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La nena se suicida (I)

La nena quiere que la quieran; pretende buscar verdades donde no hay nada que buscar, donde sólo hay escombros, caídas, restos de tiempo y alguna que otra manchita de comida. La nena dice que no puedo querer o que no la quiero querer. Ella sabe que no es así, sabe que la quiero y que puedo desprenderme y arrancarme la piel a jirones y dárselos en una cajita con moñito y con muchos vivos colores. A veces creo que la nena está loca; otras veces sólo puedo pensar en ella como una gran actriz fingiendo la sangre que le sale de la nariz, fingiendo el montón de ropa sucia que suele dejarme para que lleve a la lavandería. La nena me riñe en la calle, me lanza pequeñas piedritas y después me dice que la abrace, que le bese la frente. A veces me siento como su papá; pero la nena me dice que no, que esa es la única manera de sentir que la quiero. La nena suele enfermarme, suele provocarme paranoides sensaciones de engaño. Por lo demás, la nena es adorable.

Un día me dijo que yo era lo peor que le pudo pasar en la vida. Sé que no es así. Soy lo peor que le pudo pasar desde que nos conocemos. Antes tal vez había pasado cosas peores que ha preferido olvidar. La nena puede quererme o destruirme o simplemente ignorarme por completo para dejar que yo empiece mis períodos de deformación o simplemente para darme un respiro de mí mismo. La nena suele ser muchas cosas, pero nunca las que yo quiero.

La nena esta mañana se ha cortado las venas de la mano derecha. Me ha tenido corriendo por el cuarto todo el día. Al filo del medio día estuve tentado a llamarle a su madre y quejarme con ella, decirle que esa es la niña que me ha dado y que se me está haciendo insoportablemente querida. Pero me contuve. No sé qué pensaría la señora de mí; estoy seguro de que preguntaría muchas cosas: si la trato bien, si le doy sus pastillas, si evito que se beba la primera botella de tequila que encuentra. Y cómo mentirle. No estoy para andar soportando sus taras ideológicas ni sus métodos cristianos de resolver los problemas. Además, la última vez que hablamos ella decía que yo había equivocado mi camino, que debía ser un alcohólico o un vago; ella lo cree, pero en el fondo lo dice porque sabe que la nena prefirió mi compañía que la de ella.

La nena, después de cortarse las venas, me miró como posesa, como tratando de buscar respuesta en mi mirada, pero sólo alcancé a culparla por lo que hizo y después se desmayó. Cuando abrió los ojos había dos bomberos y un doctor que vive en el piso de arriba que me miraba indolente y un poco sarcástico. Tuve la impresión de que quería preguntar algo, pero hay veces que no es necesario preguntar: la ropa sucia, los trastes tirados, la sangre en mi cara, pedazos de vidrio en el suelo, lo explicaban todo. ¿Culpa mía? Tal vez, pero a esa altura qué importaba; lo que importaba era que la nena se pusiera bien, que se curara y que pudiera darle besitos en su carita, que la abrazara como si nada pasara y después dejarnos dormir mientras la estática de la tele nos ronroneaba espantosamente.

Estuvimos en el hospital como cuatro horas. Después me dijeron que podía llevármela, pero que debíamos presentarnos al otro día con el psicólogo. Era obvio. Firmamos papeles, hicimos promesas, escuchamos a una señora durante media hora y después nos dejaron ir a casa.

En el camino calló. Calló sin siquiera voltearme a ver. Por ratitos trataba de sujetarle la mano o de tomarle el rostro y ver dentro de sus ojos, pero no me dejó. Cuando llegamos a casa empezó su show. Me puso cara de gatito, cara de perrito, hizo pucheros con su boca, se detuvo a pensar qué había pasado o que haría tal cosa al respecto, o algo así me dijo. No presté atención, porque la nena estaba enferma, porque a mi nena la quiero bien.

Salí a la calle a tomar unas cervezas. Manejé durante cuatro o cinco horas antes de regresar a casa. Me detuve en las vitrinas a pensar o respirar un poco, algo teatral si se quiere, pero era mi forma de vivir mi propia ficción, mi forma de vivir algo más allá de mí. Detuve el carro en una gasolinera y compré algo de comer; le compré un hot dog y unas cervezas. Por momentos, mientras hacía fila, pensé que estaría ahorcándose, cortándose las venas de la otra mano o quizá había hallado la escopeta encima del closet y habría disparado a su pecho. Salí con el hot dog en una bolsa plástica, las cervezas y subí al carro. Puse música pero no oía nada, sólo el ruido de algo que parecía ser música, pero no entendía; mis pensamientos y presentimientos fatalistas estaban metidos en ella. Aceleré y fui a casa. Vi la luz desde la calle. Estaba encendida. Me quedé un rato en el carro, tratando de adivinar sus movimientos. Todo estaba silencioso. Subí y la encontré tendida en la cama. Dormía con su dedo gordo metido en la boca. Me senté en la orilla de la cama y le di un beso en la frente. Me sentí padre o algo parecido. Trataba de darme una explicación propia o que estuviera al alcance, pero no la hallé. Me tomó la mano; inocente, la abrazó y la apretó a su pecho. Estaba tan tibia.

Al otro día no creía lo que había pasado. Pero todo había sido real. Decía que sus recuerdos le parecían a miles de kilómetros de distancia. Aquella alucinante madrugada semejaba un sueño mal construido, y después, allá nos dirigimos; la nena a trabajar, yo a sentarme en la mesa de cualquier café a escribir mis memorias, mis mentiras o qué sé yo.

La nena piensa mucho en mí (II)

Mientras trataba de leer lo escrito por mí un día antes, la nena me llamó cuatro veces al celular: la primera fue para decirme que ya estaba en su trabajo y que todos sus compañeros eran unos asnos, que eran una sarta de haraganes y que ella debía hacerlo todo por ellos; la segunda llamada fue para preguntarme si había comido y qué había comido, después vino una larga seguidilla de regaños y afirmaciones de mi mala alimentación; la tercera llamada fue para decir que me extrañaba y que sentía mucho lo que me había hecho pasar, que era una mierda y que la disculpara, que me quería y que no le gustaría estar sin mí; la cuarta llamada fue para preguntar qué hacía o si iba llegar pronto a casa para que le diera de comer a los gatos y para que recogiera la suciedad del perro.

Un par de horas después de su última llamada llegué a casa. Hice lo que me había pedido y me recosté a ver la televisión; seguía con la misma estática. Dormí cuatro o cinco horas. Cuando desperté, ella estaba ahí, sentada en la mesa escribiendo algo.

—¿Otra nota suicida?
—No querido, es una lista de las cosas que no volveré a hacer en los próximos meses.
—¿Y?
—Pues nada, que son las cosas que me han molestado y no quiero hacer.
—A ver, lee.
—No. Es sólo mío, un pacto conmigo y no tiene nada que ver contigo.
—Anda, léelo. No diré nada.
—Bien, pero luego no te burles.
—No.
—Prometo no intentar suicidarme, no volver a tomar dosis elevadas de licor con anfetaminas y sin nada de comida en la panza; prometo no decir más mentiras que afecten a mamá y que la obliguen a cargar con los gastos de la casa. Prometo no dar lástima otra vez. Y ya, esto por ahora.
—Mentiras.
—¿Vas a empezar?
—¿Yo?
—¿Dirás que yo?
—¿Quién más? ¿Yo?
—No quiero hablar de ello. Además, es un pacto conmigo, nada tiene que ver contigo.

Me quedé callado. La nena a veces tenía arrebatos de simpleza y una sensual manera de callarme. Me acerqué por detrás, le besé el cuello y ella se puso de pie y me dio un bofetón cariñoso. Se metió al baño y no salió por diez minutos.

—¿No te estarás suicidando, verdad cariño?
—No; no pusiste atención a lo que te leí. Prometí no suicidarme en los próximos meses.
—Si, pero tú prometes muchas cosas. ¿Cumplirás esa?
—Claro. Además no es promesa, es un pacto. Es distinto.
—¿Cuál es la diferencia?
—La escritura.
—No seas payasa, un pacto es una promesa. A ver cuánto tardas sin romper tus promesas.
—Tal vez una semana será suficiente tiempo.

Ya no escuché lo último que dijo, el sonido de la regadera me dejó en silencio y me fui a la cama. Me quité la ropa y quedé desnudo frente a la televisión. Cuando salió del baño me puse frente a ella mostrándole mi erección.

Un hilillo de sangre corría por su entrepierna. Me volteé a otro lado y me puse el pantalón y la camisa. Salí al patio y encendí un cigarro. Un ratito después la nena salió y se paró junto a mí. Tomó mi cigarro y fumó.

—¿Me quieres?
—Sí, ¿y tú?
—Te amo.
—No entiendo.
—No importa, sólo es así y no puedes hacer nada.
—¿Eres feliz?
—Solía serlo.


La nena trata de entenderme (III)

Fue alrededor de junio. Empecé obsesivamente a escribir mi primera novela. Había escrito muchos cuentos, muchos poemas, muchas cosas sin sentido. Tenía cuatro cuadernos que yo consideraba mis diarios. Tenía mucha paciencia para leer cosas que a veces me costaba entender. Había leído a los grandes clásicos de la novela, los grandes maestros de la teoría y la práctica de la escritura. Estaba preparado.

La nena salía todas las mañanas a trabajar y yo salía a sentarme en la mesa de café, con mi computadora portátil, escribiendo desaforadamente sobre las cosas que pasan y las que no. Cuando llegaba en la noche, ella estaba dormida, yo apestaba a ron y ella aún con su venda en la mano. En la ventana, cada noche le daba una ojeada a su pequeño papelito con promesas. Me causaba gracia, pero poco a poco entendía el significado de aquella promesa.

La nena llegaba a medio día, almorzaba junto a mí, yo hablaba como desquiciado, decía miles de cosas sobre x o y personaje, sobre la estructura correcta o sobre x o y situación. Por momentos bostezaba y le recriminaba que si le aburría no le diría más. Después le explicaba que usaría la técnica del distanciamiento al estilo teatral de Bertolt Brecht, luego ella duplicaba el número de sus bostezos y sus gestos. A veces, sentía que la agobiaba y me quedaba callado. Me daba un beso y se iba.

Algunas veces la nena pasaba por mí. Se movía al otro lado del carro y yo manejaba. Era ella quien me contaba su día. Que fulano o zutano se ha hecho novio o novia de quién sé yo, que no saldrán los nuevos aumentos y que probablemente tendremos que prestarle dinero a su mamá. Siento vergüenza y le digo que cuando termine esta novela todo mejorara. Que no se ha hecho nada igual a ello y que será un éxito. Ella dice que cree en mí. Que es feliz conmigo. Sólo veo como se extiende la carretera y como algunas luces en lo alto de un monte titilan burlonamente. Es ridículo; una escena para mi novela, una escena ridícula: el escritor, buscando sentido a la vida y sentido a sus personajes, alcanza a ver en lo alto de la montaña de manera teatral una vaga esperanza para afirmarle a su esposa que las cosas van a cambiar.

La nena se ha quedado muda durante un largo rato. Me he preguntado qué piensa, pero no he tenido el valor de cuestionarla; si lo hiciera seguramente me diría “En suicidarme” y empezaría un nuevo show tedioso y megalomaniaco.

Cuando llegamos a casa no hablo más de mis proyectos y mis estúpidas manías. Casi no hablamos. Estamos de un lado para otro. Ella entra al baño, a la habitación, me acuesto, ella a la cocina, luego busca ropa, yo leo el periódico, ella cambia de canal, busco un libro, ella se acuesta, voy al baño, ella duerme, yo leo lo que he escrito. Tratamos de acercarnos bajo las sábanas y de pensar cómo será el día de mañana.

Rutina. La nena se acerca a mí a medio día y me pregunta como va mi novela. Le digo que mal, que la técnica de distanciamiento a lo Brecht no funciona, porque x personaje debe construirse con una cercanía de un tercer personaje que narrara todo, pero que no debe aparecer. ¿Cómo habrá cercanía si no hay personaje? ¿O como distanciarse si se quiere cercanía? Le digo que estuve leyendo Tirano Banderas de Valle Inclán. Hace un gesto y le digo que es algo así lo que quiero hacer. Salvo por la exclusión de ciertos aspectos temáticos, lo demás está bien. La nena escucha. La nena me hace un puchero de que no ha entendido un carajo de lo que he dicho; me hace otro puchero señalándome la comida y un gesto con su dedo diciéndome que es tarde y que hay que comer. La nena se va.

***

Cuando llego a la casa la nena está en un charco de sangre. Pienso que esta vez sí lo ha logrado. Me acerco y le pongo la mano en la boca. No respira. Llamo a los bomberos y recurro al mismo médico. Esta vez ha sido arriba de las heridas anteriores.

Texto agregado el 25-07-2011, y leído por 637 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
30-05-2015 Sat 30 May08:18 madrobyo No tenés puta idea de lo que es trolleo, putita mejicana. PrincipeNegroMx
26-07-2011 Interesante. Igual es que no tiene nada que ver ser un grandisimo tocapelotas para saber escribir algo decente. Te dejo estrellas o chupitos de vodzka, a elegir. -VIGIA-
26-07-2011 Eres de los mejores en esta página. No miento. Cerraré sesión, aunque antes imprimiré tu texto y lo analizaré con tino y agudo ojo muroveano. Seguimos aprendiendo de ti, Maestro. 5* Murov
26-07-2011 cinco estrellas? te comiste las cuatro restantes? no me gustan las historias de suicidios, pero supongo que es un mal común, pero este no es un cuento común. iolanthe
26-07-2011 El hijo de puta de madrobyo escribió un buen cuento y yo tengo que leerlo y comentar porque no puedo quedarme callado. Y aunque el fantasma de Nabokov de vueltas por la líneas, le dejo 5 estrellitas por la manera de contar, por las palabras bien puestas. bolche
26-07-2011 Jo! a la nena le encantó! Ya está. Es, de momento, lo mejor que he leído de ti. Gracias por subirlo (a pesar de los líos con los forrmatos...) nomegustanlosapodos
 
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