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TRATANDO DE HUIR


Treinta y cinco metros por debajo de mis pies, los autos corrían raudos por la avenida. A través de la nube de lágrimas que oscurecían mis ojos, el grupo de curiosos que poco a poco iban congregándose en las aceras se me antojaban pigmeos de la morbosidad. El único objetivo que hacía que se olvidaran de sus actividades y dirigieran sus miradas inoficiosas hacia la terraza del edificio era la necesidad mórbida de conocer el desenlace de la novela que empezaba a orquestarse y de la cual yo era el protagonista.
La pertinaz llovizna que caía desde el eterno cielo plomizo bogotano me había empapado totalmente. Los surcos de agua que se deslizaban por mi frente hasta mis labios, tenían el sabor salobre de las lágrimas. Eso lo recuerdo muy bien, como también recuerdo el porqué tomé la decisión de lanzarme desde la terraza de aquel edificio.
La verdadera grandeza del hombre no consiste en el éxito alcanzado ni en la cantidad de triunfos acumulados, si no en ser capaz de sobreponerse a sus propias adversidades. Haciendo una mirada retrospectiva, hasta ese día era un verdadero fracasado, como lo sigo siendo ahora. Jamás logré llegar hasta más allá de mis propias fantasías, toda mi vida era una quimera que terminó siendo devorada por la hoguera de la realidad que encontré por fin esa mañana de mayo.
Siendo siempre un cazador de victorias, encontré la derrota. Buscando a cada paso la felicidad, la angustia era mi compañera. Mi propia adversidad se hizo tan grande que me era imposible resistir su peso y quería a toda costa deshacerme de ella, por lo que decidí que la alternativa más rápida era dar por terminado mi paso sobre este mundo.
Minutos antes, perdido entre la muchedumbre que frecuentaba la carrera séptima, caminaba sin rumbo fijo, mis pasos cantaban la derrota de mi alma. Quería huir de la mísera situación por la que estaba atravesando, pero no encontraba la salida. Sentía hambre, un hambre atroz que me devoraba las entrañas. El olor a carne asada y la plácida algarabía de los comensales en los restaurantes del lugar acrecentaron mi desesperación. El día anterior solo había comido una sopa y ese día a las dos de la tarde, un pan y un vaso de agua había sido mi desayuno.
El vetusto celular que me acompañaba empezó a timbrar, era mi ex esposa que airada me reclamaba por la cuota mensual para la alimentación de mis hijos. Hacía tres meses que no les enviaba un solo y miserable peso.
Me detuve frente a un asadero de pollo tratando de deleitarme con el agradable aroma que por la puerta llegaba hasta la calle. Pensaba en la mejor manera de tomar un pollo y salir corriendo del lugar sin ser atrapado, pero descarté la idea. Nunca en mi vida había robado algo y como ladrón principiante lo más seguro era que terminaría en la cárcel.
Una hermosa ejecutiva me miró desde una mesa y en su mirada vi una sombra de compasión, tal vez se percató del hambre que me acosaba. Sus ojos me cohibieron y avergonzado me retiré del lugar. Caminé hasta una plazoleta cercana y en una de sus bancas me senté a esperar que pasara el tiempo. Los minutos transcurrían con lentitud y a cada instante mi desesperación aumentaba. Transcurrida casi media hora regresé sobre mis pasos, la mujer se había marchado y en su lugar estaba un grueso hombre de elegante traje. Me miró con indiferencia y continúo esperando su servicio. Cuando el mesero se acercó a la mesa con una bandeja ocupada por una enorme chuleta, me animé y traté de acercarme para pedirle que se condoliera de mí y me regalara un pedazo. Un mendigo se paró a mi lado y sin preámbulos empezó a pedir estirando la mano, el vigilante del lugar lo sacó casi a empujones. Ofuscado por la intromisión del pordiosero me retiré por segunda vez. En esa ocasión no regresé, tomé la decisión de no mendigar, nunca antes lo había hecho y no lo haría ahora. Caminé por la avenida diecinueve hasta la carrera octava luego giré hacia el sur buscando un restaurante más popular. Había recordado que ese lugar estaba lleno de restaurantes donde almorzaban los empleados menos afortunados y a quienes no les alcanzaba el sueldo para regodearse con bistec, filetes y chuletas. Busque al administrador del primero donde llegué y le pedí que me dejara lavar los platos por un poco de comida, airado el hombre me corrió amenazando con llamar a la policía si no abandonaba el lugar de inmediato. La misma historia se repitió un par de ocasiones más. El hambre y la desesperación se acrecentaban nublándome la razón.
Con fuerza, una mano se posó sobre mi hombro derecho y una voz desconocida para mí me llamó como si fuese un viejo amigo, en realidad lo era. Se trataba de un ex compañero de colegio. Rómulo fue mi mejor amigo en quinto grado, hacía más de diez años no lo veía. Me sonreía con agrado. Mi traje más o menos elegante le hizo creer que yo era un triunfador y sinceramente me felicitó por lo que para él, era un rotundo éxito. Pensé con ironía que las personas se rigen por la apariencia y juzgan a los demás por el vestido que usan, sin tener en cuenta lo que realmente son por dentro. La euforia de mi amigo hizo que me sintiera aún más miserable y lo que para él era alegría, para mí era humillación.
La prisa hizo que se despidiera rápidamente y continuara sus quehaceres. La razón por la que se encontraba en la capital, era muy simple. Había sido elegido concejal y estaba presentando varios proyectos de desarrollo regional ante el gobierno central. El dolor de la derrota y el fracaso aguijoneó mi atribulado corazón. Hoy en día mi amigo quien fue uno de los peores estudiantes de mi clase, era alguien en la vida y una personalidad en mi pueblo y yo, el mejor del colegio era un don nadie y un cobarde, incapaz de ser alguien en la vida.
Esta ironía de la vida precipitó la estúpida decisión que tomé aquella tarde capitalina, gris como los días de mi vida. Sin prisa como si la tristeza, la rabia, el dolor y la incertidumbre fuesen carga demasiada para mis hombros caminé por la octava en dirección al norte. Los edificios del centro de la ciudad desfilaban lentamente como gigantes dormidos tras mis espaldas. A la altura de la diecinueve una joven pareja se besaba apasionadamente en un semáforo ante la mirada indolente de los transeúntes que ajenos a la escena rumiaban sus propias preocupaciones. El hambre continuaba atosigándome, haciendo de mi desesperación una tortura insoportable. El eterno trancón de la décima, desesperaba a los conductores, los cuales con furia hacían sonar las bocinas de los autos, convirtiendo ese sector en un maremágnum de ruidos.
Un artista callejero hacía juegos malabares ante los conductores que esperaban a que el semáforo cambiase. Un par de agentes de tránsito sonaban sus silbatos, afanando a los peatones que transitaban despacio por la congestionada calzada. Un payaso, con voz chillona, invitaba a almorzar a un restaurante de comida corriente. Ruidos y más ruidos, congestión, prisa hacían palpitar de euforia aquel lugar. Como si una fuerza centrípeta me atara, continué caminando por el sector sin atreverme a salir de allí.
Todas mis ilusiones y esperanzas en un futuro mejor se esfumaban, terminaban en ese día. Debido a mi situación de seguridad personal y dificultad económica busqué refugio en Canadá. Esa mañana la embajada canadiense me notificó la negativa, no cumplía los requisitos. Estaba desolado, preocupado, sin dinero y con muchas deudas por pagar lo que hacía insostenible mi modo de vida al que estaba acostumbrado, el cual no era de lujo, pero tampoco de miseria. Pensaba a qué horas me convertí en un mísero, en un frustrado.
En un viejo y deslustrado edificio, de esos que pueblan el otrora centro financiero de la ciudad, la puerta de una recepción estaba abierta. Aprovechando que el portero abandonó por un momento su puesto, ingresé al interior y comencé a subir de prisa los escalones que conducían a hacia los últimos pisos. Cuando el hombre me vio, corrió tratando de alcanzarme para impedir que continuara subiendo, aligeré mi paso y casi a la carrera alcancé la terraza, gracias a una puerta que estaba sin seguro. El portero al ver que no pudo alcanzarme, regresó para pedir ayuda. Por radio, casi a gritos, pedía que le enviaran refuerzos. Un posible ladrón había ingresado por la fuerza al edificio.
Cuando alcancé el borde de la terraza, un tímido sol cabalgaba lentamente las nubes hacia el ocaso, sus rayos mortecinos, golpeaban con desidia los cristales de las ventanas del edificio del frente y mi sombra por los rayos proyectada zigzagueaba siguiendo el curso de la pared, perdiéndose abajo entre el abismo que se abría a mis pies. Me detuve impulsado por el miedo, me sentí incapaz de arrojarme y dubitativo me paré justo donde terminaba el borde y comenzaba el vacío. Los rostros de mis hijos, desfilaron por mi mente y sus miradas tristes hicieron que gruesas lágrimas rodaran por mis mejillas. Como un tiovivo enloquecido, mis recuerdos desfilaron ante mis ojos.
Si no fuera por la violencia que azota a mi tierra, que nos roba las esperanzas, destruye nuestros sueños y nos obliga a escondernos como si fuéramos criminales; yo no estaría allí a punto de acabar con mi corta e improductiva vida. Los que imponen su ley con la fuerza de las armas, siempre ganan y todo aquel incauto que se les pone enfrente, creyendo que la fuerza de los argumentos basta para desarmar los corazones violentos, siempre pierde. Aposté a cambiar el mundo, al menos el inmediato que se movía a mi alrededor y perdí. Una vez más la fuerza bruta se impuso ante la razón y yo que creí poder ganar aquella batalla, peleada con las armas de la conciencia, tuve que huir como una rata, hacía donde los tentáculos de la intolerancia asesina no me alcanzaran. Una madrugada anónima, a hurtadillas abordé en el alar de mi casa, un carro desconocido que me transportó hasta la ciudad de Neiva donde viví impunemente durante algún tiempo.
Huir no soluciona los problemas. ¿Pero que puede hacer un brazo inerme, ante otro que solo conoce la violencia como forma de imposición y su único argumento válido es la destrucción, en un espacio donde opinar y pensar diferente, es un delito castigado con la muerte?
Ante la inminente amenaza de ser ajusticiado, corrí a refugiarme con la esperanza de salir ileso de aquel percance y donde quiera que fuera me persiguió el infortunio, otro enemigo oculto al cual no conocía y de quien no pude escapar. En mi pueblo se quedó todo lo bueno que tenía, comenzando por mi familia. A decir verdad, mi familia la perdí después, sin embargo al cortar las raíces que me unían con mi pasado, presente y futuro, se abrió el camino para que al igual que yo partiera de mi terruño amado, mi mujer alzara el vuelo buscando otros caminos menos abruptos y más transitables. Con ella se fueron mis hijos y con ellos se fue toda mi vida. Como un zombi, continúe caminando por la vida. Lo hacia por la ley de la inercia, sin saber cual era mi destino, sin tener nunca un punto de partida. Ella quemó sus naves, en mi murieron las ilusiones para vivir.
Una tarde soleada de agosto, un joven amigo que militaba como miliciano me advirtió que habían pedido mi cabeza y que lo mejor que podía hacer era irme de la región, antes que llegaran los pistoleros a ejecutar la orden. Los últimos dos días que permanecí en el caserío, viví con el miedo pegado a mis entrañas, viendo en cada desconocido que se me acercaba a mi verdugo.
El miedo mina las fuerzas de un hombre y exánime es un ente sin voluntad, un ser incapaz de reaccionar, de pensar cuerdamente. Vive en función del temor, en todos lados ve al enemigo y no encuentra un momento de sosiego para estar en paz. Fue necesario que asesinaran a varias personas que de una u otra manera estaban muy cercanas a mi, para que despertara del letargo en que se había sumido mi vida. Abandoné mi trabajo como docente en la Institución educativa del lugar, me despedí de mis amigos más cercanos y en un bus escalera, abandoné para siempre aquel caserío donde había transcurrido gran parte de mi vida. A partir de ahí, el infortunio se hizo mi compañero de mis días y mis noches. Llegué a mi casa paterna cuando la mañana comenzaba a despedirse y un furtivo sol galopando en su caballo de fuego viajaba hacia el cenit. Allí me escondí durante doce días hasta cuando la Alcaldía Municipal, canceló una parte de mis honorarios con los cuales pude continuar alejándome de la muerte y acercándome a la miseria.
Ahora estaba allí parado al borde del vacío, a punto de acabar con mi vida, engrosando las estadísticas nacionales, haciendo parte de un grupo marginado de población a los que despectivamente llaman desplazados por la violencia.
Dos guardas de seguridad acompañados de un policía, llegaron a la carrera hasta la terraza, llevando empuñadas sendas pistolas las cuales esgrimían amenazantes. Al ver mis intenciones, las guardaron inmediatamente y el agente comenzó a hablar, tratando de convencerme para que me bajara de aquel lugar peligroso desde donde podía caer. El tímido sol capitalino, como es su costumbre volvió a esconderse tras las eternas nubes que abrigaban la ciudad. Hacia el norte, el manto blancuzco de la lluvia, se extendía lentamente, avanzando con paso inexorable hacia el sur.
Esta mañana, una funcionaria de una fundación que ayuda a minusválidos, llegó hasta el hogar de paso donde me cuidan. Trajo una silla de ruedas, nueva y reluciente y con ella una hermosa sonrisa que iluminó por un instante mi alma. Con paso vivo, se acercó a la cama donde he estado confinado por los últimos dos meses, después de saludarme con un beso en la mejilla, ante las voluntarias del hogar, hizo entrega formal del aparato, luego ayudó a sentarme en ella. Cuando gruesas lágrimas rodaron por mis mejillas, las enjugó con ayuda de un pañuelo desechable que extrajo de su cartera, luego se acercó hasta mi oído y me susurró: “ánimo, no todo en la vida es tristeza”.




Texto agregado el 07-08-2011, y leído por 114 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-08-2011 Interesante narración. Engancha. Evil_Sis
 
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