Todos los días, a la misma hora, tomabas el mismo autobús que yo, y te bajabas una parada antes. Todos los días, a la misma hora, te despertabas, desayunabas, y peinabas tu pelo de cien fuegos. Todos los días a la misma hora, yo llegaba a la parada y te esperaba, miraba hacia todos lados hasta encontrarte.

Al paso del tiempo, te saludé, era lo mas atrevido que haría nunca, pero con tu media sonrisa tenia suficiente, pasamos tanto tiempo, tan cerca el uno del otro... Pero... ¿la distancia es relativa sabes? alguna vez, fuimos juntos en el autobús, tocándonos incluso, pero la distancia que nos separaba era mucho mayor, la distancia era directamente proporcional a saber tu nombre.

Cada trayecto de diez minutos era un constante debate entre mi mismo, intentaba decidir si debía preguntar tu nombre, o si estaba mas guapo callado. Los monstruos de la duda se comieron al gato de la curiosidad, y nunca me atreví a preguntarte nada.
Un día, mientras salías del autobús, se te cayó un pequeño corazón de chapa que colgaba de tu bolso, intente avisarte pero las puertas ya se cerraron, aislándome en aquel castillo metálico con ruedas, el cual un dic tuvo su princesa. Guardé el corazón en mi mano, y apreté con fuerza, para cargarme de valor para devolvértelo al día siguiente.
Pero no subiste... ni el siguiente, ni el siguiente, ni el otro... Desapareciste, y me dejaste vagando eternamente en mi nube roja errante, con el corazón de chapa clavado en mi chaqueta, y tu nombre desconocido clavado en mi memoria.

Hoy me muero de agonía
al saber, ciertamente
que hoy te pierdo,
en un día,
para siempre.