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La voz quebrada del tiempo.


La lluvia lo inundaba todo aquella noche. Inundaba los espejos de los coches, inundaba los edificios, los semáforos, las farolas. Inundaba los parques, inundaba mi cuerpo y tus ojeras. El frío, golpeándome en los huesos, me arañaba la carne. Y tus ojos aún eran más fríos y atravesaban más hondo mi pecho. La luna, como salida de un sueño, resplandecía enorme y espléndida sobre nosotros, pero se me antojaba lejana, distante y fría.

Todo parecía brotar de mí: la oscuridad, la tristeza, el silencio. La lluvia brotaba de mí para hacernos daño, y tu recuerdo me sobrevenía intenso y me empapaba de rabia y de miedo.

Sentí el corazón en un puño y que mi respiración se apagaba, y comencé a andar despacio. La dirección estaba casi borrada en la palma de mi mano. Aún así no me preocupaba, no pensaba olvidarla, ni siquiera soñaba con ello. Mientras subía las escaleras tuve la extraña sensación de que mi largo y fatigoso viaje llegaba a su fin, de una vez por todas. Me llenaba esa extraña sensación de paz y desasosiego en la que culminan todas las grandes aventuras. Entonces, ya en el rellano, percibí un ligero rubor de pasos, que se acercaban. Pensé que sería algún vecino, quizás tú que regresabas para atormentarme. Luego tuve la certeza de que eran mis propios pasos que resonaban en el vacío. ¡Tantas veces me había descubierto a mí misma en la más profunda soledad recordando el sonido de mi presencia en el tiempo…!

Al abrir la puerta te encontré y tuve miedo. Encontré también mi cuerpo enredado entre las sábanas, enredado en tu cuerpo. Y deseé con más fuerza que nunca retroceder, regresar a la playa donde me crié, a la tierra mojada y salada, a los guijarros y las caracolas y las algas. A la voz de mi padre susurrando palabras en la niebla, pero él ya no estaba. Y los pies se me mojaron y se me llenaron de barro, y apenas tuve tiempo para impedir que otra ola me cubriera de espuma, y observé el horizonte con calma y al ardiente sol rojizo lo despedí con un beso antes de que el mar se lo tragara. Y el viento me golpeó los ojos y espoleó mis lágrimas, agrietó mis labios y me escoció la boca.

Y cerré los ojos, y me zambullí en el sueño, y traté de imaginarme en algún lugar lejano y sin dueño, que no me perteneciera, que no nos perteneciera. Traté de rescatarme a mí misma del humo evaporado del recuerdo, de las cartas, las canciones, de los te quiero. Pero fui incapaz, tuve miedo. Y regresé a la lluvia. Y regresé a ti y a tus ojeras, a tus noches de insomnio, a tu tristeza. Regresé a la casa vacía, a las botellas vacías. Regresé a tus manos, a tu pelo, a tu manera de odiarte por todo, por nada. Regresé a la ausencia, a tu vida sin mí, al angustioso sabor de las cenizas pasadas. Y recordé que antaño tu mirada en la mía era una especie de ventana tras la cual se dibujaba la vida y sus miserias, y sus dichas. Y deseé desaparecer de nuevo. Para siempre. Dejarte solo y enterrado de olvido para así poder resurgir de nuevo de tus cenizas. Y reinventarte, y enamorarte y sonreír y dejarme bien lejos en el pozo de la nostalgia; donde ya no te duela, donde ya no sea nada. Ni siquiera un aliento apagado y dormido de tu esperanza, de tus anhelos y tus noches en vela. Ni siquiera un ayer de ensueño que se encienda en tu mirada.

Deseé que esta lluvia que de mí provenía y solo se marcharía conmigo dejara de mojar cada segundo de tus días. Y entonces todo fue luz y claridad y la humedad ya no empañaba el frío cristal de los escaparates. En las abandonadas calles resurgían ahora los colores y los ruidos, sabores prohibidos de una niñez encantada, olores intensos y olvidados; y se abrían las flores desnudas a tu paso pregonando una nueva primavera más hermosa y aún por marchitar.

Y la vida amaneció de nuevo y el tiempo se fue escabullendo de mis manos, como si tuviera prisa. Y de tus manos, como si tuvieras prisa por encontrarme, por encontrarte conmigo bajo la lluvia, como aquella noche, como todas las noches.

Y dando tumbos mi alma se perdió así misma entre tus divagaciones. A veces todo irradiaba luz y calor, y tú ya no eras aquel que simplemente me complementaba, incluso en la muerte, sino una persona nueva, viva, dispuesta a comenzar de cero. Otras tu debilidad te desenmascaraba y volvía a reclamarme en el llanto, como un niño. Avergonzado y a tientas me rozabas desde aquella distancia infinita, implorando mi cuerpo, mi rostro, mis palabras, o aquello a lo que ya muy alejado de mí misma te aferrabas, lo poco que aún conservabas. Y yo, que había dejado de existir, me mantenía imperturbable en el abismo de la nada; aunque mi presencia en el único espacio donde se me permitía estar tenía todavía la capacidad de llevar la lluvia a los rincones más recónditos del alma.


Texto agregado el 11-09-2011, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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