Habían pasado ya veinte largos años desde que tuvo que marcharse de su hogar en busca de lo que el creía que era su destino. Dejó a la familia, a los amigos y a todos aquellos que alguna vez significaron algo en su vida. Había visto más de lo que muchas personas podrían ver en su larga y triste existencia. Había visto mil y un amaneceres en mil y un lugares diferentes. Había conocido la felicidad y también los sinsabores de la vida. Había gozado de los placeres de las riquezas materiales y también había carecido de ellos. Había dado vida pero también la había arrebatado. Había conocido el amor y también el odio. Todo aquello formaba parte de en lo que hoy se había convertido pero un buen día despertó y lloró… lloró como si de un niño pequeño se tratara, sentía nostalgia y desasosiego por aquellas personas que un día dejó atrás y decidió que ya había tenido bastante, que era hora de deshacer sus propios pasos y retornar allí donde pertenecía. Ahora lo único que anhelaba era poder volver a ver la tierra que un día dejó atrás y entonces volvió a llorar… pero esta vez lloró de alegría.