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Solitario como de costumbre, salió del autobús en dirección suroriente, rumbo a casa; ¿alba u ocaso? Horizontes inconclusos, difusos, diluidos, nada parecía tener sentido para Martin, y nada parecía realmente ser lo que era, aunque todo siguiera el mismo orden citadino. Caminó por la ruta predilecta junto a las fuentes de agua del corredor de piedra blanca, donde la brisa fuerte perturbaba la calma del agua, para formar un pequeño ir y devenir de ondas húmedas; al ir avanzando por la calle, encontraba personas siguiendo diferentes direcciones y rumbos desconocidos, caras adustas, desconfianzas naturales expresas.
Allí, junto al recodo de la calle, su heladería preferida, paso junto a los cristales que le separaban del interior y observo a través de los mismos habituales rostros sonrientes, de diferentes personas, que se regocijaban en el sabor de los olores cremosos. Justo en ese momento, se sintió distraído, acaso, alcanzo a precisar el aroma en el cuello de dos bellas mujeres que no pasarían desapercibidas, así su caminar fuera más presuroso que el habitual, todo el esplendor de su belleza se dibujaba a través de las sonrisas que generaba, quizás, la entretenida conversación que sostenían, desaparecieron caminando justo por el andén opuesto de la calle, marchando con dirección contraria a la suya.
Entonces, cruzo en la esquina con sigilo y reafirmo el ligero abrigo de plumas de ganso a su pecho, para esa hora la brisa descendía desde lo alto del cerro principal, donde las luces de la catedral advertían el exilio o la llegada de la noche, en las esquinas asimétricas se encontraban grupos no muy numerosos de transeúntes esperando la ruta expresa al sur, allí todos juntos, pero disueltos, compartiendo la fatiga del día y el afán de llegar a sus aposentos taciturnos, a salvo de la gélides exterior, donde el único resguardo a esa adversidad se fumaba intranquilamente en boca de unos solitarios, otros se reguardaban en brazos de su acompañante, otros solo musitaban palabras incomprensibles, desasosegados por el espanto de lo inconcluso de la hora exacta del día, y al tiempo aguadaban presurosos con las manos entrecogidas o quizá en los bolsillos, apretando las basurillas de los días pasados.
Doblo en la esquina, con la misma ligereza de siempre, con la que acostumbraba a escabullirse entre las multitudes; siguió su rumbo por la calle adoquinada, de casas adornadas con jardines marchitos y ventanales envejecidos, donde en algunas, jardines silvestres, espontáneos, con flores que bien podrían confundirse con pequeños girasoles, se afirmaban en el techo, donde no muchos lo advertían y sin que nadie cuidara de ellos ni de su crecimiento, esto quizá era huella del desarraigo o del olvido de sus habitantes, o solo versiones poéticas de alguna calle sombría, digna de una descripción en algún cuento de Poe.
Uno de esos ventanales se encontraba abierto, y a través de este, advirtió un rostro prisionero, deleitado por ritmos afro-antillanos, caribeños, de otras latitudes y sabores; se sorprendió un poco con la percepción de una expresión cálida en el lúgubre rostro del hombre, del cual siquiera alcanzo a distinguir sus facciones, debido a una distracción repentina generada al siguiente instante con el alboroto de una bandada de palomas que revolotearon hasta el tejado de la casa más antigua de la calle, donde a su vez engordaba el jardín silvestre más prospero en su techo, volvió a fijar su mirada en el frente, justo a tiempo para deslizarse en dirección sur, desbordando por la esquina occidental de la plazuela, donde se advertían aglomeraciones de gentes, sin divisarse muy bien a cual pertenecía cada persona, ni con quienes departía cada uno, ni las fronteras de los grupos sociales, en varios puntos de la explanada del lugar, el no ausente artista espontaneo, deshabituado de la disciplina de las academias, a su a su paso y con su presencia, dibujaba sonrisas pasajeras en las caras embriagadas, unos al inicio, otras en la lipotimia alcohólica, trasbocadora de sensaciones pasada, indeseadas, donde cada uno deshilvanan mediante la exhortación etílica de los fantasmas, de las encrucijadas freudianas, para adentrarse en la profundidad de ese tiempo, no definido del todo entre alba u ocaso. El ritmo seguía siendo antillano pero ahora era Bob Marley, impregnando el ambiente para traer consigo a los elementales, que llevaban su amasijo de irrealidad en las palmas de sus manos, el opio anestésico; unos y otros, exhalaban, inhalaban de un vaho formado del espíritu disestésico, distorsionado, disfuncional y de la vida que salía de los pulmones de todas las personas que habitan ese lugar; vapor místico, que a su vez era el alma del lugar y de la plazuela, en armonía con el entorno y sus matices.
Ya a la mitad del estrecho callejón empedrado advirtió como se alegraba desde su interior, porque justo como se había hecho costumbre en ese tramo del camino, una bella mujer, ahora de cabellera negra, dejaba permearse de toda la pasión de su acompañante, un hombre de cabellos rojizos, ondulados, desordenados y enmarañados por una lenta maniobra de seducción femenina, una caricia que lleno de ternura su memoria al recordarle la forma como la mujer que amaba solía besarlo y apretujarle su cabello; fue entonces, cuando sintió como la brisa avanzaba liviana colmando la totalidad del lugar a través de la calle de su destino, bajando presurosa por en medio de las casas, el coletazo invernal de los alisios ya había dejado huella en aquel lugar, el adoquinado ahora lucia humedecido, dejando escapar para ese instante los primeros vapores de la lluvia, precipitada hace un rato sobre la plaza, manteniéndola hasta hace pocos minutos desolada, ante el torrencial que había caído sobre ese sector de la ciudad, que para ese momento ya se encontraba de nuevo atiborrada de acordes, de susurros y carcajadas, de humos y de olores, de colores y de precoces sabios pensamientos. Se apresuro un poco, para buscar esa ausente sensación tibia en el regazo de la mujer que había dejado entre líneas de Cortázar y el parloteo musical de Billie Holliday. Subió la media cuesta de la calle, introdujo la llave en la oxidada cerradura, giro lento hacia la izquierda, tiro suavemente de la puerta, abriéndole para permitir que el aire que aun albergaba el aroma del perfume de la mujer llegara a lo profundo de su percepción olfativa. Cerró la puerta lentamente, queriendo no alterar el sueño de nadie en ningún momento, camino ansioso por la pequeña sala del lugar y cruzo por el corredor hasta la entrada de su cuarto, donde se introdujo con más sigilo que calma, en la oscuridad inesperada, donde parecía se habían refugiado los alisios invernales, haciendo correr las hojas de los cuentos completos de Julito, sin permitirle reconocer si era la voz del jazz o la del recuerdo de la presencia de la mujer, recuerdo que había mantenido ocupada su memoria y su ansiedad hasta ese preciso instante; que aun transmitía la calidez a su cama así su ausencia fuera la única certeza del lugar, en ese momento exacto.

Texto agregado el 29-12-2011, y leído por 91 visitantes. (0 votos)


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