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LUCIO EL DEL GUITARRÓN

Estela Davis

A fines del año de 1909 llegó en el barco. Vestía calzones de manta, guaraches y una especie de huipil de lana. Su equipaje consistía en un morral, una cobija y un guitarrón. Cuando alguien le preguntaba de dónde era, respondía: “de por allá diun pueblo que se llama Sahuayu, cerquitas de Jaliscu,” y era todo lo que se sabía de él. Era un hombre joven, muy prieto, de baja estatura, flaco y de facciones agradables; en su rostro destacaban sus ojos, café claro con pestañas chinas.
Enseguida se hizo popular porque acompañándose del guitarrón cantaba a todo pulmón. Los habitantes de Loreto, en su mayoría criollos, eran muy fandangueros y a pesar de lo racistas, Lucio era muy solicitado.
Se dio cuenta que su forma de vestir era diferente a la que se estilaba en el pueblo y en cuanto pudo cambió los calzones de manta por unos pantalones de dril, se compró una chamarra, mandó hacer unos botines de cuero para tirar los guaraches, y cambió su corte de cabello dejándose crecer el bigote. Además comía tres veces al día, ¿qué más podía desear? A veces no podía creer en su buena suerte y decidió que nunca se marcharía. En Loreto le iba bien y apreciaban su trabajo. Cuando no había baile se iba a la cantina, donde Lucio y su guitarrón se habían vuelto indispensables. Cantaba hora tras hora para los obreros que venían de Isla del Carmen a gastarse la raya, o bien para los arrieros que procedentes de Comondú llegaban con las recuas cargadas de zurrones de frutas secas, de cacaxtles de panocha, dátiles, vino y dulces de diferentes tipos.
Las chismosas comentaban los cambios producidos en el hombre.
—¿No has visto a Lucio el del guitarrón?
—Sí, cómo no. Se ha vuelto taaan tiburcio. Ya largó el huarache, ‘ora se pone botines.
—Sí, ya ni parece “cuchiviriachi”.
—Sí, pues. En lo único que no cambia es en el modito de hablar y de caminar.
—Bueno, pero feo lo que se dice feo no es…
—Nadie ha dicho que lo sea. Pero aunque la mona se vista de seda, mona se queda…
Lucio, ladino como era, no tardó en darse cuenta que la gente de Loreto, aún siendo en su mayoría de piel blanca, era tanto o más ignorante que él. Por lo menos, además de su natal Sahuayo, él conocía Morelia, Colima, San Blas, Manzanillo y otros pueblitos de Jalisco, lo que a su juicio lo ubicaba en un plano de superioridad con aquellos que sólo conocían Loreto, San Javier y Comondú, por lo que decidió explotar esta veta. Probó, para darse importancia, embutir a su mal español una que otra palabra en purépecha, que era una lengua desconocida en Loreto, y solía hablar de los pueblos donde había estado como si fueran grandes ciudades, donde todo podía suceder. Los que lo escuchaban, que además de ignorantes eran bastante ingenuos, se quedaban admirados de las cosas que relataba, así que poco a poco se les fue olvidando que había llegado con “una mano atrás y otra adelante” y empezaron a respetarlo. Lucio que tenía una gran proclividad a la fanfarronería, no tardó en empezar a creerse un favorito de los dioses, ya que desde su llegada lo había acompañado la buena fortuna. Esas reflexiones lo llevaron a pensar que era el momento de buscarse una mujer. La condición, que fuera muy blanca o rubia de preferencia, para que los chamacos no fueran a salir morenos, como él. Había visto en los bailes a una chica poco agraciada y pusilánime: grandota, robusta, pecosa y de cabellos rojizos. Rara vez era invitada a bailar por algún despistado y era obvio que no sabía hacerlo. La elevada estatura de la chica no le hacía ni tantita gracia, pero como era dado a darle vuelta a las circunstancias para ponerlas a su favor, encontró que la estatura, más que ser un defecto era una ventaja, ya que si se casaban y tenían hijos, podrían salir rubios y altos como ella. El que la joven se pasara los bailes sentada terminó de convencerlo de que le convenía: sentadita lo esperaría mientras él tocaba y cantaba hasta el amanecer.
En la primera oportunidad que tuvo se le acercó y aunque confirmó que apenas le llegaba al hombro, sin más ni más se la soltó.
—¿Quere ser mi novia, asté?
Amelia, que ese era su nombre, se puso más roja que un jitomate. Ni siquiera pensó si Lucio le gustaba o no, sólo sabía que a sus 25 años, era el primer hombre que le hacía semejante proposición. Lucio, como pudo, le aseguró que sus intenciones eran serias. Ella rápidamente le dijo que sí, antes de que fuera a arrepentirse. Los padres de Amelia, de las “buenas familias” loretanas, pusieron el grito en el cielo, cuando les comunicó que Lucio el del guitarrón era su novio y solicitaba permiso para visitarlos porque quería casarse con ella.
—¡Pero cooómo te vas a casar con ese yaquignorante! —Gritaba la madre sin tener ni la más remota idea de que además de los indios sonorenses existían en el país otros grupos étnicos.
—¡No me da la gana que metas a la casa a ese cuchiviriachi de mierda!, —gritaba el padre, que estaba un poco más informado. — ¡Nomásesome faltaba!
No les valieron luchas. Amelia se encaprichó y no hubo manera de quitárselo de la cabeza. Los padres, una vez a solas, hablaron serenamente del asunto.
—Yo creía que la Amelia nuuunca sibacasar y sibaquedar con nosotros para cuidarnos en la vejez, —gimoteaba la madre.
—Ni modo mujer, yo también pensaba quesibaquedar, ¿peroquévamosacer? Pobrecita, dale gracias a Dios quincontró un hombre…
—¡Quihombre vaserese! Sólo Dios sabe la madre que lo parió y dionde diablos salió. Lo que más me choca es que sea tan prieto… Ya verás la Amelia tan blanca, vaparecer mosca en leche conél. ¡Quiagusto se van a reír della!
De todos modos Amelia y Lucio se casaron, por el civil, pues hacía años que no había un cura de planta en Loreto. Lucio había conocido a don Rodolfo Davis en la cantina donde le había estado cantando, de modo que cuando le dijeron que necesitaba un testigo para la boda, después de que dos o tres personas le negaron el favor, fue a verlo. Don Rodolfo aceptó con gusto y desde entonces Lucio le tomó especial estimación.
Amelia, lueguito resultó embarazada y antes de los diez meses ya había nacido un varoncito, robusto y bien morenito, igualito que el papá.
—Ya lo sabía yo. ¡Telodiiije! Los indios tienen la sangre muy fuerte, --murmuraba la abuela al oído del abuelo. --La pobre criatura tiene los güevitos morados y la colita verde, de prietoquevaser…
Antes del año, Amelia estaba nuevamente embarazada. Lucio esperaba que este hijo se pareciera a la mamá, y así sucedió. El niño era rubicundo, grandote y tosco, los mismos cabellos rojizos y lacios de su mamá. Lucio estaba feliz, creía muy en serio, que le bastaba desear algo intensamente para que se le cumpliera. Ni siquiera le importó que Amelia no diera una gota de leche y le compró una chiva lechera para que criara a los chamacos. Tampoco le importó que la gente distinguiera a sus hijos con los motes de “el Prieto” y “el Güero”.
Aunque Lucio se empeñaba, no siempre le iba bien, pues el pueblo, aparte de ser muy pobre, escasamente llegaba a los cuatrocientos habitantes. Todo el día iba y venía; donde veía a dos o tres hombres se acercaba con desparpajo a ofrecer sus canciones. En las noches era cuando le iba mejor, porque en la cantina nunca faltaba algún borracho o algún enamorado que quisiera llevar una serenata.
Estaba precisamente en la cantina cuando se apareció por ahí un fuereño que esa mañana había llegado en el barco, procedente de La Paz. Lucio se le quedó viendo; por alguna extraña razón tuvo el presentimiento que ese hombre le cambiaría la vida. Se acercó a ofrecerle una canción y el sujeto le contestó, —ahorita no amigo, más tarde—. Se quedó cerca, observó cómo le servían un trago. Al ir a pagar el hombre metió la mano al bolsillo del pantalón y al sacarla se le cayó un papel bien doblado. Lucio, fiel a sus presentimientos, puso su pie encima del papel. No se movió del lugar y en el primer descuido lo recogió, guardándoselo. El fuereño se terminó el trago y salió dirigiéndose a la fonda que estaba atrás de la cantina, donde le rentaban un catre para dormir.
Lucio cantó un par de canciones y también se fue, ardía en deseos de revisar el papel tan cuidadosamente doblado. En la mesa de la cocina de su casa encontró el plato de cena que Amelia le dejaba y el farol de petróleo encendido. Le dio una vuelta a la mecha para intensificar la luz y tomó asiento para examinar el documento. ¡No podía creerlo! Indudablemente se trataba del derrotero de un tesoro.
Examinó el papel de mil maneras, desafortunadamente se quedó en las mismas. El problema era que no sabía leer ni escribir, pues aunque en el papel estaba dibujado lo que parecía ser un camino, luego un arroyo y un cerrito, las letras que contenía le eran tan desconocidas como los alrededores de Loreto.
No durmió; Amelia sabía leer y escribir, pero era incapaz de guardar un secreto y seguramente en cuanto viera el papel correría a contárselo a su mamá; su mamá se lo contaría al papá y el papá iba a querer sacar partido, más si se trataba de un tesoro. Pero, ¿a qué otra cosa podría haber venido el tipo ese a Loreto? Estaba claro que no conocía a nadie desde el momento en que se hospedaba en la fonda. Ya era de madrugada cuando Lucio decidió que escondería el papel hasta que el individuo se fuera del pueblo. Luego, inventando alguna mentira iría a ver a don Rodolfo para que lo ayudara y con él sí compartiría, porque indudablemente se trataba de un tesoro. Le bastó recordar la corazonada que tuvo en la cantina cuando vio al hombre. Su vida cambiaría, él estaba seguro y eso era suficiente. No tenía la menor duda, pronto dejaría de ser “Lucio el del Guitarrón”, como peyorativamente le llamaban en el pueblo, para convertirse en “don Lucio Martínez”.
Días más tarde fondeó el barco que venía de vuelta de Guaymas y Lucio apersonado en la orilla de la playa, vio partir hacia La Paz al fuereño en cuyo rostro creyó advertir un gesto de tristeza.
También ya sabía lo qué le iba a decir a don Rodolfo. Simplemente le diría que el derrotero era suyo y que su venida a Loreto había sido con el fin de buscarlo, pero como además de ser muy desconfiado no conocía el terreno ni a nadie que le pudiera ayudar, había preferido quedarse y esperar a conocer a un hombre como él, bueno y honorable.
Una solitaria banca de la plazuela recién inaugurada, fue el único testigo de la charla entre don Rodolfo y Lucio que ahí mismo le mostró el plano y se dispuso a analizarlo.
—Hummm, te sales de la vereda en el arroyo de los Potrerillos y te vas por toda la orilla del ancón hasta el Cerrito Colorado… —Decía don Rodolfo visiblemente entusiasmado siguiendo el derrotero con el dedo índice, mientras Lucio memorizaba cuidadosamente los datos que no había podido descifrar. —Allí hay una piedra grandota y redonda; abajito desta, en el mero paderón del ancón está el entierro, asegún dice aquí. Conozco muy bien esos parajes y te voa ayudar. Eso sí, de lo que haiga, la mitad pa’ ti y la mitad pa’mi. ¡Quihobo!
Lucio dudó unos instantes y aceptó. Después de todo el tesoro le había caído del cielo.
—Y cuando piensa su mercé que lo podemos sacar.
—Mañana mismo, —contestó don Rodolfo. Mira: nos vamos a ir como a la media noche pa’ amanecer allá, pa’ que nadie nos mire, porque lueguito van a camelar que andamos buscando algo.
—¿Está cercas?
—Sí, amigo, muy cerca. Unas dos horas de ida y otras dos de vuelta. A la tarde te vas pa’ la huerta pa’ que me ayudes a preparar las bestias. Hay que llevarnos un burro pa’ las palas y los talachos y pa’ traernos el entierro, quien sabe que tan grande sea, —agregó jovial, dándole unas palmadas en la espalda. También hay que llevar un bastimentito, pero de eso me encargo yo. Le voadecir a la mujer que voy pa’ San Juan a buscar queso pa´ que me haga el bastimento. Y tú a ver que le inventas a la Amelia, nomás no se te ocurra decirle a lo que vamos porque todo el pueblo lo vasaber.
─No, cómo cre asté. ─Lucio ya conocía esa faceta de su mujer y también había aprendido a conocer el carácter que tenía. Pues resentida por su preferencia por el segundo de sus hijos, Amelia le había sacado las uñas, se había vuelto retobada y respondona, sobre todo cuando se trataba de defender a su hijo mayor.
Don Rodolfo y Lucio salieron alrededor de las once de la noche y salvo algunos cuantos perros que les ladraron al paso, nadie los vio salir del pueblo. Cuando llegaron cerca del punto señalado en el derrotero, don Rodolfo propuso dormir un rato para esperar a que amaneciera. Lucio, desconfiado por naturaleza, no pegó los ojos y se limitó a escuchar los ronquidos de su compañero hasta que empezó a clarear el día.
No tuvieron el más mínimo problema para dar con el entierro. Las corridas de arroyo recientes habían socavado el ancón y la ollita de barro estaba a la vista, a punto de caerse. Fue cosa de escarbarle tantito con el cuchillo y ya. No era muy grande, pero al cortarle la tapadera de cuero descubrieron que estaba repleta de monedas de oro. Don Rodolfo lanzó uno de sus populares gritos de parranda: ¡Ayyyjayjayjayyy! Después, repartieron alegremente: “una pa’ti, una pa’mi, una pa’ti, una pa’ mi”. Cada quién depositó su dinero en una bolsa de manta y lo guardó celosamente en los cojinillos de sus respectivas monturas. Almorzaron, en tanto, Lucio indagaba:
— ¿Cómo pa’ cuanto ajustará este dinero don Rodolfo? Usté que sabe lo que valen estas monedas.
—Mira, pues yo calculo que por lo pronto a mí me alcanza pa´ poner un comercio, grande, con toda clase de mercancía.
—¿Usté cre que me ajuste pa’cer una casa?
—Te alcanza y te sobra pa´certe una casota, la más grande de Loreto si quieres.
Después don Rodolfo propuso que fueran a San Juan a buscar el queso que le serviría para justificar su ausencia, pero Lucio se negó a acompañarlo y quedaron de verse al regreso en el mismo sitio. Tenían que volver de noche para evitar que alguien los viera llegar juntos.
Al quedarse solo Lucio se dedicó a acariciar sus monedas una y otra vez, mientras hacía planes. Lo que más le importaba es que ahora iba a ser rico y que jamás volverían a ningunearlo. Dejaría de ser “Lucio el del guitarrón” para convertirse en don Lucio Martínez. El haber conseguido tanto y en tan poco tiempo, había terminado de convencerlo de que era un espíritu superior, un elegido de los dioses, dotado de cualidades extraordinarias y atributos especiales, pues hasta entonces todo lo que había deseado se le había convertido en realidad. Una mujer y un hijo rubios, dinero y posición social.
Por la tarde regresó don Rodolfo con el burro cargado de queso y carne seca. Le habían preparado unos tacos de machaca que compartió con Lucio. Así esperaron que se hiciera de noche y juntos regresaron a Loreto. Amelia no se extrañó de su ausencia, pues no era la primera vez que Lucio faltaba. Seguramente acompañaba en la parranda a algunos borrachos, de los que la mordían por varios días…
—¡Cuándo le pregunten por Lucio el del guitarrón, dígales asté que me llamo don Lucio Martínez y ansina me deben nombrar, onque se tarden más! —ordenó a la mañana siguiente a la sorprendida Amelia.
Muchas burlas y comentarios se dieron, cuando la mujer, que en el fondo siempre se había avergonzado de su marido, acató al pie de la letra sus órdenes.
—Ahora hasta la simple de la Amelia le entró la tiburciera de Lucio el del guitarrón. Quezque dicen que cuando llegan a preguntar por él, les contesta “¡Don Lucio Martínez, onque se tarden más!”
—Muy merecido lo tenemos por andar haciendo gente a quien no se lo merece…
─Dicen que al muchachito más grande no lo quiere, quezque porque salió prieto como él…
─Ay, está prietito, pero bonito, no como el güero que está bastante fellito.
─¿Y de dónde quieres que esté bonito si es igualito a la Amelia?
Desde luego que la preferencia de Lucio por uno de sus hijos era motivo de toda clase de comentarios. Era evidente que quería más al segundo por ser güero, que al primero que era igual a él. Cuando salía a la calle se lo llevaba, exhibiéndolo como un trofeo, y dejaba en la casa al prieto, lo que molestaba mucho a Amelia, tornándola cada vez más agresiva, mientras trataba de compensar a su hijo mayor dándole el amor que el padre le negaba.
Lucio iba muy seguido a entrevistarse con don Rodolfo que se volvió su asesor en los negocios. Él le sugirió donde comprar el material que necesitaría para la casa. Había decidido hacerla lo suficientemente grande como para dar servicio de casa de huéspedes, pues la única que había en Loreto era demasiado modesta. Asesorado por don Rodolfo partió para Guaymas sin decirle nada a nadie. Y a los familiares de Amelia que se enteraron y preguntaron el motivo del viaje les dijo que iba a su pueblo a ver a su familia y a vender sus propiedades.
Pasados tres meses, Lucio regresó con un barco cargado de madera y otros materiales. Venía acompañado de dos carpinteros de Santa Rosalía. Ya tenía visto un terreno frente al mar, justo donde estaba el faro y una pequeña oficina de la capitanía de puerto. Don Rodolfo y su suegro le habían recomendado que no construyera en ese lugar, pues en caso de chubascos estaría muy expuesto a que su casa sufriera daños, pero Lucio no tenía la menor intención de hacerles caso. Él era un elegido y hasta ahora todo lo que se había propuesto hacer lo había logrado. En un par de años se había convertido en un hombre rico y afortunado. No quiso hacer caso de las recomendaciones ¿qué le podría hacer a su casa un vientecito y un poco de oleaje? Ya le había tocado un chubasquito y no había pasado nada. Ahí seguían parados el faro y la oficina. Además para eso había traído carpinteros expertos, para que le hicieran una casa bien hecha y sólida. Ni en sus más locos sueños había imaginado que tendría la casa más bonita de Loreto y con la mejor vista: frente al mar y las islas.
Antes del año, Lucio y Amelia vieron su casa terminada. Al frente tenía un amplio corredor con piso de cemento y tres grandes habitaciones, en la parte de atrás cuatro más, otro corredor y la cocina. Era la única casa de Loreto construida en la orilla del mar y la más bonita. Lucio andaba que no cabía en la ropa, inflado. En un segundo viaje a Guaymas se trajo las camas, colchones, mecedoras, mesitas de noche, una mesa de comedor y muchas sillas. En fin todo lo que necesitaba para su hospedería. Obviamente la cocinera sería Amelia y al huésped se le servirían los tres alimentos del día. El negocio se abrió y para colmo de su fortuna, el primer huésped fue nada menos que el gobernador del territorio y toda su comitiva. Eso terminó de convencer a Lucio, por si alguna duda le quedaba, de que era un favorito de la diosa fortuna. A partir de entonces se volvió insoportable. Dejó de caminar al trote, ahora caminaba pavoneándose, inflado como un pavo real. No quiso volver a saber del guitarrón y lo ató a una viga del corredor. ¡Al fin era don Lucio Martínez y nadie se lo merecía! Incluso dio en gritar e insultar a la Amelia a la que ya no veía como esposa sino como sirvienta, pero ella no se dejaba y le respondía en el mismo tono, y si Lucio no le pegó como hubiese deseado, fue porque sabía que llevaba las de perder, ella le sacaba demasiada ventaja en peso y estatura. El único que gozaba de su cariño y atenciones era su hijo menor.
—Ni Dios lo quiera, ─comentaba la suegra─. Pero el primer chubasco fuerte que haiga lesvavolarlacasa, no debieron hacerla allí…
El día vaticinado llegó. Fue pasando el día de la Virgen de 1918. Nublazones negras y fuertes rachas de viento del noroeste se abatieron sobre el mar y por la sierra al atardecer. El mar estaba revuelto y aventaba furioso el oleaje que llegaba hasta el corredor de la hospedería. Los conocedores inmediatamente pronosticaron la proximidad de un huracán que llegaría durante la noche. Los padres de Amelia fueron a rogarles que pasaran la noche con ellos que vivían en el barrio del pueblito, en una casa con techo de terrado y en zona alta, a prueba de inundaciones.
─Don Lucio háganos caso, no sea caprichudo, vénganse a dormir a la casa, pa’ qué se arriesgan. –Rogaba la suegra.
─Me van a dispensar sus mercedes, pero aquí nos vamos a quedar. Para eso mandé hacer una buena casa, ¡la mejor de Loreto!
─Pues te irás a quedar tú le dijo Amelia, porque lo que es yo y mis hijos sinosvamosir.
─¡Usté se queda conmigo y los chamacos también! ─ordenó Lucio alzando la voz.
─¡Ni loca que estuviera. ¡Hóguese usted sólo! ─Le gritó Amelia y agarrando a sus hijos emprendió el camino seguida de sus padres. Lucio nomás se le quedó mirando: pensaba en qué momento la mujer se le había salido del huacal. Ahora, hacía lo puro que le daba la gana.
El huracán tocó Loreto antes de la media noche, durante horas rugió el viento, volando techos, arrasando chozas. Los arroyos corrían desatados por encima del pueblo y cuando por fin amaneció, aunque el viento y la lluvia habían amainado, el agua seguía corriendo sobre el poblado, en una de las inundaciones más graves que recordaran los lugareños.
Cuando al fin se pudieron cruzar los arroyos, Amelia y su padre, preocupados, salieron para dirigirse a la hospedería. En el trayecto constataron los graves daños ocasionados por el huracán: casas sin techo, centenares de palmas de dátil y docenas de árboles yacían en el suelo. Las pocas personas que se encontraron no hablaban de otra cosa que no fuera la gravedad de los daños que les había ocasionado el vendaval.
El corazón de Amelia se aceleró al divisar que en el sitio donde debiera estar la hospedería, sólo se veía un mar enfurecido, de color café. La hospedería no estaba y desde luego don Lucio Martínez, tampoco. Habían desaparecido junto con el faro y la oficina, arrasados por la fuerza del huracán y la inundación. Bajo el agua sólo quedaban los pisos de cemento y una viga.
Atado a la viga, flotaba intacto, un guitarrón.

Texto agregado el 28-07-2011, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


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