanca, totalmente desnuda y tenia una gota de rocío en su frente…



Texto agregado el 16-07-2004, y leído por 302 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
27-09-2004 Esta serie de "Marcelo" está más que bella, comprenderán mi cercanía con el tema que tocan por muchas razones, la más importante por ser ANDINA y lo que narran me llega y se queda en mi. Muy bello, son maravillosos. Los quiero. meci
20-08-2004 Después de haber impreso los dos textos sobre Marcelo, me atrevo a hablar...espero que el Mudo no se enoje. Un dúo fantástico. Y una historia impresionante que se desarrolla según mis conjeturas a fines del siglo XXI. Frente a todo etnocentrismo se levanta la figura grande del chamán Marcelo que busca conexiones. Mis felicitaciones. No es fácil encontrar textos con tanto contenido. Gracias, amigos. moncholo
08-08-2004 "No podrán contra el espíritu y el amor" es ya una identificación que los caracteriza como escritores comprometidos con la vida, el hombre y sus realidades. Los felicito, queridos amigos, los felicito. Shou
08-08-2004 Islero-Sapo ¡que gran trabajo han realizado en este texto! Marcelo en Roma es un canto a la vida. "No podrán contra el espíritu y el amor" Shou
19-07-2004 Una segunda etapa, con la excelencia de la anterior, al igüal que mis compañeros, espero la continuación. Han logrado mimetizarce y casi no se distingue quién escribe qué. La historia es hermosa Marcelo añorando a su hija, la busca incansablemente y la encuentra en un lugar que no se le permitirá ni siquiera abrazarla,conocerla, tan solo verla, quizás espera la imágen de su madre, culturas y creencias en encuentros y desencuentros. El lugar del encuentro, sin encuentro, no puede ser más bello. Felicitaciones a mi querido escritor y a mi querido sapo,mis estrellas, las cinco poquitas, para tan magnífica nararración, en espera del tercer capítulo. Ignacia
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