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Principiaba la adolescencia cuando conocí a Alejandro. Vivía a una cuadra de mi casa y alguien lo trajo a mi fiesta de cumpleaños. Era pelirrojo, tenía ojos color miel y tres años más que yo. La primera vez que me dijo hola, supe que estaba enamorada. No sé cómo describir la relación que teníamos. Cada vez que lo veía se encendían mis mejillas hasta el punto más intenso del colorado. Y las de él también. Teníamos mucho en común, amábamos los helados. Nos turnábamos para leer, él a mí y yo a él, en voz alta y cuando no leíamos, yo escribía y él tocaba la guitarra. Nos gustaba ir al cine. Por esos años, los cines de barrio solían proyectar tres películas en continuado. Conseguíamos permiso los sábados, para la primera función de la tarde, con la condición de que fuéramos con nuestros respectivos hermanos. No era lo ideal, pero con tal de estar juntos, tomándonos las manos y rozándonos las rodillas, aceptábamos felices.

Hoy estuve caminando por las calles de Lanús y pasé por la puerta de Las Palmas. A esa pizzería solíamos ir con Ale a la hora de la siesta. Nos sentábamos en una mesa que estaba al lado de la última ventana. Era de madera, redonda, y las sillas hacían juego. No hablábamos mucho cuando estábamos ahí. Él sacaba su guitarra de la funda y tocaba Sui Generis. Me miraba a los ojos cuando llegaba a “quizás porqué no soy de la nobleza, puedo nombrarte mi reina y princesa” y yo bajaba la vista para escribir mis primeros poemas de amor en un cuadernito borrador. Cuando salíamos, nos besábamos en medio de la calle, o apoyados contra algún árbol. El tiempo volaba cuando me besaba. Al llegar a casa siempre tenía los labios hinchados y hacía muecas ridículas tratando de disimular delante de mi vieja.
A la tarde siguiente, de nuevo íbamos a Las Palmas, el tocaba, a veces cantaba, y yo escribía. Fumábamos un cigarrillo entre los dos y volvíamos a amarnos en cada mirada. Y de nuevo el árbol, los besos interminables y las cien mil sensaciones nuevas que despertaban sus manos en mis pechos, en mis caderas, sus labios en mi boca, en mi cuello.
Una tarde, después de un año, me acompañó a casa como todos los días. Y nos quedamos hablando rejas de por medio, yo desde el jardín y él sobre la vereda. No podíamos separarnos, la que sí podía hacerlo era mi vieja, que en ese momento se asomó por la ventanita chiquita que tenía la puerta de entrada, me miró y supe entonces que tenía que entrar.
Lo que siguió a esa tarde, fue al principio confusión y después dolor, un dolor que no se fue tan rápido como él. Alejandro había desaparecido. En el cuaderno de uno de sus compañeros estaba su número de teléfono, razón suficiente para que fueran por él.
Meses después, encontraron los pies de Alejandro y no sé que otra parte de su cuerpo, en un centro de torturas clandestino abandonado. Ese día dejé de esperarlo. Ese día me convencí de que estaba muerto y quise ir al puerto, adonde mi abuelo solía llevarnos a mis hermanos y a mí, a la hora de la siesta. En ese lugar yo me sentía a salvo. Mirar el río me hacía sentir a salvo.

Más tarde, cuando tenía diecisiete años, Jorge me convenció de que hacer el amor no era nada malo, nada doloroso. Conocí a Jorge, casi un año después de la muerte de Alejandro. Vivía como a diez cuadras de casa y alguien me llevó a su fiesta de cumpleaños. Jorge había nacido en el mismo año en que nací yo. Era alto, altísimo y buen tipo. Al menos el barrio entero lo quería. Era el chico más popular, todas querían llamar su atención. No teníamos muchas cosas en común, pero era un tipo divertido y yo me reía cuando estábamos juntos. Esa fue la razón más válida que encontré para ser su novia. Él me escribía largas cartas de amor, de esas que suelen escribir los adolescentes, en las cuales abundan los te quiero y los para toda la vida. Pero cuando llegó el momento de demostrarme que todo ese amor envasado en papel era lo mismo de bueno escrito en la piel, falló. Estábamos en la casa de mi abuela. Comimos arroz con pollo que ella había cocinado y después del postre, yo secaba los platos que mi abuela iba lavando. Fingimos bien Jorge y yo. Jugábamos a las cartas mientras ella se preparaba para ir a dormir su sagrada siesta.
Yo no sé si estaba enamorada, si ese vaivén que sentía en el estómago cada vez que se me acercaba era amor, pero me daba gusto estar con él.
Él fue quien me propuso, después de convencerme, que hagamos el amor en casa de mi abuela. No había muchas opciones en ese entonces. Por esas épocas salir sola de noche o de día no era cosa fácil. Sería para mí la primera vez que un hombre hacía algo más que besarme y tenía grandes expectativas pues a juzgar por las palabras de Jorge, hacer el amor era mucho más que amar. Yo le creí, necesitaba creerle, y lo ayudé a planear el momento.
Cuando mi abuela por fin se fue a dormir su siesta, comenzó a besarme como solía hacerlo cada vez que teníamos un momento a solas. Pero esta vez fue diferente. Me besó en la boca de una manera que para mí era nueva. Metía su lengua hasta rozar mi garganta. Estábamos apoyados en el marco de la puerta de la cocina. Cerré los ojos con fuerza e intenté sentir mi espalda apoyada contra la corteza de un árbol, los labios temblorosos de Alejandro, su aliento cálido abrasándome, los delicados movimientos de sus manos en mi cara, su lengua hurgando suavemente en mi boca, pero fue en vano.
Después de los primeros besos, Jorge comenzó a lamer mi cuello y a refregar su cuerpo contra el mío, como si fuese una víbora zigzagueando sobre mí. Lamía mi cuello casi con desesperación.
Hasta ahí, todo lo que estaba pasando, excepto los primeros besos, estaba muy lejos de lo que Jorge me había contado sobre hacer el amor. En vez de sentir deseo, tenía ganas de salir corriendo hasta llegar al puerto que estaba a cuatro cuadras. Quería ir a ver el río y sentirme a salvo en vez de seguir soportando la lengua pegajosa de Jorge lamiendo mi pecho. Me daba asco sentir cómo se contorneaba sobre mí, cómo gemía en mi oído. Sus manos se revolvían en mi entre pierna, apretaban la excesiva carne de mis caderas, se sacudían sobre mis pezones. Yo no me movía, no hablaba, ni siquiera lo rechazaba. Trataba de visualizar el río y la sonrisa segura de Alejandro. Y cuando eso, lo sentí. Un dolor filoso seguido de un ardor que me llegó hasta el alma, sentí cómo ese hombre se sacudía espasmódicamente incrustando mi espalda en el marco de madera y mordiendo mi oreja para ahogar sus jadeos. De golpe se quedó quieto, con su mentón hundido en mi hombro. Minutos más tarde, se enderezó sin siquiera mirarme, subió el cierre de su bragueta, se acercó a la pileta, abrió la canilla y se tomó un vaso de agua. Yo quería despegarme de ese marco, pero el temblor no me dejaba mover las piernas. Un líquido caliente y espeso resbalaba hasta mis tobillos. Me asusté cuando vi que era sangre y entonces caminé por el que, años más tarde supe, fue el primer trayecto largo de mi vida: el pasillo que llevaba al cuarto de baño.



de Cuentos Rojos

Texto agregado el 01-08-2011, y leído por 106 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-08-2011 Buen relato. Te felicito glori
02-08-2011 Qué hermoso texto,el amor de Aejandro me dejó impresionada. La verdad es que viví cada momento y sobre todo ese asco y creo también esa inmensa soledad y desilusión. No,no era amor,solo querías revivir ese amor tierno y verdadero de Alejandro******* ese otro acto es propio del deseo saciado- Me encanta tu forma de escribir. Victoria 6236013
 
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