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Inicio / Cuenteros Locales / mibicivuela / de la secreta deriva al delirio sagrado

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Y de pronto. El viento se detuvo. Nosotros seguimos apenas un poco más. Ya se sabe. La costumbre de la inercia, la lenta caída de la bala de cañón, la parábola que sobrevive quizás a su última palabra. Un poco más. Y entonces nosotros ahí. También nos detuvimos.

Nosotros. Esta fútil embarcación a vela y yo nos miramos cara a cara. Y encontramos tan sólo un gesto inútil flotando en el vórtice de la insignificancia. Éramos solamente un punto fluctuante en ese océano que se sumía en una calma cada vez más desesperante. (Incluso las mareas parecían detenerse en aquella inmensidad sin límites ni relieves. En aquella repentina condensación como de estatuas, de instantes eternos, de imagen de sueño verídico y recurrente como lámina de un cuadro).

Y de pronto era así. Sin viento. El velero era apenas una isla -desconocida y diminuta-.

Y yo estaba irremediablemente solo.

La palabra eternidad debería ser interminablemente impronunciable. Un murmullo imposible donde todas las voces y sonidos convergieran simultáneos, amalgamándose pastosamente y aniquilándose uno a uno hasta alcanzar el más absoluto silencio. Debería callarme entonces pienso. Aunque -de todos modos- hablarle al mástil, al espejo, o a un punto fijo y vacío en algún sitio próximo al horizonte, sea lo mismo que cerrar esta maldita boca. La eternidad. La eterna palabra. La inmortal necesidad del cuerpo de soltar su torpe melodía más cargada de sentido que de música. El discurso infatigable, terminante y paradójicamente fundacional. Al principio fue el Verbo dicen. Pero claro. Entonces el tiempo, el número, la persona. Y una acción pronta a realizarse, realizándose, o acaso ya acabada. Y claro. Ahora -en este instante perpetuo, en este presente continuo e inmutable- es impensable emprender acción alguna. Es la eternidad sospecho. Y yo no tengo nada por hacer.

Y en eso caía la noche. Y me aplastaba como manta de gigante. Y pese a todo. Lograba mal o bien conciliar el sueño.

Una bandada de aves oscuras estaba por entonces en plena odisea migratoria, atravesando la vastedad del mar, cortando los aires, aprovechando las aéreas corrientes siempre y cuando les fueran favorables. Ya se sabe -o en todo caso se imagina- que un viaje de tal envergadura es un desafío más que fatigante. Y más si se hace solamente con los propios medios.

Así fue. Poco antes del amanecer, esa flecha cansina toda plumas picos y ojos brillosos como vidrios, apuntó certeramente en el blanco de un bote encallado en las aguas de un océano más quieto que las dunas de un desierto. Y entonces aquella flecha perdía repentinamente sus líneas, enmarañándose, volviéndose un torbellino alocado de aleteos negros y graznidos. Hasta que uno por uno fueron haciéndose un hueco para acurrucarse y hallar la tibia promesa de reposo, descanso, y esperanza. (Si es que los pájaros precisan hacerse también ese tipo de ilusiones).

Veo el galope. Allá en el camino la nube de polvo es la estela. La luz que refleja la armadura es etérea y galopa radiante a través de la noche. Sutil como un grano de arena. Feroz como todo un desierto. Y galopa más allá del camino -pie sensato no se ocupa de huellas- y se acerca. Su cabello de viento es fugaz y rasante como un caballo de fuego. Me abrasa arrasante me besa. Lo siento. Me embiste lo acepto me viste me envuelve en la completa desnudez. En el destello de luz me atropella y riendo. Siento que grito: Arre! Arre!

El sueño se desvaneció con los primeros rayos del sol, obstinados en atravesar como dardos afiladísimos estos pequeños escudos que bajan sobre mis ojos. Los párpados se me pusieron anaranjados y luego se abrieron de par en par.
Dejándome somnoliento y desconcertado en medio de aquel enjambre misterioso e inescrutable.

Todas esas aves parecían estar cada una en el más profundo de los sueños. Y me pregunté qué clase de cosas soñarían (si es que también albergan ensoñaciones en esas cabecitas que hunden en sus propios almohadones de plumas). Pensé fugazmente en una cabalgata. Miré nuevamente en derredor de mi velero tapizado de latidos apagados y gorjeos silenciosos en aquel amanecer de un cielo en llamas sobre un mar petrificado.

De pronto. Estaba despierto. Y no había ni una gota de viento.

Creo que falta la palabra justa. Esa que defina esta clase de experiencias que -por únicas- son prácticamente inclasificables. Digo. Esa especie de desesperación ridícula, el límite grotesco de un humor inhumano, la soledad absoluta donde toda imagen tiene consistencia de sueño y toda extrañeza parece más bien una alucinación. Falta la palabra. Sin embargo es posible aproximarse –así sea con un torpe rodeo- a fuerza de comparaciones. He aquí la cosa: Despertarse en un sitio idéntico al mismísimo medio de la nada; rodeado de lo que parece ser una nube negra y calamitosa (en realidad sabemos que se trata solamente de un montón de pajaritos, que mirándolos detenidamente son de algún matiz tornasolado); y con un aire tan quieto que hasta el respirar se hace dificultoso. Es sencillamente como para volverse loco.

Así que me levanté. Parado sobre la cubierta tan atestada de plumíferos que no había ni espacio para mover los pies, comencé -y ya no había vuelta atrás- a soltar toda clase de relinchos y vociferaciones. Y a dar unas sacudidas incontrolables, dignas de un ataque de histeria. O de epilepsia.

Y se levantó al unísono un torbellino de alas y picotazos que inundaron el ambiente de estridencias y de plumas. En esa confusión desaforada todos parecían saber exactamente como controlar sus aleteos. Menos yo. El resultado: La bandada subía en espirales cadenciosos, ascendía en una danza hermosa e instintiva, buscando la inminente salvación de las alturas. Y yo me quedaba temblando boca arriba, estremecido como un pez fuera del agua.

Fue ahí cuando ocurrió el milagro -para entonces ya todo se me antojaba mágico, irreal, plausiblemente alucinado-. Y alguien suplicó -quizá incluso yo mismo- y lloró y que por favor y que por todos los santos del universo. Y entonces dios, o sólo el cielo, o el azar omnisciente e impredecible, respondió con algo que no llegaba a saberse suspiro o bostezo.

Tumbado junto al mástil veía formarse unas líneas allá arriba. Y mirando un tanto más abajo descubría que la vela ya se henchía. Y allá arriba nuevamente había una flecha que apuntaba exactamente en la dirección que ahora -sagrado momento- avanzaba esta pequeña embarcación apaciblemente en la marea.

Se acercaba el mediodía. Y por delante restaba tan sólo hallar el camino de retorno a tierra firme.

Texto agregado el 26-09-2011, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-09-2011 Encuentro que hay ideas y frases muy buenas... Quizá un poco sobrecargado, pero eso ya es cuestión de gustos... nomegustanlosapodos
 
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