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IDA y VUELTA Carlos V González


El tren perforaba la oscuridad, apuñalandola con la espada de luz de la locomotora. Calida y profunda como las fauces de un gigantesco animal hambriento, la noche parecía eterna. Ya era un recuerdo antiguo el ocaso rojo sangre sobre la pampa.
Los únicos sonidos eran la cadencia monótona de los mutuos golpes que se dan rieles y rodados, rítmicos, con los espacios de silencios y martillazos, repartidos por partes iguales.
Donato Rivero viajaba en el tercer vagón. Eran solo cuatro pasajeros, una joven de aspecto eslavo dos asientos mas adelante en la hilera derecha de asientos y un par de muchachos en algún asiento de atrás que a veces murmuraban algo en un tono bajo y con acento santiagueño.
La joven había subido con el en Constitución, era intensamente linda, casi irreal. Donato la había estado mirando, o tal vez adivinando, cuando alguna luz de estación la iluminaba apenas, como un retrato fantasmagórico, pero de una belleza imposible.
A la hora de andar se animo a prender un cigarro, abriendo apenas la ventanilla; no quería que ninguno de sus compañeros de viaje le llamaran la atención. Se sorprendió cuando a los pocos minutos, los cuatro estaban fumando. Pensó que él había sido el más irrespetuoso, pero se conformo con la idea de que su iniciativa hizo que sus compañeros de vagón pudieran fumar sin culpa. No supo quien encendió después de el, pero imagino que fue la rusita.
El rojizo destello de cada pitada iluminaba su perfil, era muy fugaz la visión, Donato componía una imagen completa con la suma de los segundos escasos que la pequeña braza encendía con un rojo apagado su rostro.
La noche era tibia, y Donato no tenia sueño. Tenía tiempo para pensar, para imaginar por que caminos lo llevaría la vida. Deseaba que la rusita se bajara en la misma estación, y hasta soñaba con que la iba a conocer, la invitaría a pasear por alguna plaza e irremediablemente le declararía su amor.
Donato era carpintero. Su equipaje se resumía a una pequeña valija de cartón y un cajón de madera lustrada con manija de bronce en el que llevaba las herramientas. Su destino, la Estación Dionisia, según le dijeron, un pueblito cerca de Mar del Plata. El boleto decía Miramar, ahí debía bajarse y lo Irian a buscar.
Iba contratado por un gallego que había puesto una carpintería en el pueblo. Donato tenia 24 años, era soltero y una voluntad para el trabajo que heredo de su padre.
El viejo le había enseñado el oficio. Desde muy chico se acercaba a mirarlo trabajar con el formón y la garlopa.De a poco se familiarizo con las herramientas, con la elección de las maderas, con las medidas, con los ajustes precisos de los encastres. A los 12 años ya le confiaba la confección de marcos y puertas y a los 15 ya podía resolver casi todos los encargues, hasta los más difíciles y caprichosos. Sin llegar a ser un ebanista de primera, sabía que la carpintería iba a ser su medio de vida. En los primeros años del siglo XX, Buenos Aires crecía, se poblaba, y la bonanza económica del país parecía recaer sobre el gran puerto y de a poco se extendía a los suburbios y al interior.

Corría el año 1916, y el irrefrenable espíritu de aventura lo hizo aceptar el ofrecimiento de ir a trabajar a un recóndito pueblito, con el incentivo de estar muy cerca de la mentada Mar del Plata, ciudad que muchas clientas de la alta sociedad le habían descripto con detalles
encantadores. Había visto en los vestíbulos de las mansiones de Barracas y de Palermo fotos de gente muy elegante en las playas, con caras de felicidad y despreocupación. Pensó que ese podía ser un buen destino.
El gallego que lo contrato lo había visto trabajar con el padre y dado que no tenia compromisos le pareció acertado contratar al joven Donato. Don Andrés Castro era porteño, y era un veterano ebanista muy relacionado con las familias patricias. Tanto es así que el matutino La Nación le había encargado construir para la rambla de Mar del Plata un local para la venta del diario en la temporada estival. No era un trabajo excesivamente complicado ni le iba a dejar grandes dividendos, pero Don Andrés sabia que eso le iba a dar una buena publicidad para su carpintería, solo tenia que hacer bien el trabajo, en tiempo y forma, y arreglárselas para promocionar su obra.
Pensaba Donato en ese presente y en un futuro, como el de todos incierto, pero al que pretendía cincelar desde esa misma noche. El tren, indiferente a sus pasajeros cruzaba los campos oscuros e infinitos, que de no ser por las mortecinas lucecitas lejanas de algunos ranchitos daba la tenebrosa sensación de estar completamente desiertos.
Interrumpía sus cavilaciones solo para mirar hacia la rubia, como temiendo que se esfumara en las sombras del vagón para nunca mas volver a verla.
Cuando empezó a clarear, el maquinista anunciaba con sus silbatos chillones el arribo a Miramar. En el andén solo estaba el jefe de estación con un impecable uniforme azulino, un anotador en una mano y un farol en la otra. Serian unas 30 personas las que descendieron de la formación. Del vagón de Donato, para su alegría, o tal vez para su esperanza, bajo la rubia, detrás de ella, los santiagueños.
No pasaron 10 segundos cuando un joven alto y desgarbado se acerco al recién llegado y le pegunto: -Donato Rivero? Si, contesto Donato, sabiendo que ese era quien lo trasladaría al pueblo. Hubiese querido estar en ese anden mas tiempo para ver hacia donde iba la rubia, y quien la había venido a esperar. Mientras caminaban rumbo al sulky que Ramón, así se llamaba el muchacho, tenia del otro lado del anden, Donato movía la cabeza en todas las direcciones buscando por donde se había ido esa mujer. No vio nada. En la calle, salvo el sulky de Ramón, no había otro carruaje. Ni siquiera un caballo. Es mas, cuando subieron el equipaje, Donato miro hacia todos lados y no podía entender como ya no se veía a nadie. Donde se habían ido todos los pasajeros? Por donde desaparecieron?.
Se conformo a si mismo pensando que ya tendría tiempo de averiguar sobre esa joven tan linda. Alguien en el pueblo vecino le daria una pista o tal vez, el trabajo lo trajera a Miramar muchas veces y seguramente se la cruzaría. Ni bien Ramón chirleo al caballo para poner en movimiento el sulky Donato prendió un negro y con el pecho ensanchado, inspirando todo el aire fresco que pudo, se quedo mirando hacia el este, hacia ese sol escarlata que para Donato era un buen augurio….


Cincuenta años después, Donato ya jubilado, podía decir que había tenido una buena vida. Se afinco en Dionisia, trabajo como carpintero, albañil y pintor. En los años 30 estableció una ferretería importante. Se caso con Julia, una muchacha del pueblo y tuvieron dos hijos. Los hijos estudiaron en Buenos Aires y allí se radicaron hacia ya unos años. Donato había enviudado en 1961, y a partir de allí, decidió vender la ferretería e irse a vivir a la Capital, cerca de sus hijos, de sus nietos y de las cenizas de sus padres.
Le llevo 5 años desprenderse de toda una vida en Dionisia, fue un largo proceso hasta que el ultimo de sus bienes allí, estuviese liquidado. Mas le costo aun, desapegarse de tantos queridos amigos que desde siempre estuvieron cerca de el.
Un atardecer frío de mayo del 66 se fue con tiempo a la estación de trenes de Miramar, con un par de valijas. El resto de las pertenencias ya las había despachado en un tren de carga a Bs. As unos días antes.
Hubiese querido prender un negro, como hace tantos años, aquel dia que llego con tantas esperanzas a esa misma estación detenida en el tiempo. No fumaba desde hacia muchos años. No quiso que nadie lo viniese a despedir, les había mentido a todos que en un mes a mas tardar dos estaría volviendo para comerse un asado con todos sus amigos.
El tren llego puntual. Donato se apeo en el tercer vagón, ya estaba oscuro y las luces del vagón eran por demás tenues.
No presto mucha atención pero era obvio que el vagón estaba casi vacío.
Acomodo sus pertenencias en el valijero y se puso a leer el diario aprovechando la poca luz que aun quedaba.
Alguien tosió allí adelante. Levanto la mirada del diario y unos asientos mas adelante, sobre la derecha, una anciana de cabellos blancos se acababa de sentar.
Era ella, no había dudas. La rubia que en 1916 viajo con el desde Bs.As. La misma que desapareció en esa misma estación ni bien bajo del vagón. La rusita por la que hasta llego a pelearse averiguando donde la podría encontrar. Jamás la había vuelto a ver, hasta llego a pensar que solo fue un sueño.
Y ahora estaba allí, después de 50 años¡¡¡ Que le podría decir, que le podría contar??? Le resultaba injusto todo eso. Los dos ya ancianos sin haber tenido jamás la posibilidad de aunque sea cruzarse las miradas.
Fue quien, sin querer, lo acompaño en su viaje iniciático, y ahora lo esta acompañando en su ultimo viaje.
Dejo el diario a un lado, y no pudo evitar una lagrima, testimonio de la soledad, de la nostalgia, de lo que nunca sucedió.
Ya en la noche profunda miraba hacia esa anciana bellísima porque estaba seguro que en algún momento iba a desaparecer como desapareció durante 50 años.
Dormito, soñó, evoco, sonrío, lloro... Solo la conversación de dos pasajeros de más atrás lo distrajeron de su viaje interior. Eran 2 ancianos de pelos duros y blancos con acento santiagueño.


























Texto agregado el 13-09-2011, y leído por 45 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-01-2014 ¡Muy bueno el cuento! Clorinda
 
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