Una tarde cualquiera me aventuré con mi abuelo en una callejuela de España. Ignoro cual era, pero me sentí atrapado por esa atmósfera cálida, gustosa. Los trabajadores deambulaban a paso lento y parecían abstraídos por sus quehaceres. De algún lugar lejano se desgranaban las notas vibrantes de un pasodoble, las que le hacían mucho sentido a esa naturaleza florida que orillaba la calzada. Un viejecillo que portaba en su cabeza una negrísima boina, leía la prensa y dos mozuelas pasaron cuchicheando por nuestro lado, sonrientes y lejanas.

En rigor, jamás fui a España. De hecho, el ensueño aquel finalizó en el mismo momento en que la música cesó y me encontré de nuevo en las callejuelas de este Santiago casi costumbrista. ¿Fue el déjà vu de alguna vivencia pasada? Nunca lo sabré.

En otra ocasión, soñé que alojaba en un departamento pequeño, modesto, pero muy ordenado. La impresión me sobrevino cuando me levanté de mi lecho y al asomarme a la ventana, vi a lo lejos, enorme y majestuosa, la torre Eiffel. Nunca he podido olvidar ese sueño, y es como si hubiese estado allí realmente.

Sé que Europa está muy lejana para mis posibilidades y por lo mismo, cuando puedo, me embebo con la multitud de etnias y costumbres que conviven en ese continente. Me encantan los documentales que me trasladan a dichos lugares. Sin embargo, ningún paisaje ni ninguna ciudad, ni nada que se muestre en tales programas, me parecen más cercanos que aquellas dos vivencias que conservo tan arraigadas dentro de mi acervo…