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EL ALJIBE
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(Estampa Colonial)

1 — EL ALJIBE

El sol declinaba tiñendo de colores al cielo. Los sauces comenzaron a recortarse sobre el firmamento aún luminoso, como duendes gigantescos que dominasen al paisaje. En el vacío del patio de tierra, el aljibe dejó crujir su roldana mientras la chinitilla de trenzas muy negras y piel mate, llenaba los cántaros de agua. Su figura silenciosa, casi transparente, era contemplada desde el parral por Eusebio.

Adentro del rancho grande de la Posta, los cánticos evidenciaban en su jolgorio el final de esa travesía. El regreso al Tucumán. La plácida existencia volviendo para todos ellos, y que llegaría en unos meses más, a hastiarlos. Pero por ahora estaban eufóricos. El patio y el parral se estremecieron, mientras la jovencita iba llenando sus cacharros con total indiferencia hacia los corales de los caravaneros.

Las carretas alineadas mantuvieron sus vigías y eran controladas por el ojo alerta de Eusebio. Pero la imagen solitaria de la chinita en el aljibe, logró cautivarlo. Y fue acercándose hacia ella con el paso certero de mulato elegante y adornado, armado de pistola, vanidoso y altivo. Jefe de la comitiva. Autoridad de toda la empresa.

Allá campo afuera, en el largo camino desde el Tucumán al Alto Perú, Eusebio imponía sus ideas y Don Marcos, aún él —el Encomendero— las acataba. Era la cabeza de aquella caravana y su mirada obscura y penetrante, luminosa como estrellas en la noche, había colocado su centro de atención durante este descanso, en la chinitilla que vaciaba el aljibe llenando de agua los cántaros rojos.

2 — LA CHINITILLA

La jovencita pareció no advertirlo, a pesar de ser los únicos que se hallaban en el patio terroso. El atardecer destacó sus dos figuras. Ella pudo ver con la cabeza inclinada sobre el aljibe y los cacharros, en pausado disimulo, moviendo sus párpados rasgados a través de las tupidas trenzas, cómo danzaban los hombros fornidos del mulato acompañando sus pasos resonantes.

Pero no se irguió al tenerlo a su lado. Ni manifestaba inquietud alguna. Sin embargo percibiría sus grandes manos articuladas de fuertes nudillos, y el brillo metálico de su pistola.

Inquieto por tanta indiferencia, Eusebio se fue apartando un poco, permitiendo así que ella perdiese el miedo y levantara su frente. El contraste de dos mundos, de dos razas de temperamentos dispares, se evidenciaba en la forma de comportamiento. La audacia del mulato había sorprendido a la mestiza.

La caravana debía partir a la semana siguiente por ser ésta la última Posta grande del recorrido. Descansados los bueyes, engrasadas las carretas, bañados los caballos, aireados los aperos. Pero Eusebio, que era el jefe de la partida, buscó la forma de demorarla. Estaba realmente conmovido con aquel temperamento esquivo, silente y meditabundo de la chinita, tan distinto al de las mulatas de quienes se hallaba acostumbrado.

La chinitilla carecía de palabras pero tenía fijeza de miradas. Eusebio no lograba penetrar en el contenido de ellas, donde quizás nunca hubo (pensó) un lugar verdadero para él. La fragilidad de la jovencita con su porte descansado y simple, transmitían al inquieto y temperamental mulato, una suerte de distensión.

Contemplaba su piel mate, pálida, colorada e incolora al mismo tiempo. Su contextura de pequeños huesos que parecieran crujir en la fuerza atlética de los suyos. Para él, quien gustaba de alardes ostentosos y hacer gala de sus privilegios en la voluntad de Don Marcos, como su mayordomo... la sutilidad indiferente de la mestiza, rayana en la indolencia, ofrecíale un cuadro desconocido.

Cuando partieron finalmente —porque Don Marcos dio por satisfechos los placeres de su favorito— la figura aérea de la jovencita del aljibe recortábase a la distancia, sobre el patio de tierra, junto a sus cántaros rojos. Eusebio la contempló atentamente, comprobando en ese momento, que ella se hallaba en la misma posición como la conociera, sin que la chinitilla levantase su cabeza en dirección a la caravana que se alejaba por el horizonte.

3 — LA MERCED

Don Marcos de Ferreira, el Encomendero, puso orden en la vida de Eusebio una vez que las carretas estuvieron suficientemente lejos. El arribo a destino, esa alegría de llegada a la Merced, aquella tarea de distribución de una variada mercadería transportada desde el Alto Perú, el entusiasmo de quienes los aguardaban —todo en su conjunto— fueron razones valederas para borrar a la chinita y su aljibe, en el pensamiento del mulato.

Necesariamente preocupado, Don Marcos, con la esplendidez de los ganaderos del Tucumán, llenó a su favorito de regalías. Y lo vio adornarse con un lujo de mayordomo coquetón, para los festejos subsiguientes. Toda la Merced homenajeaba a los caravaneros, después de largos meses de espera: Bailes y asados en el patio grande de la casona. Cuadreras y sortijas. Palo enjabonado. Humita. Locro. Zanco. Dulce de leche. Las mesas se sirvieron con el Vino del Rey elaborado por los jesuitas en Jesús María.

Los habitantes de las Mercedes Reales en el distante cono sur sudamericano de aquellos siglos, tenían una suerte de existencia propia —como carácter de comunidad— donde el Encomendero no ejercía el papel de un patrón, sino de patriarca. Bautizaba, bendecía uniones, juzgaba en delitos y debía pensar en nombre de esa comunidad aislada de todas las ciudades. Era una auténtica sociedad que exhibía valores, tanto como mutuas responsabilidades adquiridas siendo conscientes de pertenecer todos a una misma hermandad, donde cualquier visitante era considerado un forastero. Alguien difícil de asimilar.

La Merced de Don Marcos de Ferreira recobró su ritmo. La carne salada se transformaba en charqui. La leche de vaca en cuajada. La leche de cabra en quesillo. Los cueros salados se secaban y curtían. Don Marcos recorría la heredad desde el alba, como activo productor del Tucumán, una provincia que recién comenzaba a crecer y producir. Y su esclavo Eusebio con una pistola en la mano y un látigo en la otra, en su papel de mayordomo, era su permanente escolta prohibiendo el ocio.

Su presencia felina y africana de estampa angola, infundía una mezcla de temor y jolgorio. A la noche, con su letra ornamental y graciosa, daba forma a la correspondencia de Don Marcos que luego éste rubricaba con una caligrafía mucho más sobria, antes de entregársela al Chasqui.

4 — LA CARAVANA

Cuando el charqui estuvo terminado y los cueros secos pudieron encimarse unos arriba de los otros, la caravana de la Merced de Ferreira alistada en su pampa verdosa, más al sur del río Suquía, se hallaba nuevamente presta a partir. Con bueyes jóvenes y cargamento elegido. Con yeguarizos recién castrados y seleccionados. Habían transcurrido largos meses llegando a depurarse los sentimientos de sus distintos habitantes. Los que partían. Los que quedaban.

Comenzaría el receso para los chacos, las chacras y los tambos. La peonada mestiza satisfecha con la producción en aquel año, daba por concluida su tarea. Los más jóvenes bajo las órdenes del atlético mulato Eusebio, emprenderían la marcha. El gauchaje aguerrido lanza en mano, preparábase para la aventura del camino y los acechos astutos de “Zupay” —el diablo criollo— quien disfrazado de jinete gentil aparecía de improviso, dispuesto a “dar una mano” en la empresa en cualquier inconveniente de la misma. Pero, al aceptarlo ... él pícaro diablo se llevaba consigo un alma desprevenida hacia su morada del Averno, galopando sin parar en su potro negro.

Los mulatillos desperezaron su modorra habitual en la Merced (ya que estaban sólo al servicio de la familia), colocándose orgullosos sus galas de cocheros. Trajes rojos, botas negras y muchos botones de metal brillante. Los niños y los ancianos quedarían el cuidado de las mujeres de la Merced. Hembras imponentes acostumbradas el rigor de la pampa en el aislamiento del “Tucumanao” (la zona limítrofe del Tucumán) de aquellos siglos.

La caravana iniciaría su marcha hacia el Alto Perú saludando primero al Prior de la Compañía de Jesús al llegar a la ciudad de Córdoba, ofreciéndole sus servicios. Sin que por ello las carretas ingresasen a la ciudad universitaria. Sólo lo harían Don Marcos y Eusebio.

Clareaba. El lucero del alba se apresuró en despedirlos. Repartiéronse las armas entre los viajeros y los residentes. Don Marcos no portaba ninguna, llevaba a Eusebio en su carruaje privado muy provisto de pistola. El más viejo entre los habitantes de la Merced, antiguo caporal ya casi centenario, dijo a los caravaneros palabras acordes con el momento, mientras los bendecía con un rosario en la mano para orar por ellos.

La primera carreta abrió el rumbo, cuando Eusebio aún limpiaba su pistola, con sus obscuras manos recortadas de músculos. Detrás de ellas partirían todas las otras como siempre lo hicieran. El largo camino hacia el Alto Perú, que los fascinaba por su cuota de emoción y aventura, abríase delante de ellos para volver a atraparlos.

Cuando comenzaban a dejar a sus espalda el río Suquía con su verde foresta, les pareció a todos que el inmenso Tucumanao era en sí mismo un viaje completo. Sin embargo recién estaban al comienzo. Faltaba mucho para llegar a la Salina Grande y entrar en el verdadero Tucumán, y los sauces desde días atrás enriquecían el camino. La tierra era aún parda. El suelo denotaba mediante su húmedo frescor, la lejanía del salinar, pero ya la sed principiaba a dominar la comitiva.

Hacia el fondo del horizonte, en medio del atardecer violeta fue dibujándose entre las formas lloronas del sauzal, el parral del año anterior con su aljibe recortado en silueta.

Los ojos brillantes como diamantes negros y algo saltones, del mulato engreído y jovial, parecieron despertar de improviso desde una prolongada siesta que habíalo adormilado, en esa etapa del viaje. Mientras a su lado Don Marcos vigilaba el camino. Luego de sucesivas reyertas del mulatón con la rebeldía de los cocherillos y la terquedad de los gauchos arrieros que custodiaban la comitiva. Todo ese conjunto que hallábase bajo sus órdenes y debía obedecerle, se alivió ante la presencia de la Posta.

Eusebio al divisarla quiso bajar enseguida, pero como niño temeroso dirigió su mirada hacia Don Marcos sentado a su lado, buscando una disculpa. Luego recostóse sobre el respaldo del asiento, dominando su impaciencia, y dejó que el carruaje llegara a su punto.

El patio de tierra estaba igual, con su color brillante. Los parrales comenzaban a descansar luego de haber dado sus frutos. El aljibe ofrecía su frescura. Pero la chinitilla habíase ausentado dejando su lugar dentro de aquel escenario. El changuito que la reemplazaba, al preguntar por ella, les comentó a ambos viajeros:

—“Se ha retirado hacia un ranchito solitario, ubicado junto al último sauce, con el niño negro que alumbró hace tres meses. Yo puedo acompañarlos”

Pero Don Marcos meneó la cabeza contestándole:

—“Será el día de nuestro regreso desde el Alto Perú. Pues llegamos aquí de paso hacia un largo camino y deseo aprovechar al noche fresca hasta llegar a la siguiente Posta, antes de aventurarnos por el salinar”.

La Salina Grande los envolvió en su crepitar blanco. Habían ya dejado a sus espaldas el aislado Tucumanao, frontera sur de esta provincia. La tierra detrás de aquella inmensa salina tornaría a volverse roja, y atravesaron todo el resto del Tucumán, luego de saludar al gobernador en la ciudad de Santiago del Estero. El Camino Real los iba llevando paso a paso. Semana a semana. Se irguió en altura. La imponencia del Alto Perú con su altiplano, estaba ya próxima mientras esos dos hombres, Don Marcos y su mayordomo Eusebio, acompañábanse en silencio.

Las hermosas y pobladas ciudades del Altiplano salieron a su encuentro ofreciéndoles la faz multinacional del Virreinato del Perú, donde esta inmensa geografía colonial tenía su asiento. Chuquisaca y Potosí, las ciudades más amadas por los habitantes del Tucumán, oyeron los pasos de aquella caravana de Ferreira dirigida por dos hombres que parecieran esta vez, con demasiada prisa para gozarlas.

Comenzó el regreso. El “Potoche” cargado de plata y oro, los despidió intrigado. Los Oidores de la Real Audiencia de Charcas vieron con sorpresa, la forma expeditiva como Don Marcos despachaba sus trámites. Pero el regreso sería lento a pesar de todo, las carretas y los bueyes determinaban el tiempo y la Salina Grande el Promedio.

5 — EL NIÑO ZAMBO

Cuando los sauzales pelados comenzaron a divisarse en la última Posta de la salina, Eusebio pareció despejar su pensamiento. Había hecho todo el viaje de ida y vuelta sin articular palabra, ensimismado, indiferente, a pesar de su impaciencia con los cocherillos y arrieros de la comitiva, pero sin ocultar su estado depresivo. La emoción de la llegada a ese lugar fue en él notable. La inquietud iba a devolverle su gallardía y las promesas que recibió de Don Marcos, lograrían estimularlo.

Descendió altivo y casi despótico, como todos estaban acostumbrados a verlo. Sonrieron gustosos los mulatillos rebeldes y se alegraron los gauchos ariscos, pues en conjunto preferían su ira protectora a su depresión indiferente. Bajaron sedientos y hambrientos, emocionados de hallarse en la última Posta del salinar, lo que les anunciaba la cercanía de la Merced.

Al llegar la hora de la Oración, cuando el receso adormeció la Posta y en el patio los caravaneros llenaban el aire con sus cánticos, Don Marcos y Eusebio llamaron al changuito encargado ahora del aljibe. De inmediato el muchachito se puso en camino guiando a los dos hombres, hasta el ranchito que anteriormente indicara. El paisaje yermo del salinar estaba iluminado por ese oasis de la Posta con su avenida de sauces. Y mientras iban detrás del changuito en pos de la chinitilla, la sugestión del campo silente y parco en aquel atardecer, les hizo advertir la presencia melancólica de Pachamama quien hablábales sin emitir su voz, con un mensaje mudo hecho de pensamiento.

Finalmente llegaron. Allí concluía el sauzal. El paisaje era yerto, solitario y vacío. Advertíase un rancho pequeño casi tapera, un horno de pan hacia un costado y un aljibe pequeño en el otro. De pie junto a la puerta del ranchito, tapada sólo con una esterilla, la chinita arrullaba a su niño “zambo” sin mirar a Eusebio. La mestiza recorrió el patio de tierra seca yendo luego a apoyarse junto al horno de pan que no ardía, sobre el cual depositó al gurí. En el tiempo detenido, sólo la chinitilla estaba presente allí con su obscuro hijo. Los visitantes no existían para la ella.

Eusebio acercóse temeroso hacia su hijo. Pero sin tocarlo, pues la madre le hizo un ademán de negación. Observó absorto el cabello muy negro y lacio del pequeñuelo, semejante al de su madre. Los ojos rasgados de ella y el obscuro color de piel que evidenciaba los genes de su padre. Las manos del gurisito eran grandes a pesar de su pequeñez, pues habían heredado las suyas. Era un niño zambo y hallábase entre los primeros nacidos en el Tucumán, con esa síntesis indoafricana. Y él comenzó una larga plática con ella. La mestiza meneaba en todo momento la cabeza señalándole el camino, indicando al progenitor de su hijo que se alejara de allí.

Don Marcos intervino entonces, con la seriedad que siempre lo caracterizaba:

—“Eusebio ...¡No insistas más!... Los habitantes de la soledad no pueden vivir en una Merced. No saben colocar su vida en una convivencia continua. Hora a hora. Día a día. Año a año. ¡Es distinto para nosotros Eusebio! Somos un todo. Formamos un núcleo ... Ella es hija la Posta, del silencio, del salinar. Su compañía es el sauce. La tarde. El mediodía. La Luna. El espacio ... Nuestra compañía en cambio, Eusebio, será siempre la humana. Tenemos un ritmo, una continuidad y una movilidad. Vivimos dos historias diferentes.”

El obscuro tinte del mulato semejó fundirse en la noche próxima. Era su noche. Quizás la única.

Eusebio miraba la inerte soledad de la jovencita del aljibe donde sólo el sol saliendo y entrando, parecía proyectar un movimiento diario. Por un momento se puso a pensar, qué sería de su vida en esa dimensión si él decidiera quedarse allí, junto a ella. Pues tal fue una de las propuestas que hiciérale Don Marcos, para conformarlo...

Entonces se vio a sí mismo aguardando las caravanas. Llenando cántaros de agua para la sed de los caravaneros. Contemplando siempre el vacío del lugar. Viendo la dinámica de los otros, ajenos siempre a él. Extraños a quienes amar por un día, y amos transitorios a quienes servir. Obedeciendo las órdenes perentorias de los otros mayordomos, gritones como él, mulatos como él, pero ahora en un papel servil muy diferente. Sintiendo además el rechazo propio de los mestizos del lugar, huraños con la gente que no es nacida en ese pago.

Era el precio de su libertad, de su condición como manumitido, que Don Marcos en la mutua fidelidad de ambos, estaba dispuesto a concederle... Y desechó el pensamiento.

Emprendieron el regreso. Los sauces mudos, los veían pasar. La sobriedad del escenario los observaba extrañada. Eusebio volvió la cabeza para observar el ranchito solitario. Entonces vio a la chinitilla nuevamente junto al aljibe llenando un cántaro de agua. Todo allí continuaba intacto, como si el mulato nunca hubiera llegado para conocer a su hijo zambo, o como si la chinitilla no hubiese percibido su llegada. En ese mundo detenido en el tiempo, las ramas de los sauces sin hojas indicaban el único movimiento del entorno. Y todo continuaría igual.

El mulatón palpó su pistola, recobrando su ánimo. Recordó que él era el mayordomo de la caravana de Ferreira, en tránsito por el Tucumán y presta a llegar al Tucumanao. Pensó entonces en los mulatillos y en los gauchos, que durante su ausencia habríanse indisciplinado... y dirigió su mirada hacia la caravana que reposaba junto al camino.

La chinitilla del aljibe, quedó lejos, en su mundo



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Alejandra Correas Vázquez



Texto agregado el 20-09-2011, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-09-2011 Me has llevado a la época colonial y sus vaivenes. Me encantó la historia. filiberto
20-09-2011 Eso del niño zambo y la carvana... una procesión y un zambito... carelo
 
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