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Buenos Aires - 21 de septiembre de 1974.


Sentado en algún escalón de la escalera, escribo. El edificio se ve lleno de vecinos que han venido a “disfrutar” del trágico espectáculo apenas cuatro pisos más abajo. Nada puede silenciar la estridencia que provoca la ambulancia. Yo sé bien lo que está pasando, vaya si lo sé, pero carezco de valor. Valor que de algún modo debo encontrar para enfrentar el miedo, aunque me cueste, aunque sea una obligación. Debo hacerlo. El esfuerzo me ubicará en algún parte, me sacará de aquí, no quiero sin embargo, no deseo verme envuelto en el “melodrama “que se está construyendo. Allí. Abajo
Siempre supe que Rosario tuvo la intención de avisarle a Francisco, ese día tuvo la intención. Lo sé.
El matrimonio se había venido abajo desde siempre, o desde nunca, porque ni siquiera sé si alguna vez fueron algo. Lo cierto es que nunca voy a entender la cobardía de Francisco, no entiendo porque no fue capaz de darse cuenta a tiempo. Y es que Rosario solo era su vicio, el mayor de sus vicios.
Ahora la entiendo. Entiendo el sentimiento de desgarro ante los actos impuros de Francisco, ahora se de sus ganas de gritarle al mundo su maldita falsificada forma de vivir la vida. El, Francisco, el típico tipo solemne, circunspecto. Vivía la vida dentro del colectivo conformismo social, trabajador indiscutidamente digno del mejor elogio, el mejor maestro, el mejor esposo, el mejor padre… el mejor hombre, el mejor. Pero para ella, solo era él. Solo Francisco y sus miedos infundados en celos enfermizos que la enredaban en cualquier amorío inexistente, Francisco y sus vértigos, sus salidas de si, hacia ningún lugar, Francisco y la violencia completamente cobarde que se descargaba sobre el cuerpo de Rosario, sin sentido, desmesuradamente, en silencio, y en secreto.
Esa noche llegó a la casa, como de costumbre harto de tequila, con los ojos rojos y la camisa impregnada de humo; buscándola. Necesitaba burlarse de su propia cobardía por hacer de la infidelidad ya un ritual que se repetía noche tras noche, en algún bar escondido, donde solo desfilaban “fulanos de nadie”.
Y Rosario, tan inocente de todo, tan ingenua de todo. Esperando, siempre esperándolo. Por eso se que su mirada sollozante siempre le estaba avisando. Francisco fue un idiota, no lo supo ver.
Esa noche llegó a la casa, pero esta vez Rosario estaba ajena, con ganas de irse. El pegote de rímel sobre sus ojos la hacían lucir ojerosa, y el no tuvo que hacer demasiado esfuerzo para deducir que había estado llorando. Aun así, no le importó, lo único necesario era sentir su cuerpo, luego de haber sentido el cuerpo de alguna mujer cualquiera, de esas que se cotizan a buen precio.
Entonces sucedió. Un feroz forcejeo. Un ruido sordo y seco. Un grito. Un quejido. Su quejido. ¿Mi quejido? La escena final.
Escribo, aún escribo. Cuento minutos ¿Qué significan los minutos?, una suma de absurdos que ya no tengo ningún ánimo de calcular. No quiero pensar, no deseo hacerme cargo, no quiero sumar ni restar, no quiero nada, nada más. ¿Para qué? Carezco de la mínima voluntad que se necesita para sobrevivir.
Irreversible, la suerte cuando está echada, es así, irreversible, cara o ceca, verdad o mentira. La misma moneda. Igual. Abajo. Allí.
Escribo. Un asesinato. Un justificado crimen. Pero esta vez los roles se habían cambiado. Hoy la víctima era Francisco y Rosario, la culpable.
Escribo. Por impulso decidí bajar. Despacio. A propósito bajé despacio. No tenía ganas de que me vieran llegar. Sería el último, el demorado. El que llegaba siempre con la máscara puesta. ¿Por qué habría de presentarme de otro modo?, ¿para qué darles el gusto?, no deseaba que en la última escena me tuvieran lástima. Pensé que lo mejor hubiese sido seguir sentado en aquel escalón y quizás dormirme, porque cuando se duerme se está ajeno, no se tiene culpa. Las muertes que se tejen en los sueños no nos pertenecen.
Allí estaba la muchedumbre. ¡Ah!, la muchedumbre, esa masa de cabezas uniformes. Puntos, nada más que puntos. Superpuestos. Primeras filas colmadas para observar de lleno la tragedia, mientras que yo trataba de asumir mi rol dignamente. Allí estaba Francisco, semiespaldas al techo, mantenía los ojos entornados como si con ellos hubiese estado dispuesto a decirme algo. Una tela verde cubría su cuerpo hasta la mitad de la cintura. Quedó recostado sobre un brazo. Parecía descansar ¿en paz? Traté de pasar inadvertido, no era afecto a los rituales. Francisco, el tan apreciado Francisco para la sociedad; el tan repugnante Francisco para ella, Rosario. En cuanto a mí, ya no era él, ni él era yo, sólo era una triste semejanza con lo que aún soy. El que está todavía aquí. Escribiendo. Aquí. Escribiendo. Sí. Todavía.




Texto agregado el 14-11-2011, y leído por 67 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-11-2011 La suerte, cuando está echada es irreversible. Me encantó el estilo de tu relato glori
 
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