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EL CAMINO REAL
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por Alejandra Correas Vázquez


1 — VIOLENCIAS VASCONGADAS
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Por el camino empedrado fue perdiéndose la comitiva de carretas que transportaba a los vascongados en un exilio involuntario, desde Potosí hasta el Tucumán. Era un larguísimo viaje por la ruta incaica del Camino Real, surcando medio continente sudamericano.

Atrás iban dejando los suntuosos frentes ornamentados de escudos. Atrás iría quedando la ciudad más populosa gobernada por el Virrey de Lima. La urbe más habitada del imperio español de ultramar.

¡La ciudad de oro! ¡La ciudad argéntea! La de la montaña de metal precioso ... POTOSÍ ... La del monte “Potoche”.

Una violencia extrema había vuelto a apoderarse en ella de sus rivales clásicos —vascongados y castellanos— que teñían de sangre esas suntuosas calles, conmoviendo a sus ciudadanos estables. Muy pocos por cierto, pero muy poderosos, quienes argumentaban su derecho a una vida regular.

Era muy difícil una vida regular en Potosí donde tanta población fluctuante y transitoria se juntaba. Donde tanto aventurero de regiones ignotas arribaba día a día. Donde tanta riqueza, como en ninguna parte de este Virreinato del Perú, corría a raudales. Vascongados y castellanos, como otras tantas veces, cruzaron cruentamente sus armas por ambiciones desatadas en esa ciudad del Altiplano, donde emergía un río de oro y plata.

Y una vez más los Oidores de la Real Audiencia de Charcas, determinaron practicar expulsiones.

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El Camino Real continuaba perdiéndose en el largo descenso de esta altísima ciudad ubicada como “techo del mundo”, a cuatro mil metros de altura. La ciudad dorada y argéntea, de elegantes palacios y templos, alejábase de ellos los expulsados, con su monte Potoche cargado del precioso metal.

—“¡Adiós Potosí! ... ¡Inolvidable Villa Imperial de Potosí!”.

Decíase a sí misma la bella Aminta, junto a sus dos pequeñas hermanas, quienes jugaban a su lado indiferentes al hecho. Era ella quien iba a conmoverse plenamente con este cambio, al dejar Potosí. Era su algarabía emotiva y danzante, la que perdía un escenario tan valioso para su juventud. Su galas y sus trajes. Sus salones. Sus saraos. Sus romances.

2 — HOMBRE DE MAR
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Pues las niñitas con esa candidez propia de su edad, tomaban este viaje como un paseo más desde la lejana Vasconia, a donde su padre —Don Iñigo— fue a buscarlas luego de no haber visto sus hijos por diez años. Isabela y Lidora eran demasiado frescas aún, no habían nacido como gemelas cuando partió su padre hacia los océanos del mundo, y dejándolas a ellas aún incubadas en el vientre de su madre. No lo conocían, cuando viéronlo llegar a buscarlas después de una década, y como todas las niñas de esa edad, uno y otro cambio eran un juego más para ambas.

Aminta dentro del carruaje que partía por el Camino Real, volvió la mirada hacia su padre nuevamente con reproche. Puso en él esos ojos inquietos de un azul profundo, con los cuales habíalo despedido en su infancia. Pero esta vez ella no lo despedía, emigraban juntos. En aquél entonces un océano los separó apartándolos por diez años, y más tarde, casi heroico, logró verlo descender finalmente de la nave que fuera su hogar durante toda una década.

Ya no era más el jovenzuelo rubicundo que trepaba a los mástiles de las velas, entre los oleajes, con todo el vigor físico de su fuerza vasca. Ahora figuraba como miembro importante de una tripulación, cuyo piloto lusitano lo tenía en gran estima. El periplo de la flota portuguesa de la Casa de Austria daba vuelta al Africa, llegaba a Oriente, pasaba por Filipinas y arribaba al Perú. En uno de esos recorridos el marinero vascongado, llegado a contramaestre, conoció Potosí acompañando a su piloto lusitano por motivos comerciales, quedando fascinado con la espléndida ciudad colonial. Fue entonces cuando pensó en su familia, en sus hijos amados por él a la distancia. Y especialmente en su hijo primogénito ...Iñaki... para quien él deseaba ese brillante futuro.

Su protector en el mar, el piloto portugués, propúsole nuevas empresas, pero Iñaki López de Narvaja maduraba ahora otros proyectos. Había reunido, haciendo grandes ahorros durante esos diez años, un capital importante para dar comienzo a sus ideas, y así buscar a su familia. Sus hijos estaban solos junto a los Pirineos, pues la madre de ellos no había sobrevivido al nacimiento de las gemelas.

Fue de este modo que en el Alto Perú, junto a sus hijos, comenzaría a llamarse Don Iñigo, emprendiendo una actividad de próspero comerciante con mostrador propio en el centro citadino. Comerciaba con la habilidad que había aprendido en sus viajes por mar. Adquiriendo, además, una bonita residencia potosina. Hizo feliz con ella a los jóvenes Aminta e Iñaki, proponiéndose a partir de allí rescatar una vieja prosapia nobiliaria perdida en las guerras del Reino de Navarra... cuando los vascongados fueran súbditos del Príncipe Negro. Y él, semianalfabeto, con lustres de abolengo enterrados en el Medioevo, pertenecientes a reinos ya inexistentes, hombre de mar, estaba dispuesto a dar un vuelco total de su vida en Potosí.

Era un navegante que conocía los océanos del mundo, pero estaba colocado ahora en este puerto seco a cuatro mil metros de altura sobre el mar. Llevó consigo a todos sus vástagos, y en especial a su jovencísimo Iñaki, para quien él diagramaba con esmero este lugar de privilegio. Su primogénito mostróse de inmediato con habilidad comercial, buen manejo de los números, y disciplina en el trabajo. Era un tenaz joven vasco. Las ilusiones puestas en él, por su padre, aumentaban día a día.

Mas no sería así... En aquellos sangrientos días cuando las calles potosinas de oro y plata se tiñeron de granate (por las violencias entre castellanos y vascongados) Iñaki amaneció tumbado en ellas como uno de los contendientes más impulsivos. Toda la familia fue expulsada, junto con un grupo numeroso de vascongados.

El camino que los llevaba era inexorable ¡Qué lejos estaba la Vasconia natal! ¡Qué lejos el nevado Pirineo! ¡Qué lejos el mar Cantábrico! ...¡Adiós, inolvidable Villa Imperial de Potosí!... Adiós a sus fastos. Sus salones. Sus trajes. Sus galas. Sus amores ¡Adiós mundano Alto Perú! Ya no veremos más tus ciudades ni tus Oidores. Y tampoco veremos más sus violencias

—“¡Adiós juvenil Iñaki! Tu tumba no recibirá nuestras flores...”

3 — EL EXILIO
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Don Iñigo López de Narvaja partía con su lujoso cargamento. Platería, mobiliario, sedas y bellas niñas. Sus hijas. Tan blancas como las crestas nevadas del Pirineo, de donde procedían. Fuertes y ampulosas. Rubias y rosadas. Vascas. Miradas de cielo despejado en sus celestes esferas circulares, con el iris de los ojos estático en el centro. Esa pupila particular de los vascongados que les hace parecer con ojos muy abiertos, de un curioso mirar fijo —frontal— como si los párpados se separasen de ellos.

Cuando él regresó a sus lares luego de diez años, sus hijas menores no sabían quién era, pues habían nacido luego de su partida hacia el océano. Sólo Aminta e Iñaki recordaban que tenían padre. El piloto lusitano, siempre tan amable y protector, enviábales noticias suyas, pues él apenas sabía escribir.

Pero Don Iñigo les ofreció a todos sus hijos un mundo mágico ...Potosí... al que ahora ellas abandonaban. Solas. Sin Iñaki.

Sin embargo la comitiva de vascongados era numerosa y en realidad, por los hechos físicos, las hijas de Don Iñigo no se hallaban solas. Pero abandonaban ese fascinante Alto Perú, para ya nunca volver. Las mujeres jamás retornarían. Fueron los hombres quienes mantuvieron con su línea comercial de carretas el tráfico pesado y peligroso por el Camino Real, que llevaba desde el Tucumán hasta el Alto Perú, ida y vuelta en forma continua. Las mujeres iban a quedar para siempre en el Tucumán y ya no saldrían de él por dos siglos. Llevaban la semilla y la semilla se siembra en tierra.

Los vascongados partían del Alto Perú dolidamente. Atrás suyo quedaron los fastos de aquélla —para siempre— inolvidable Villa Imperial de Potosí. Se dijo siempre entre las familias de la llamada Vieja Córdoba, que sus antepasados procedían de una vida de esplendor, condenados por hechos simples, a una existencia dura y casi ermitaña. Del mismo modo, se atribuía una razón semejante para los fundadores andaluces de la solitaria ciudad de Córdoba del Tucumán, a quienes se sindicaba un origen judío y rico, que debían esconder en este aislamiento por razones religiosas.

Los vascongados eran temerarios y tozudos. Sinceros y valientes. Ambiciosos y adustos. O quizás víctimas de las iras rivales de los castellanos en las calles de Potosí. Obsesivos hasta el extremo de salir a duelo por causa de una palabra, eran muy fáciles de violentar mediante las hábiles argumentaciones dialécticas de los castellanos. Hombres de poco sentido del humor, o ninguno, no sabían contenerse frente a ellos.

4 — EL TUCUMÁN VIRGINAL
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El carruaje mecía a las niñas como una cuna gigante, adormeciéndolas. El selvático Tucumán íbalas devorando como el bosque intrincado de la Bella Durmiente. Las encandilaron las salinas. Las saludaron los pumas. Las recibió un cortejo de corzuelas. Hízoles acrobacia un plumudo ñandú. Les mostró su torpeza el guanaco. Las vizcachas asomaron de la tierra su hocico para olerlas. Los cuises huyeron ante sus presencia. Revoloteó sobre sus cabezas el colibrí. Las libélulas azules se posaron sobre la barandilla del carruaje.

Allí estaba muy verde el intrincado yuyal, los churquis espinosos, la suave champa bordeando los arroyos. La peligrosa yarará, el furioso pecarí y la miel riquísima del camoatí en su nido de barro, con sus enojadas abejillas. Era un esplendor distinto. Era la Pachamama virginal que se exhibía ante ellas.

Fueron tres meses de viaje. Los carromatos recargados iban a paso lentísimo y para aliviar a los bueyes era necesario caminar al lado de ellos, a pie, en muchas jornadas. Cuando arribaron al lugar indicado por los Oidores de la Real Audiencia de Charcas —al pasar la Salina Grande— ya no hallábanse en el Tucumán propiamente dicho, sino en el “Tucumanao” ...la frontera casi desconocida. Ese era el exilio verdadero.

En ésta, su zona de frontera, el Virreinato del Perú era rico y paupérrimo, fértil y abandonado... desde siempre. Esta frontera sur de la Provincia del Tucumán dependiente del Alto Perú y su mentada Audiencia, contenía al Tucumanao aún sin desarrollar, con indios Comechingones que habitaban en cuevas, sin ninguna forma cultural. Lo que hoy día es la Provincia de Córdoba en la República Argentina, zona pujante, segura, instruida y productiva, necesitaba en aquel momento inicial gente fuerte, como aquellos marineros vascos que trepados a los mástiles de las carabelas enfrentaban los océanos. Desde Guipúzcoa hasta Filipinas. Donde Magallanes fue asesinado, los guipuzcoanos fundaron la ciudad de Manila.

Si mucha tinta se ha escrito en contra de la colonización española, esta zona por el contrario, le debe por completo su prosperidad.

6 — EL TUCUMANAO
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A este mundo marginado de la civilización, casi independiente del Virreinato y del Virrey, un escenario que no les prometiera ninguna vida social, a este Tucumanao, trajo Don Iñigo sus hijas a quienes antes habíales ofrecido la Villa Imperial de Potosí.

En la crónica colonial de Fray Lizárraga se leen con precisión, las descripciones que este testigo ocular palpitara ante aquella realidad que él recorrió asombrado. Había atravesando dicho cronista un inmenso territorio vacío, desde la salida de la ciudad de San Miguel del Tucumán (hoy Tucumán-Argentina) hasta la ciudad de Córdoba del Tucumán, donde según nos dice, no existía pueblo alguno ni ningún villorrio habitado, en todo ese largo camino de numerosas jornadas.

Y hacia allí, a este escenario vacío de habitantes, dirigíanse los recién llegados. Tenían como guía la gran ruta abierta antes por el Inca, llamada el “Camino Real”. Pero fueron nombrados como Encomenderos, habiéndoseles otorgado en dicho Tucumanao grandes Mercedes, que ni estaban demarcadas ni sabían de límites o extensión. Eran posesiones de campos concedidas con carácter hereditario, pero cuyo dueño legal era el Rey.

El Encomendero no era un dueño sino un administrador, con un sentido auténticamente medioeval. Era el vasallo de un rey muy lejano que estaba detrás del océano, y por ello tuvo una independencia completa del mismo, convirtiéndose en feudatario, cuyos descendientes siglos después iban constituir los estancieros argentinos. Las Mercedes no pagaban impuesto territorial, compartían las ganancias con las autoridades coloniales y separaban el “diezmo del rey”.

Estos encomenderos al llegar al Tucumanao, al trasponer la Salina Grande y comprobar el áspero recibimiento de ese ambiente olvidado, inexplorado, tuvieron una sensación de despojo. Llegaría el momento en que fuesen sus más apasionados defensores, tanto como al principio habíanse sentido casi repudiados. Consideraban que sus existencias estaban concluidas con este destierro en vida.

Lentamente habrían de aceptarlo todo. Edificar su Merced. Empresa difícil y lenta por la soledad, como también riesgosa por la proximidad en la zona serrana de una vecindad aborigen en edad de piedra, indios “Comechingones” quienes nunca colaboraban pero sí acercábanse a robar. Instalar los cercados con pircas de piedra. Construir las casas para habitar donde no había nada ni nadie. Ninguna mano de obra como no fuera la de ellos mismos.

Debían a partir de allí vencer las salinas, el monte virgen, los churquis espinosos, el yuyal altísimo, los pinchudos abrojos, la venenosa yarará, el peligro de los pumas, del pecarí, del camoatí, la vagancia comechingona y el vandalismo de los indios pampas. Este Tucumán virginal de frontera o Tucumanao, demandaba en aquel tiempo pobladores fuertes, y algunos de ellos probados como tales. La violencia con que los vascongados enfrentaron a los castellanos en Potosí, justificaba cualquier decisión al respecto.

Una vez instalados los vascongados, comprendieron que debían convivir con otros dos grupos ibéricos. Cuarenta familias andaluzas, algunas de las cuales sospechadas de “judaizar” tanto como de ser “islámicas”, llegadas con Don Jerónimo el fundador de la ciudad de Córdoba. Y además ambiciosos portugueses (siempre infaltables en las colonias españolas) de quienes se decía que la mitad de ellos eran “marranos”, de origen borgoñés. Debido a que llegaron a Portugal con Enrique de Borgoña cuando este príncipe fundó el reino lusitano. Estas tres etnias no habían tenido contacto alguno en la península ibérica, hablaban distintas lenguas, tenían genes nunca antes mezclados entre sí, pero de aquí en más lograrían la fusión en el Tucumanao, e iban a constituir la simiente familiar de la Vieja Córdoba.

7 — EL ENCOMENDERO
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Aminta bajó del carruaje al terminar la travesía y contempló su ropaje desgastado por el viaje. Rasgado. Descolorido. Pidió su arcón y comenzó a vaciarlo arriba de los abrojos. Las espinas del aromo hicieron de mobiliario. Las sedas de Manila y el lino paraguayo bordado en ñandutí, tenían olor a humedad y sal corrediza entre las costuras.

Las pequeñas Isabela y Lidora jugaban con una corzuelita que acercóse a ellas, con esa mirada tierna del ciervito cordobés juguetón, y no prestaron atención a los esfuerzos domésticos de Aminta. Fue ese el momento en que la hermana mayor añoró más la presencia a su lado de Iñaki. Lo recordó junto a ella como siempre estuviera, y como nunca más estaría.

Continuó con el arcón y con esa parquedad y ese estoicismo de su adusta sangre pirinaica, emprendió la tarea de ayudar a la comitiva. Sacudir el mobiliario, cargado con sal de la Salina Grande y tierra del Camino Real. Recorrer entre todos el paraje para ubicar los arroyos en busca de agua fresca. Y además, comenzar a amasar el barro para hacer los ladrillos de adobe con los cuales edificar viviendas protectoras.

Esa damita elegante que lucía su coquetería en los salones potosinos, amasaba ahora la tierra con astillas y hojarasca para modelar la masa del adobe. Los varones buscaban piedras para levantar las pircas como cercado y cañas para el techo. Por esa región del Tucumanao no existían nativos ceramistas y albañiles como los del Alto Perú, sólo vivían en cuevas desprovistos de ropa. Tampoco cultivaban ni labraban, eran simplemente recolectores de lo que ese Edén natural les proveía gratuitamente.

Toda vida tiene una faz inicial y aquélla era, pensaba ahora Don Iñigo, la propia. Numerosas veces creyó que aquel día era el primero. Cuando partiera rumbo a los océanos del mundo, a donde no se ponía el sol. De Occidente a Oriente. Cuando eligió el dorado y argénteo Potosí... Y ahora cuando edificaba su Merced.

Iniciar un comienzo tantas veces dábale la impresión de haber vivido más de una vida. Pero sus cuarenta y ocho años aún vigorosos y plenos, no podían hablarle de vejez, pero sí debieron ser de madurez. Una madurez que hasta llegar al Tucumán no supo adquirir.

Don Iñigo como todos los Encomenderos del Rey gozaba de abundante personal y un buen ganado provisto por las autoridades coloniales. Autoridad sobre ellos y derechos incontables. Pero debía pensar él solo por todos ellos, y ya no tenía junto a él a Iñaki. Ya no existía más aquella ilusión del primogénito, y sí, la tristeza de Aminta.

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La Merced de Don Iñigo prosperó. El aventurero de Vasconia aceptó el nuevo reto transformándose en un buen productor agropecuario, con la ayuda de asesores, algunos de los cuales eran Caballeros de Santiago que llegaban anualmente. El Alto Perú requería sus productos: cueros secos, charqui, harina, bolsas de sal faltante en el Altiplano y Vinos del Rey que producían los jesuitas de Córdoba en Jesús María. Todo lo cual era transportado por él en sus carretas dos veces al año.

El Gran Mercado de Charcas comerciaba gustoso con el Tucumán y pagaba muy bien. Así pasado el tiempo —como quien nadie conoce— Don Iñigo hizo algunas visitas a Potosí a fin de adquirir platería para la venta a su regreso ¡Y creyó ser otra persona! Ya no era el mismo que interviniera en las grescas de sus calles. El Tucumán, su aislamiento, su distancia, cumplía esa misión. Cambiaba mucho la conducta de cualquiera.

8 — UN PILOTO PORTUGUÉS
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Isabela y Lidora eran ahora jovencitas decorativas y espléndidas, con sus pieles claras y tersas, como las de una porcelana. Vestíanse con elegancia pues su padre les traía trajes de moda altoperuana. Las distintas Mercedes eligieron cada una sus santos o vírgenes protectores, que daban lugar a las Fiestas Patronales, de modo que durante el año diversos festejos realizábanse en aquel entorno, para alegría de los más jóvenes.

Pero nunca ellas se acercaban hasta la ciudad universitaria de Córdoba del Tucumán, donde la Compañía de Jesús poseía su asiento predilecto en esta región. Sólo los hijos varones ingresaban como internos allí, y Don Iñigo tenía ahora únicamente hijas mujeres. De modo que él tampoco se incorporaba a ese círculo selecto de intelectuales.

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Luego de una partida de varias jornadas donde Don Iñigo recorriera sus campos, junto a custodios bien armados, encontró extrañas visitas en su casa grande de la Merced. Apostados junto a la pirca estaban carruajes y soldados de la ciudad de Córdoba.

Sorprendido, el encomendero dirigióse de inmediato hacia la sala ¡Y le bastó verlo para reconocerlo! Estaba en su casa y frente a él, su viejo piloto lusitano. Aquel mismo marino portugués que lo ascendiera de categoría en sus años de navegante. Sí, Don Diego, él era. Sextante en mano, brújula, cuadrante, como siempre. Mostrábale a las niñas el norte, el sur, el este y el oeste. Jugaba con ellas. Y esperaba a Don Iñigo.

La esfera terrestre era una sola, como uno solo era el imperio del Rey Felipe de Austria, donde no se pusiera el Sol, y ambos pertenecían a él. Don Diego había dejado a Iñaki López de Narvaja en el puerto del Callao, y ahora lo reencontraba —llamándose Don Iñigo— en el Tucumán, en proximidad de la ciudad de Córdoba del Tucumán donde el marino portugués había llegado recientemente, a instalarse junto con su familia.

Lo reencontraba para volver a necesitarlo. Tenía plena confianza en él como siempre le tuviera, y podían nuevamente trabajar juntos. El piloto lusitano había sido contratado por los Oidores de Charcas para demarcar caminos, establecer Postas, y lograr una mayor viabilidad de comunicación entre el Tucumán proveedor de alimentos, y las ciudades consumidoras del Alto Perú. Su experiencia en cartas de navegación por el mar, se traduciría ahora en el trazado de mapas por tierra. Debía entrelazar las nuevas rutas hacia el Camino Real.

Entretanto, Don Diego trabó una bella amistad con aquellas niñas a quienes recién conocía. Por años mientras navegaba junto al padre de ellas, habíales escrito cartas en su nombre, de su puño y letra, cuando aún vivían en Vasconia y ahora teníalas frente suyo fascinadas con sus relatos e instrumentos. Como era de esperar en un temperamento recio y seco, como era el de Don Iñigo, nunca había hablado con sus hijas de todas aquellas aventuras marítimas. Y de pronto aquí en su casa oyeron hablar de los Mandarines de China, de los Rajá de Calcuta, de Filipinas, de Macao, de Angola ¡Un mundo exótico! ingresando a su propio domicilio de la Merced.

9 — UNA FAMILIA LUSITANA
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Este acontecimiento cambió por completo la vida campesina de esta familia vascongada. Le fue posible a Don Iñigo conocer la ciudad universitaria, tan cerrada para él desde su arribo. Y conocer además al Prior de la Compañía de Jesús, quien lo recibió con formalidad.

Las niñas menores en tanto, llenas de emoción y plenas de entusiasmo, prepararónse para hacer un viaje de dos jornadas a fin de visitar la nueva casa de Don Diego y conocer a su familia. Y se vistieron para ello con todos los lujos coleccionados en sus arcones. El alboroto de la casa también entusiasmó al padre, recordando sus días de emociones altoperuanas.

Al llegar finalmente a destino, luego de dos jornadas de viaje, a pesar de la somnolencia propia del esfuerzo, Isabela y Lidora bajaron del asiento emocionadas. En sus rostros encendidos volvíanse más claras sus pupilas. El portal de hierro abierto para las niñas regalaba a su vista un salón iluminado por un gran quinqué, con tapices y muebles color granate, y los sillones portugueses de madera obscura con altísimos respaldos tallados en arabescos.

Pero Aminta vio algo muy diferente: Vio a Yago.

El hijo de Don Diego lucía las maneras elegantes de un aristócrata portugués. Era alto y delgado. Sus cabellos castaños rojizos y su barba en mosquete, mostraron una amable sonrisa al saludar primero a la hermana mayor. Sus ojos verde mar, parecieron sonreírle, como un galanteo. Y ambos tomaron asiento dentro de la sala, casi indiferentes al conjunto familiar.

La esposa de Don Diego lucía con suma elegancia y quedó encantada también con la alegría de las niñas. Ella no había tenido hijas mujeres, y viéndolas tan animosas y entusiastas, se encariñó prontamente con Lidora e Isabela. Mientras que los dos socios y amigos de largas andanzas por mares, y ahora por caminos, pasaron a una salita contigua a revisar mapas y medidas.

10 — EL LATÍN
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Poco le costó comprender a Aminta que su incomunicación con el apuesto joven lusitano, hijo de Don Diego, no era debido a su aislamiento en la Merced, de falta de sociedad por parte de ella, sino idiomática.

Don Diego acostumbrado a ser piloto en naves con diferentes marineros de múltiples nacionalidades, conocía sinnúmero de lenguas debido a su profesión. El habíales hablado a estas niñas, hasta entonces, en vascuence. Y ello facilitó su trato del comienzo. Ahora todo volvíase diferente, al entrar en contacto con su familia. Pues el castellano de Aminta era muy elemental y no alcanzaba para comunicarse con la lengua portuguesa del joven Yago.

Existía una insólita situación en este Tucumanao, una incomunicación idiomática que los separaba a unos de otros. Al grupo de nuevos residentes vascos de lengua eskerra, con los andaluces del comienzo. Pues estos pioneros fundacionales hablaban aún dentro de sus familias el “romí” y el “mozárabe” andaluz, o el árabe mismo empleado durante 8 siglos también por los judíos sefarditas.. Sumándose a ello además, el gran grupo lusitano que fijaba allí residencia o viajaba comerciando, en aquella provincia al sur de la Salina Grande, y que hablaba el portugués. Eran tres lenguas de uso continuo en el ambiente familiar. Incluso en las calles de Lima —capital virreinal— también por aquellos tiempos oíase hablar el vascuence según las crónicas.

La Real Audiencia de Charcas habíalos enviado hacia el Tucumán hablando esos tres idiomas ...¡Y que allí resolvieran el problema!... Pues todos ellos eran súbditos de la Casa de Austria, en cuyo imperio no se ponía el sol. Pero Castilla, cabecera del imperio español de ultramar por una Bula Papal, no necesitaba de estas lenguas. En realidad, le era preciso eliminarlas.

La lengua oficial era el castellano, en el cual se escribían las Actas Capitulares, pero las lenguas familiares eran aún otras, dentro de aquella comunidad cordobesa que ya comenzaba a buscar su fusión para lograr una identidad propia. Fue allí que los Jesuitas, residentes en su Universidad de Córdoba del Tucumán, como directores espirituales y culturales de hecho y de derecho ...salieron al cruce... dando una solución válida para ellos mismos: El Latín.

11 — LOS FLAMENCOS
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Los flamencos eran la población mayoritaria de la Compañía de Jesús, puesto que todos sus profesores habían estudiado en Lovaina, centro cultural de Flandes. Y los que no lo fueron por pertenecer a naciones latinas, iban a recibir igualmente el nombre de tal, por extensión, entre las familias cordobesas. Decir “flamenco” equivalía a “jesuita”, con todo el respeto que a ellos se les tuvo.

¡Pero aquél era el Flandes de los Austria! O lo que por “Flandes” se entendió en las Indias, especialmente en el apartado Tucumán, y más especialmente en el Tucumanao al pie de tribus vandálicas.

Altos. Corpulentos. Piel rosada. Ojos claros. Señoriles. Fríos. Calmos. Habían llegado todos por el Camino Real desde el Alto Perú, donde la sede universitaria principal llamábase Universidad de Chuquisaca. La cual era un centro universitario cosmopolita como todo el altiplano. Pero aquí en Córdoba se había generado una ciudad monasterio.

Unos procedían de Bruselas, otros de Viena, otros de Rotterdam, otros de Colonia, otros Cracovia, otros de Zagreb, otros de Roma, otros de Barcelona, otros de Praga... Para los Indianos (europeos nacidos en las Indias) este Flandes de la toga jesuítica era mucho más amplio que el Flandes histórico. Sin embargo entre ellos no se entendían en la lengua nativa de cada uno, lo que hizo decir a los cordobeses:

—“Los Flamencos nacieron en la torre de Babel”.

Pero poseían una lengua común que los unificaba permitiéndoles la obra misionera en Paraguay y la universitaria en Córdoba... El Latín.

Aprovechando esta circunstancia y no habiendo maestros especiales de la lengua de Cervantes, los flamencos impulsaron el latín dentro de la comunidad heterogénea del Tucumanao, haciendo de él un instrumento de comunicación, como en los mejores días del imperio romano. Por ser una lengua declinada como el árabe, resultóles fácil de aprender a los andaluces. Por ser una lengua antigua y comprimida, sintiéronse más cómodos con ella los vascongados.

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Este dato no es menor, pues más adelante, los inspectores que llegaron a Paraguay enviados por Carlos III de Borbón —expulsor de la Compañía de Jesús— denunciaron a su rey que los indios guaraníes en las misiones jesuíticas no hablaban castellano, pero sí en cambio el Latín. Extraño pretexto para un rey que tampoco hablaba castellano porque era napolitano.

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Don Diego que se preciaba de conocer muchas lenguas, tenía especial predilección por el latín, como todo hidalgo de su tiempo. De este modo pasaba largas horas junto a esos Jesuitas a quienes había encargado de la educación clásica para su hijo Yago. Lo acompañaba numerosas veces en estas visitas, su socio Don Iñigo, quien por sus viajes estaba acostumbrado a oír idiomas diferentes, tanto como aprender lo básico de ellos. Pero el vascongado nunca sería un buen latinista, dado que apenas escribía.

12 — LA CAPILLA
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Las Mercedes tenían su capilla, su santo patrono o su virgen, y además de ello su Cura propio. El Encomendero lo mantenía, lo protegía y lo consultaba.

Cuando Don Iñigo vio a su hija Aminta aplicarse disciplinadamente a los latines de Don Cándido —su cura particular— algo que hasta entonces su melancólica hija mayor nunca hiciera, y pasar horas con él en la capilla, creyó verla interesada en ser monja.

Aminta, a pesar de su talento, había demostrado siempre mucha indiferencia por su ilustración, de modo que el cambio era llamativo. Le sorprendió a vocación advertida de pronto. La demora en ponerse de manifiesto con algo tan delicado e importante, y creyó que su hija deseaba ser monja. Aunque él como aventurero de los mares tenía muy poco hábito a las misas, decidió resignarse. Quizás así, pensaba el padre, tomando los hábitos ella volvería a cantar con esa bella voz que ya no usaba desde la pérdida de Iñaki.

Pero en la medida que observaba los movimientos de su casa. Entrando y saliendo de ella para recorrer su Merced acompañado de custodios armados. O en exploraciones insólitas junto a Don Diego, por aquel Tucumán virginal para demarcar caminos... no advertía aún la presencia de ninguna Madre Superiora de convento, viniendo a parlamentar con él.

La aguardaba. En su celo familiar. En sus ilusiones tantas veces cambiadas al cambiar de lugar. Al perder a su primogénito y pensando en sus dos hijas menores, hízose la idea de que los hábitos de Aminta pudieran ser para él, un pie de importancia primordial en la ciudad togada. Tan cerrada para él desde que había arribado. Era un futuro para su semilla. Pero la Madre Superiora no llegaba.

En cambio venía Don Yago. El jovenzuelo esbelto y refinado aguardaba a su padre y al encomendero en cada regreso. También se presentaba en otras oportunidades. Y el Latín comenzó a instalarse en su casa. La capilla convertida en sala de estudios reunía por largas horas a Don Cándido con sus dos discípulos —Aminta y Yago— sobre los libros. Las declinaciones y la caligrafía absorbían a los tres, en prolongadas tertulias.

Habituado a una variedad de lenguas dentro de un solo reino, hecho vigente además en la propia península ibérica, nada de esto le resultaba insólito a Don Iñigo. Pero sí, la permanencia insistente del joven lusitano. Cuando se hizo claro en su mente que Aminta era el objeto de tales visitas, y que la vocación latinista de su hija no era precisamente monacal... El padre tuvo un violento desasosiego.

Y Don Iñigo planetóle a la hija sus principios inclaudicables, como si aún viviera en la lejana Vasconia del antiguo reino pirinaico medioeval.

13 — LA SIMIENTE
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Aminta estaba esa tarde mirando el paisaje tras el ventanal, hermosa y gozosa. Habíale vuelto la sonrisa perdida de Potosí, cuando su padre entró en la sala de improviso. Y él la enfrentó de pronto a un extraño derrotero del cual nunca le hablara anteriormente.

—¿Crees, hija mía, que sólo el amor filial lleva a un padre que está ausente diez años a buscar sus hijos, para traerlos con él a la aventura del océano y de las Indias?”

Aminta lo observó con extrañeza suma. Apartó su cabeza del paisaje y volvióse de frente hacia su padre.

—“¿Crees que es el único motivo por el cual te he traído hasta aquí?”— insistió Don Iñigo

Ella por un momento tuvo la visión ya desdibujada de su padre e Iñaki, dialogando en largos espacios de tiempo. También de sus abuelos que los criaran allá en los Pirineos, dialogando con él casi en susurro, mientras preparaban los arcones con ropa para cargar en el galeón.

—“No te he traído únicamente por ser mi hija. También te traje como miembro de mi nación, como simiente vascona”— le dijo su padre

—“¿Qué quieres decir?”— preguntóle ella sorprendida

—“Nosotros los vascongados nos hemos instalado aquí como un conjunto único. Unido y uniforme. Como fueron nuestros siglos y nuestro pasado incalculable.”

—“¿Es eso verdadero?”

—“Nadie en Europa conoce bien su tiempo. Roma no nacía y nosotros ya existíamos. Hemos vivido para nuestra antigüedad. Logramos conservarla. La hemos cuidado y te la he ofrendado pura hasta ti”— concluyó con firmeza Don Iñigo

—“¿Es por Don Yago? ¿Lo rechazas para mí?”

—“¡Sí!”

Ella lo miró detenidamente. Tuvo incluso temor, al recordar su abandono de niña cuando creyera que ya no tenía padre. Luego él regresó, y vino su sobreprotección. Tan incalculable lo uno como lo otro.

—“¡En esa forma de adhesión respondes al piloto portugués que te ha colocado por dos veces arriba de tus compañeros de ruta!— expresóle ella con gran firmeza

—“En mar y en tierra, ello es cierto”— admitió Don Iñigo

—“Es un honor para mí la presencia de Don Yago con el prestigio de Don Diego”.

La niña contemplaba fríamente a su padre. Habíanse enfrentado con la misma tenacidad y recién estaban presentando sus posiciones. Pero ambos serían igualmente rígidas. De pronto Aminta tomó conciencia de que ella no era solamente la hija de un encomendero vasco, sino algo más importante para él, la simiente de una estirpe vascona.

Ella posó su mirada en la vigorosa estampa de su padre, como si intentase hallar alguna fisura que le permitiera introducir ideas opuestas. Aunque lo consideraba de antemano una empresa casi imposible.

14 — ORGULLO MARRANO
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—“¡Lusitanos! ... Hija mía ... ¿Sabemos acaso diferenciar bien a un lusitano de un marrano?”— díjole de pronto el padre

—“¿Cuál es el delito, padre? ¿La hoguera amenazante? ... ¡No llegará al Tucumán!”— contestóle Aminta con convicción

—“¿Estás segura de ello?”

—“Pero aún así, es falso atribuir “marranismo” a todos los lusitanos del Tucumán”— sostuvo la hija

Don Diego la veía proceder con una altivez y una seguridad que nunca hubiera calculado. Tomó impulso llenando de aire su robusto pecho. Puso sus ojos translúcidos en los de ella, igualmente claros, fijos, inalterables. Luego le dijo:

—“Ellos lo prefieren hija mía. Hay una creencia especial que nos rodea, por todas las colonias españolas... Un marrano con escudo y prófugo, o un portugués particular y sin nobleza. La Casa de Borgoña que fundó el reino de Portugal hace cuatro siglos, ennobleció a sus judíos borgoñones. Y ahora forman parte de esa nación. Pero el pueblo llano lusitano no tiene estirpe nobiliaria, y es pobre”.

—“No conozco lo que dices, padre”— comentó la niña

—“Te lo explicaré. Son ellos mismo quienes eligen nobilidad y marranismo. Especialmente aquí, y quieren justificar con ello su presencia en el desolado Tucumanao”.

—“Nosotros también nos hallamos habitando estas tierras, aunque sabemos nuestros motivos”.

—“Ellos llegan aquí bajando el Camino Real debido al hambre o judaísmo, pero no quieren reconocer nunca el motivo que los trajo al Tucumán. Pues los lusitanos son muy complejos y vanidosos, desean siempre figurar adelante. No admiten ser como nosotros, gente de lucha, de esfuerzo, de trabajo”— insistió Don Iñigo

—“Demasiado trabajo, quedaron mis manos astilladas de amasar barro para los adobes”— recordó Aminta

—“Ya ves. Allí tienes la prueba. Ellos en cambio quieren ser perseguidos y descendientes de condados. Llevan anillo de sello. Se visten como gentilhombres. Lucen discurso adornado. Tienen modales galantes”.

Cuando ambos callaron prodújose un silencio espeso, por momentos agobiante. Aminta no podía olvidar los esfuerzos que ella debió realizar, con sus frágiles brazos de damita delicada, al llegar al Tucumanao. Y Don Iñigo continuó diciéndole:

—“...No... No todos son marranos, hebreos cortesanos, pero lo prefieren antes de reconocer su antigua pobreza. Y tampoco son todos nobiliarios... ¡Han creado una confusión muy grande en el Tucumán! Extendieron por estas tierras esa convicción, y ahora deben hacerse cargo de ella. Pues han lanzado aquí una leyenda donde se yuxtaponen amos con lacayos, y ya no sabemos diferenciar a unos de otros ... Ahora deben hacerse cargo de su propia creación”.

Aminta meditaba, pensando en Don Yago. Su elegancia. Su fineza. Su apostura. Su sabor a ciudades. Todo lo que para ella había quedado atrás, al dejar Potosí.

15 — ORGULLO VASCÓN
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Don Iñigo no era un hombre ilustrado, pero tenía el razonamiento de quien ha bajado en muchos puertos, comerciado en una gran ciudad con eficiencia, y tratado con diferentes personas a lo largo de sus aventuras. Su tradición a su vez, apoyada en herencias, y un buen conocimiento de sus vecinos peninsulares.

—“Una nación —expresó la hija nuevamente —es una forma de vida. La nuestra o la de ellos”.

—“No es así, querida hija. Los lusitanos no tienen nación en el sentido de la nuestra”— le contestó el padre de la niña quien confiaba en su respuesta

—“No lo comprendo, padre”.

—“Te lo explicaré pues es muy simple. Ellos poseen educación. Modales. Trajes. Flota. Pilotos. Cuadrantes. Sextantes. Brújula. Pero están conformados de múltiples naciones mixturadas durante siglos ¡Esto nos separara de ellos, Aminta! Nosotros somos un pueblo rudo, pero no tenemos mixtura”.

—“Es extraño, padre, pues han vivido como vecinos en Iberia”.

—“Vecinos, sí, pero con principios muy diferentes desde el comienzo. Lusitania era celta y prefirió ser romana, traicionando a su rey Viriato. Nosotros por el contrario, impedimos que Roma nos invadiera.”

—“Fue una decisión dura, sin duda padre, pues Roma era muy fuerte y nos impuso la lengua latina”— comentó Aminta quien estaba encantada con sus latinismos

—“Pero no influyó en nuestra lengua vascuence, esta misma con la cual te estoy hablando ahora, que se mantiene intacta. Ellos en forma distinta a nosotros, cambiaron muchas veces de idioma, pues aceptaron siempre al recién llegado, árabes al sur, vikingos al norte”.

—“Aceptar, quizás sea una forma de sobrevivir”— pensó en voz alta la niña

—“O de claudicar. Nosotros los vascongados llevamos una sangre sin mezcla y trajimos a nuestras mujeres para que se perpetúe. Fui a buscarte. Te traje como a una gema. Como semilla”.

—“Es tan difícil padre, aceptar a una nación diferente a la nuestra?”

—“Es tan diferente que los lusitanos no crearon a su propia nación, pues llegó un rey borgoñés con su corte y sus burgueses y creó el reino de Portugal que ahora ellos lucen con tanto orgullo. Después la Casa de Borgoña queriendo hacerse a la mar, contrató a Génova para armar su flota portuguesa. Por ello el Almirante Colón era a su vez portugués y genovés... Dime hija ¿Cuántas herencias tiene en su haber un marino lusitano?”— le observó firmemente el padre

El silencio los envolvió sin miedo, no se temían, pero se anteponían. El cielo afuera, tras el ventanal, parecía teñirse de violeta. Circulaba en el aire un frescor a lluvia que acalló el canto de las chicharras. Los verdes yuyales cabeceaban aguardando el ritual acostumbrado. El zorzal revoloteó enmudeciendo su canto.

Dentro de esa calma previa a la tormenta, iniciábase una tregua entre padre e hija. Ella sin embargo, lo seguía contemplando de frente con la mirada abierta, redonda, de su antigua raza.

16 — DONDE NO SE PONE EL SOL
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Los meses dejaron paso al tiempo, sin que nada alterara los trabajos de la Merced, ni el marcado de nuevas rutas tucumanas que uníanse al Camino Real hacia el Alto Perú. Como tampoco el idilio espontáneo de los jóvenes que estudiaban latín en la capilla de Don Cándido, y conocían la oposición de sus dos padres.

Don Diego y Don Iñigo no cruzaron entre sí queja alguna, ni hubo entre ellos ningún diálogo sobre aquella romántica pareja que no los conformaba, debido a sus orgullos diferentes. Seguían siendo siempre buenos colaboradores de una misma empresa, para un imperio extendido de Occidente a Oriente. Eran súbditos de las “Casas de Austria y Borgoña”, reunidas por Carlos V, el emperador que creara una sola Iberia.

De reinos fragmentados en el pasado, uno solo era ahora el imperio del Rey Felipe donde nunca se pusiera el sol... y ambos pertenecían a él : “Don Felipe por la gracia de Dios. Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Granada, de Navarra, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de los Algarbes, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, Brabante y Milán, Conde de Augsburgo, de Flandes, de Tirol y de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina” (Actas Capitulares de Córdoba)

17 — EL SOL ROTO
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Nubarrones. El cielo teñíase de un tono violeta mientras las chacras reverdecían y la vacas mugían en los tambos. Por el camino de ingreso a la casona de la Merced fue divisándose la silueta de un carruaje escoltado por soldados, que llegaba con prisa, dispuesto a protegerse del chaparrón.

Don Diego venía en él, ensimismado. Pensativo y dudoso. A su lado su hijo Don Yago, en cambio, se hallaba emocionado. Era su edad. Su tiempo. El esplendor juvenil de todo lo nuevo avasallando su destino.

Cuando Don Diego descendió buscando a Don Iñigo dominábalo un pensamiento, una incógnita, un desconcierto. Su brújula, su sextante y su cuadrante habían ayudado en gran medida a lo largo de décadas, a construir ese imperio donde no se ponía el sol. Pero aquella semana supo con la llegada de un Chasqui proveniente de la Real Audiencia de Charcas, portando sellos reales hacia el Cabildo de Córdoba... que aquel imperio ya no existía para él ¡Habíanse separado los reinos!


España y Portugal no iban a formar de ahora en adelante, una sola Iberia y una sola Hispanoamérica. Dábase con ello comienzo al lento y penoso proceso de la balcanización hispanoamericana, con los rayos solares de Inti, uno a uno amputados. El marino Don Diego no sería de aquí en más, un súbdito natural sino extranjero. Abismos muy grandes avecinábanse en este momento para este piloto lusitano, el cual fuera cartógrafo de su flota y de sus rutas.

Felipe de Austria y Borgoña en sus tres versiones (Felipe II, Felipe III, Felipe IV) quien habíales ofrecido este Tucumán Virginal, para que en conjunto sus súbditos hispanolusitanos lo transformasen en una provincia próspera y futurista, enriqueciendo al imperio donde el sol no fenecía ...¡Ya no se hallaba más entre los reyes del siglo!... Y sin la tutoría del rey Felipe habíanse separado los dos reinos ibéricos que le dieran gloria.

El cartógrafo y el encomendero se conocían. Se escucharon. Se miraron. Cada uno supo lo que el otro razonaba y pensaba. Don Diego con mucho dolor sólo hallaba la alternativa de volver a Calcuta, que aún era territorio portugués, a modo de estar cerca de su antigua flota. Y depositar allí a su familia citadina, que había llegado hasta el Tucumán siguiendo la larga ruta del Camino Real, pero que en este momento por su adaptación ya era plenamente cordobesa.

Ambos comprendían la magnitud de la noticia, y el devenir incierto que ello acarreaba, por el hecho en sí mismo irreparable. Ignoraban sin embargo, qué pensaban sus hijos.

18 — LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO
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—“Doña Aminta”— díjole el joven portugués para comenzar un diálogo que sería diferente en todo

—“Don Yago”— contestóle ella mirándolo algo arrobada

—“He pedido el Seminario para mí”— le comunicó él

—“He encargado un lujoso vestido de novia para casarme con Cristo”— le dijo ella

—“Lo he decidido para vivir esta atmósfera especial que me tiene cautivado, en esta ciudad monasterio de Córdoba del Tucumán, lejos del mundanal ruido, desde que llegué aquí por el Camino Real ”— explicóle Yago

—“Nos acompañaremos. Nos apoyaremos mucho ... mucho tiempo”— aceptó Aminta

Era el Tucumán. Era el mundo de una frontera sin límite, más allá de la salina, último eslabón al sur del Camino Real más allá del cual sólo existía la prehistoria sudamericana ...y... “lejos del mundanal ruido”.

Era la forma de amar, de concluir, de discernir. De salir al paso en medio de aquellas comunidades nuevas, recién llegadas, que aún se oponían las unas a las otras. Era la forma de que ellos dos continuasen juntos, sin que sus mayores los separasen.

Mientras que sus padres, Don Iñigo y Don Diego, de vidas eufóricas y excitantes, no podían desarrollar planes propios sobre sus hijos, en un escenario que vivía ya su propia existencia.

.............FINAL...........

Texto agregado el 03-01-2012, y leído por 112 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-01-2012 Muy bonito, muy bonito, van mis 5* marxtuein
 
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