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Educo Lamas miró a Evelia mientras se balanceaba en la mecedora intentando coger el sueño. Ella se sintió incómoda y se metió a su cuarto. La tarde plácida le dibujaba en su mente figuras de mujeres que caminaban hacia él, moviendo su cuerpo. Algunas eran morenas, otras de piel blanca, pero todas extendiendo sus manos para acariciar su barbilla. Entonces apareció Evelia, con su manto blanco, ligeramente desnuda, caminando con sus pies menudos, abriendo su boca para gritar su nombre como si se encontrara en algún lugar lejano y ella no pudiera seguirlo. Él estaba ahí, muy cerca a ella, pero no podía contenerla y la vio alejarse, oyéndola gritar su nombre mientras las otras mujeres hacían lo mismo, siguiéndola. Ella era la diosa, la elegida, la que le hacía perder la cabeza, la que, con sólo una mirada, insinuaba romper su corazón. Se despertó cerca de las cinco de la tarde cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia.
Evelia salió a la puerta y sonrió al contemplar a Educo que seguía tendido sobre la mecedora. Se quedó parada por largo rato, sintiendo que en cualquier momento Educo abriría los ojos para seguir observándola. Sabía que la deseaba. Lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde que su mujer lo escuchara pronunciar su nombre, y él no supiera dar explicación alguna y sólo dejara escapar una sonrisa como disculpa.
Educo sacó una silla y se sentó con cierto descuido. Estiró sus piernas y se acarició, jugando con sus bellos, remojando sus dedos con su saliva, extendiendo su pelo, mordiendo las hebras, lanzando de rato en rato miradas de soslayo. Luego se levantó y, al verla sola, sentada en la puerta de su cuarto, la llamó aprovechando que su mujer estaba en el puerto haciendo compras.
Pero Evelia no hizo caso.
Hacía días que Educo venía calibrando las palabras que debía decir a Evelia. Las tenía clasificadas. Sólo esperaba el momento. Pero el vivir en la misma casa, donde su madre alquilaba unos cuartos. Le hacía imposible tener un minuto de privacidad. Él sabía que a ella le gustaba este jueguito. Lo había demostrado en más de una ocasión
—¿Leíste la carta que te envié? —le preguntó en voz baja cuando la vio salir
—No he tenido tiempo. Mi mamá no me deja tranquila, siempre me está mandando.
—Pero, ¿cuándo lo vas a leer? Ahí te digo todo lo que siento.
—¡Bah! Díselo a tu mujer. Si te encuentra, te mata.
—No tiene por qué encontrarme nada. Yo sé que sientes algo por mí.
—Te equivocas. Yo siento algo por el padre de mi hijo.
Educo se río con muchas ganas.
—Ese idiota ya te abandonó.
—De todas maneras no es tu problema.
—Yo solo quiero que me digas si ya leíste la carta.
—¡Bah! No tengo tiempo.
Y levantando su falda se encerró en su cuarto.
—Oye, sal de tu cuarto y contéstame.
Pero Evelia no salió. Al día siguiente se levantó temprano y se entretuvo enjugándose la cara. Luego cantó una canción como para hacerse notar. Educo salió al mismo tiempo que la mamá de la muchacha. Se hizo el disimulado.
La mujer de Educo gritó desde el fondo de su cuarto preguntando a qué hora se iría a traer el plátano del mercado. El hombre hizo un gesto. Y sin importarle la presencia de la mamá de Evelia, se acercó a preguntarle.
—¿Y. cómo te va?
Evelia sonrió mientras se cepillaba los dientes.
La mamá volteó la cabeza y como si no le importara se metió a su cuarto.
—¿Lo leerás hoy día?
—No sé. Tengo miedo que mi mamá me encuentre con la carta.
—Entonces léelo cuando estés en el baño.
Entonces la respuesta de Evelia lo dejó sin aliento.
—¿Y si me equivoco de papel?

Texto agregado el 29-07-2011, y leído por 147 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-07-2011 Un final inesperado. Disfruté la lectura. susana-del-rosal
 
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