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LAS MOSQUETAS TUVIERON LA CULPA

Estela Davis

“Existe un vapor denso que nos cubre
un olor que penetra nuestros huesos
y entonces entendemos que lo eterno
es sólo carne”
Raúl Antonio Cota



En cada giro de la alegre polka, la sudorosa mejilla del hombre resbalaba sobre la suya. Enedina nunca se imaginó que bailar fuera algo tan sencillo y excitante. El era un buen bailador y sabía llevarla. Le pasaba el brazo por la espalda y la oprimía con firmeza, con su mano izquierda tomaba la de ella y con levísimos apretones y empujones le marcaba los cambios: atrás, adelante, de lado, vuelta. No había forma de perder el paso. Sus senos aplastados contra el pecho del hombre y su respiración en la oreja le provocaban placenteros escalofríos. Traía los calzones mojados, “es por la calor”, pensaba. O, ¿sería cierto qué era muy fuerte de naturaleza? Una vez se lo oyó decir a su mamá, cuando le dio uno de sus ataques de lloradera. Pero no, las mosquetas tenían la culpa, su tía se las prendió en el cabello arribita de la oreja, “a falta de un perfumito”. El hombre le había dicho: “¡cómo me gusta el aroma de tus flores!, ¿cómo se llaman?” “Mosquetas” —le contestó— “Pues ellas van a tener la culpa de que te ande oliendo de un hilo”.
Al principio del baile, Enedina andaba un poco cohibida, pero cuando él le eructó encima con un fuerte olor a cocido con repollo, exactamente igual a como lo hacía su papá, se sintió más en confianza.
Había llegado al baile de la plazuela con las sangronas de sus primas, que no se tentaban el corazón para hacerle toda clase de desaires por ranchera. En efecto, Enedina lo era, y por primera vez en sus 27 años había venido del rancho acompañada de su mamá a las fiestas de la virgen de Loreto.
Soltera al fin, se preparó con gran ilusión para el baile. Muy de mañana se lavó la cabeza con jabón amarillo, porque le tomaba horas desenredar sus larguísimos y rizados cabellos.
Después se bañó dándose muchas enjabonadas, pues oyó decir a una de sus primas que apestaba a “vil cebolla”. De todos modos una de ellas le dijo: “Ay, pa’ te bañas orita?, pa’ en la noche vas a andar aceda”.
Efectivamente, cuando se vestía para el baile, sus axilas despedían un picante olor a sudor. No se preocupó y lo resolvió tallándoselas con un trapo mojado. Entre sus costumbres no estaba la del baño diario, mucho menos dos en un día. Enedina bailaba entre nubes. En su vestido de cantón palo de rosa se extendían enormes manchas de sudor de sus axilas, de su cintura y de sus nalgas. “Lo malo del cantón es que cuando se moja, se enchina”, pensaba, mientras trataba de alisarlo.
—¿Por qué te jalas el vestido?, ni que te lo fuera a quitar le dijo el hombre.
—Mé, el simple, es que traigo muncha calor, pues.
¿Dónde andarían sus primas? Estaba con ellas cuando el hombre con el que andaba abonada la sacó a bailar, “ándale, baila, baila”, le dijeron y luego se desaparecieron. Ni siquiera las había visto bailar. Se acordó de las recomendaciones de su mamá y de su tía. Su mamá le dijo: “mucho cuidadito y andes bailando metida”, y su tía les dijo algo así como “mucho cuidado y vayan a andar bailando con los guachos mariguanos”. No supo lo que quiso decir y tampoco se animó a preguntar para que no se rieran de su ignorancia.
Terminó la tanda y se quedaron parados, el hombre le tenía agarrada la mano y no perdía el tiempo, tan presto le sobaba el dedo gordo, como le rascaba la palma haciéndole unas rosquillitas que se le subían por todo el brazo. Se decidió a verlo y se encontró conque tenía unos ojos muy risueños. Trompudito, sonreía medio de ladito, enseñando un colmillo de oro. “No’stá feo”, pensó, mientras unos apremiantes espasmos en su sexo la hicieron enrojecer violentamente.
—¿Dónde andarán las muchachas? —dijo para despistar, recorriendo con la mirada toda la plazuela.
—¿Las que venían contigo? Endenantes las vide que agarraron pa’ lado de la playa con unos muchachos. Si quieres vamos a buscarlas, pero primero vamos a bailar ésta, ¿no?
La orquesta tocaba boleros y él rápidamente consiguió que lo siguiera. Enedina sentía su aliento caliente en la oreja. No hablaba, pero de repente empezó a cantarle despacito en el oído la canción que bailaban. Ella cerró los ojos y se dejó llevar.
Se sentía en el paraíso cuando él la oprimía más y más. Ni siquiera quiso pensar en que cosa sería el duro bulto que se le incrustaba abajo del ombligo.
—Vente, vamos a buscar a tus primas—le dijo él jalándola.
Lo siguió dócilmente. Salieron de la plazuela tomados de la mano, mientras las demás parejas seguían bailando despacito.
—¿Adónde vamos?, es que yo casi no conozco Loreto, —observó tímidamente.
—A la playa, nos vamos a ir por el palmar, allá han de’star tus primitas y los muchachos con que andan.
* * *

“Las mosquetas tuvieron la culpa”, se dijo, indecisa entre reír o llorar. Buscó las pequeñas flores entre sus cabellos y no estaban, en su lugar se enredaban “uispuris” de dátil, pedazos de estopa y vástagos secos de las palmas. Tocó sus senos de fuera, los acarició levemente y los cubrió bajo su escote roto. Alisó su vestido de cantón palo de rosa, desprendiéndole los dátiles amelcochados y aplastados que se le habían pegado. Él se había ido. “¿sería un guacho mariguano?, se preguntó. Rió bajito, jaloneó su escote para acabar de romperlo, después de varios intentos logró llorar y echó a andar por el obscuro palmar hacia la casa de su tía.

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Texto agregado el 28-07-2011, y leído por 131 visitantes. (1 voto)


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