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“It’s a hard day, nothing but a hard day”

Te vi sintiendo el frío de la mañana. Todavía dormías porque no tenías que trabajar ese día. Vi como te tapaste los pechos con la frazada, como expiraste y casi entendí tus sueños. Desde la cocina sentí como te levantaste y cubriste tu cuerpo desnudo con una vestido blanco como tu esencia tan pura. Oí el correr del agua, tus manos frotando tu cara y percibí que te acercaste al espejo para escrutar tu piel de acrílico. Tu silencio mudo me asustó, como la casa vacía, como el secreto del invierno. Te acostaste, abriste de par en par el diario y oliste el café que, preparado como a vos te gusta, reposó en tu mesa de luz algún rato. Después, te acomodaste y talvez celebraste cuando escuchaste mis pasos en el pasillo del edificio, el aullido de la suela con el suelo, y entendiste que me fui sin saludar. A pesar de eso para mi eras todo.

Mas tarde, con cierto esfuerzo, abandonaste la cama, su calor, su amistad, y te sumergiste en el agua caliente que te esperaba a punto en la bañadera. Disfrutaste en silencio. Estabas algo triste. El reloj te sorprendió, saliste de un salto y optaste por envolverte en la toalla algodonada. Te pusiste ropas cómodas, esos jeans azules que tan bien te quedaban, la remera escotada inmaculada y los zapatos de charol. Un poco de rouge mojó tus labios. El delineador negro resaltó el color celeste de tus ojos y te hizo aún más bella. Algunos retoques innecesarios en tu pelo castaño. Y perfecta. Tan perfecta. Compraste seguridad frente al espejo, le diste sentido a las llaves de la casa, la puerta se cerró, y te fuiste sin suspirar.

Y yo dejé de verte, ahora para espiarte. Porque quería mirarte hasta el último detalle, quería abrazarte con los ojos y en un ataque impulsivo, talvez correr a la otra esquina y besarte. Pero vos estabas ahí y yo acá. Saludaste a Román con un gesto indiferente. Cruzaste la calle imprudente. Y un auto. Que justo llegó a frenar. Casi no te perturbaste. Te disculpaste con una sonrisa compradora y al pisar la vereda prendiste un cigarro. La imagen sigue intacta en mi frente. La escena, como una película incesante, no terminaba. Ibas caminando, suelta, revuelta, contenta. Fue en esa esquina, en la de Córdoba y Maipú donde pasó. Aparentemente tenía que pasar para que entendiera. Te miré sin pegar un ojo, mientras vos parpadeabas jugueteando con tu pelo. Inesperado. Lo enroscaste con tus brazos violentos, lo besaste con tus labios de araña, agitaste su cabeza con tus garras de león. Y yo lo ví. Pero de seguro vos no viste la reacción de mi cuerpo. Como mi corazón se dobló, como mis manos temblaron, como mi lengua salió de la boca sin avisar y mis ojos se desorbitaron. Caí. Tampoco, como mi espalda se puso firme y como mi cuerpo saltaba en el en el piso, retorciéndose, abajo, arriba, con los pies que golpeaban desorientados el asfalto. Un paro cardíaco innecesario, mortal. Y nadie me atendió, nadie me ayudó, la gente no me vio. Y vos con él. Y yo por morir… y muerto.

Con lagrimas en los ojos te vuelvo a ver. Ahora diferente, en aspecto y actitud. Me siento liviano. Talvez libre. Él quedó en su casa, cansado, en el sofá. Y vos arreglas tus ropas, acomodas tu pelo y ahora lloras, ¿Por qué?. No creo que estés arrepentida. Y caminas, incesante, caminas. Subís la escalinata interminable (tac tac tac) y entras en esa gran manzana negra, siniestra, con ángeles que protegen a los tristes, consolándolos en la pena, y esos panteones diminutos que cubren muertos. Las paredes son penumbra. Los cajones con flores no cesan, como tu nostalgia. Divisas uno con algunas flores marchitas. Tu ramo es grande, semejante a la persona que presuntamente conmemoras. Te acercas despacio, con respeto, en silencio. Yo de cerca y sin que me mires te espío. Y tu llanto rompe, como algunos pétalos que caen en el piso. Tu cara se cubre de agua. Tu pelo pierde ubicación. El delineador se corre aún más. Golpeas el roble. Tus rodillas por fin tocan el suelo, tus manos sueltan el ramo. Y gritas, pareces quebrada. Y gritas de melancolía. Gritas, gritas mi nombre, maldecís un tren inexorable, el mal funcionamiento de sus frenos. ¿Por qué mi nombre?¿Por qué ese tren? No entiendo. Y entonces, pienso, vuelvo, recuerdo…

…esa tarde de abril. El tren y su avance perpetuo. Nuestro auto paralizado en la vía, mis piernas sordas, quietas, que no corrieron, el movimiento torpe de mi muñeca girando las llaves que no despertaron, yo obligándote a que bajaras, vos cerrando la puerta, yo alentando tu huída. Desesperación. Mi mano forzando la manija negra que no abría, no abría, mi intento débil por romper el vidrio. Tu cara. Pálida, ajena de expresión. Y su paso. Contundente, arrollador.

…comprendo todo y ahora te entiendo. Esa falsa muerte, ese freno del inexistente corazón, mis ganas de seguir pegado a vos, a nuestras costumbres, a la vida. Y hoy soy sólo aire o alma, sin memoria, sin ganas de abandonar todo esto. Vivo como si estuviera, queriendo negar que no me ves. Y hasta llego a olvidar que no estoy, para sentirme persona. Uno más.

Agradezco esas flores.

Texto agregado el 26-10-2011, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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