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La noche me perturba aún en mi casa. La blancura total del baño me atemoriza en gran manera, haciendo que mi mente divague en lo vacío. Trato de escapar de ése horripilante cuarto pero al cruzar la puerta vuelvo a encontrarme con la misma escena de siempre, y la única forma de escapar es siendo más astuto que el vacío.
La bestia voladora emerge del interminable abismo para evitar que salga del cuarto, y la criatura semejante a Leviatán surge de las profundas aguas de perdición. Ambos seres se mofan de mi impotencia y me insultan con innombrables términos. En un principio mostraron ser de agrado, pero eso fue hace mucho tiempo, cuando aún el baño no se interponía con mi libertad.
Mi cuerpo se miniaturiza hasta aparecer en una barca que navega por esas aguas que contienen al demonio nadador. Éste suele alterar la marea para ocasionar que mi barca se volqueé y caiga a su gran hocico de pescado. Con sus infinitas garras sujeta a todos los que no pudieron escapar de su horrible tiranía, ubicada en el océano del caño. Grita peores cosas que la misma bellaquería de la juventud actual, y con sus garras que no sostienen más víctimas acaba con las demás criaturas que llegan por el túnel del desespero. Jamás dejará que obtengan su reino –aunque falso- que con mentiras y engaños ha logrado obtener, encantando a estúpidos súbditos ilusos.

Para escapar de su infame reino sólo tengo que fingir una simpatía por su despreciable presencia. Siendo aún tan horrenda, no puede resistir el estar en la soledad. Evitando sus dulces palabras –que no son muy eficientes después de oír sus bramidos anteriores- me escabullo poco a poco hasta llegar a la orilla del tazón resbaladizo.
El rayo de luz llega cuando estoy en apuros –a veces no logro verla pero siempre es ella la que me libra- y me ayuda a escapar de las corrientes que alimentan aún más los dominios de la kreatur –así la denominó un viejo amigo alemán-. Escalo sin dificultad hasta la cima del tazón y agradezco a la luz por ayudarme. Quisiera que en ése momento se acabara la travesía diaria, pero no es así. Después de escapar, de la asquerosa presencia de la bestia acuática, me repele un potente viento que me manda hasta los interminables muros de azulejo. La caída que recibo al caer en los pies de dichos muros es cada vez más dolorosa –y espero que un día cese el dolor-. El abismo que yace en el centro se abre y deja salir un sin fin de seres alados, algunos horrendos y otros esplendorosos. Mi vista suele ser engañada por las ilusiones que provocan los mismos seres. Casi siempre sucede, ya que emergen las más vistosas criaturas, y tras volar unos cuantos minutos pierden su falso plumaje para mostrar una carne deteriorada que apenas puede sostener los débiles huesos de éstas. Ellas mismas se hacen llamar “Geier” y se dicen ser un solo cuerpo. Las primeras veces que llegaba a ése vacío solía perder mucho tiempo siguiendo las indicaciones de las “Geier”, pero la experiencia me ha fortalecido y me ha dado sabiduría.
Los otros seres son más confiables, aunque algunos son ingenuos, molestos –en un modo muy extraño- y despreocupados. Por confiables me refiero a que son menos peligrosos.
Todos me atacan sin compasión, aunque algunos solamente salen a merodear en ese tiempo que me veo cautivo en mi propio baño. Sus gritos son tan agudos que se penetran hasta tu cerebro paralizándolo. Cubrirse los oídos con las manos es un acto fútil, sólo queda correr esperando que las ondas sonoras no te atrapen.
Algunas se acercan como polillas a la bombilla eléctrica y con sus garras terminan destruyéndola, obligándome a reponerla cada vez que la rompen. Cuando sucede esto todo se torna oscuro y lo único que se puede ver en las tinieblas son las macabras sonrisas que brillan. Ésos gestos –pues no sólo son sonrisas- me asustan mayúsculamente.
En la plena oscuridad iluminada sólo por esos gestos demoníacos tengo que correr constantemente para evitar ser lastimado. Al igual que la kreatur, vociferan obscenidades inconcebibles por la humanidad y tratan de desalentarme para que no tengan que volver a las profundidades del abismo.

— ¡Bellaco! –Grita la multitud-.

Trato de gritar, pero el miedo que me carcome por dentro lo hace imposible. Con chillidos y risas me hacen arrodillarme desahuciado. Es ahí cuando pienso que todo acabó y de nuevo la luz me salva como siempre.
Ayer sucedió algo inesperado, ya que después de que la luz acabara con todas las criaturas voladoras –pues es como una un rayo que erradica todo a su paso- apareció una puerta que se abrió sin demora y me invitó a entrar.
Me llevó a un cuarto donde fui recibido por un caballo sonriente –la sonrisa era desagradable y el sólo verla me incomodaba- y una cabra. El caballo merodeaba por una extensa pradera repleta de delicioso pasto color blanco, pero jamás quitaba su mirada de mí. La cabra me observaba al igual, y con sus pezuñas hacía resonar el metal sobre el cual estaba parada. Habló de esta forma:

— Oh hijo errante, tú sabes que eres mío. ¿Acaso no recuerdas que practicas mis ideales? Yo te he criado con mis pensamientos. Yo te he alimentado con mi mente. Te he nutrido de inteligencia excepcional.

Dejó de hacer ruido con las pezuñas y comenzó a susurrar:

— Mira mis ojos vacíos –se tornaron de color blanco como el vacío en que me encontraba- y sueña con ellos, no dejes que se extravíen de tu mente. Te daré lo que quieras, ¡oh, si sólo besares mis hermosas pezuñas que te harán soñar con lo más deseado de la humanidad! ¿Serás uno de mis tantos seguidores, formándote en uno de mis numerosos pelos de mi pellejo?

No pude desviar mi mirada de la cabra hasta que ésta bajó su cabeza para comer un poco del peculiar pasto blanco. Llegó el caballo y su sonrisa desapareció, ahora se veía triste y melancólico, como si hubiera perdido algo preciado. Se acercó a mí y relinchó, pero se oía desanimado y débil. Vi sus ojos y noté que estaban sangrando. La cabra caminó por la pradera y procuré no verla más. Volteé la mirada hacia el caballo de nuevo, éste se paró sobre sus patas traseras y gritó con una voz humana: “¡Aléjate de la cabra!” –dijo con un pavor indescriptible-.
Esa advertencia me turbó, podía ver al caballo llorar increíbles cantidades de lágrimas mezcladas con sangre. Se dio media vuelta y huyó hacia la interminable pradera blanca. Escuché que algo corría detrás de mí, observé hacia atrás y vi a la cabra que se me acercaba. Su pelaje se erizó y comenzó a derramar un extraño líquido color negro, y al caer una gota del líquido en la pradera, ésta se tornaba negra al igual. Corrí hacia la dirección del caballo con todas mis fuerzas, y mientras avanzaba, oía a la cabra gritar blasfemias contra el caballo. Tropecé y la cabra colocó sus pezuñas en mi espalda y dijo:

— Mi buen mancebo, dame un poco de tu sangre, te daré la inmortalidad que muchos hombres buscan.

Pensé en todas las cosas que podría hacer con semejante don – ¿debería llamarlo así?- y accedí. La cabra se hizo a un lado y me dio una pequeña cuchilla. Corté mi mano y manché su pelaje con mi sangre. “Ya no hay vuelta atrás” –dijo la cabra y desató una sonrisa- .
Aparecí con mi tamaño habitual en mi baño, y desde entonces ya no puedo ver la luz de nuevo. Mi mano que usé para adquirir la inmortalidad se tornó negra y algunas veces me habla. Entre las cosas que me dice, sólo una frase entiendo, y dice así: “No existe tal cosa como la inmortalidad con mi amo, y nunca existirá. Sufrirás lo que él sufrió por años, pero no habrá escapatoria de ese dolor”.
La mano me impide ser feliz, y la inmortalidad tan prometida se volvió una desgracia. Las advertencias que me fueron dadas no les presté atención. Ahora trato de olvidar mi sufrimiento eterno. Pero jamás podré…

Texto agregado el 13-09-2011, y leído por 63 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-09-2011 Muy bueno...me causó gracia la sonrisa de la cabra. filiberto
 
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