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"...Y sin embargo caí en la cuenta que lo que el Abuelo me relataba, no era otra cosa que la historia que había escuchado en aquel Almacén rosado que soñara el Ciego y que más tarde ardiera entre los maderos húmedos del progreso. Buenos Aires era entonces una lengua irregular atravesada por arroyos inconstantes, comandados por un riachuelo pertinaz que se abría entre las malezas hediondas y agudas. De nada servía remontar el Maldonado, rumbo al oeste, para perderse entre los juncales que desembarcaban en la Estancia de los Juárez. Los del otro lado gritaban a lo lejos, y cuanto más nos acercábamos, esos gritos se apagaban ante el chirrido de de los jilgueros, que antes bramaban y ahora solo formaban un susurro molesto que apenas se distingue entre los soplidos del aire corriendo por las ramas.

La primera vez que el Abuelo me habló de los del otro lado yo tendría 10 años y yo ya los había escuchado en las siestas de verano, cuando las chicharras me lo permitían. Ellos gritaban. Soplaban. Gemían. Por momentos susurraban y por otros emitían palabras desmesuradamente extrañas. Según la dirección del viento se los podía ubicar en el bañado norte. Muchas veces los buscaron en la desembocadura del Medrano pero nadie pudo advertirlos ni siquiera escondidos en los barrancos secos en donde aquel general se escondió de la mano implacable del indio.
De vez en cuando un lamento. Un cántico funerario en un idioma contaminado de lejanías. Entre abril y septiembre susurraban durante el día. Por la noche se acurrucaban sonidos irrepetibles que morían con la llegada de las primeras luces.
El Abuelo era niño entonces y los del otro lado configuraban el misterio de una infancia absoluta, carente de juguetes y poblada de las tareas anticipadas en una ciudad inmigrante e incompleta. Mi infancia y su infancia eran relativas, solamente persistía la leyenda de los del otro lado.
El viejo construyó un mapa que nosotros ignoramos, atentos al prejuicio de los años y a la analfabeta perseverancia de nuestra juventud. Un mapa con riachos que no existen, sin ferrocarriles impuestos y con poca precisión de brújulas y vientos. Con pocas expectativas y con demasiada intrepidez salimos, ella y yo, a buscar a los del otro lado.
Íbamos. Y mientras íbamos acatábamos las demandas de un viento persistente y resbalábamos en los pastos inmaculados de lloviznas sucias y niebla bruta que nos demostraba la obstinación de un otoño húmedo y solitario. Queríamos llegar al bañado del Pacífico antes de que se alargaran demasiado las sombras pero los del otro lado suspendieron sus murmullos y ya no había brújula para orientarnos. Acampamos en un refugio de arbustos espinosos y dormimos con miedo y hambre.
Ella era fuerte pero por momentos sollozaba y hasta pude imaginar sus primeras lágrimas confundidas de rocío y helada. Yo quería permanecer despierto pero el sueño constituía una forzada precisión en el caos absurdo de nuestra aventura. No tuve frío pero ella tiritaba.
El amanecer nos devolvió los murmullos de los del otro lado. Nos alegramos que no hubiera viento, ya que de esa manera lograríamos cierta precisión en la detección del origen de los sonidos. Las lluvias pretéritas habían convertido al bañado en una especie de lago irregular en donde trastabillábamos a menudo, deteniendo nuestro deseo de mayor velocidad. Avanzábamos mientras ellos emitían sonidos, nos deteníamos cuando callaban.
De vez en cuando un tren, de vez en cuando un relincho o la voz carrasposa de algún baqueano o de alguna madre preocupada. Muchos gritos de niños traviesos y el murmullo de los del otro lado cada vez más envolvente.
Ella me miró y comprendí que ya no había vuelta atrás. Apenas nos hablábamos pero nuestra comunión nos hacía estar más atentos a las señales de los cuerpos. Me indicó un camino apenas trazado, casi sin huellas y yo obedecí como quien depende inocente de la voluntad de Dios. La seguí. No pregunté. Ella no habló. Los del otro lado recitaban una oración monótona y previsible. Solo cuatro notas repetidas al infinito que provenían de la cercanía de la desembocadura del arroyo. No era el río el que silbaba esa melodía. No podía ser el río. Cuatro tonos repartidos en compases aleatorios, a veces cambiaban de octava como si fuera una orquesta matemática y persistente.
Ella se apuró; yo no conseguía apurarme. Volteaba, me miraba y yo intentaba seguir su paso, cada vez más ligero. Estábamos cerca de ellos. Lo presentía. Ella lo sabía.
Nos detuvimos tan cerca de ellos que su sonido casi nos aturdía. As cuatro notas ya se habían multiplicado. Nos miramos un instante. Ella se cubrió de lágrimas y yo humedecí mis ojos de entusiasmo y regocijo. No sé cuánto tiempo permanecimos mirándonos. A esta altura el tiempo suele ser absoluto y constante. Hubiera podido decirle muchas cosas pero ella no las habría escuchado. Solo su mirada.
De pronto el Abuelo, los otros niños, los hombres y las mujeres. Los obreros, los intelectuales, los absurdos, los piadosos. Todos aquellos que habían mantenido la historia incompleta de los del otro lado aparecían en series infinitas, intentando alentar el final de nuestra búsqueda. Los podía adivinar sonriendo o emocionándose. Ellos estarían tratando de rescatarnos y nosotros estábamos a punto de adentrarnos en los suburbios prohibidos de la leyenda.
Ella lo sabía. Podía verlo en el brillo pertinaz de su sonrisa. Nos miramos muchos minutos (o muchos días, el tiempo no viene al caso). Cuando fue el momento oportuno me señaló el camino sugiriendo que la siguiera. Yo dudaba pero estaba convencido de que seguirla acabaría por fin con todo este camino de frío, hambre e incertidumbre. Me esperó hasta que pudo. Yo la vi remontar vuelo rumbo al este, mientras el cántico de los del otro lado comenzaba a desvanecerse para nunca más volverse a escuchar en los próximos siglos... "

Texto agregado el 20-06-2011, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-07-2011 Sencillamente maravilloso!!!!! Gracias! Serjio
 
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