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Inicio / Cuenteros Locales / jorge_jolmash / Las Barbas de las Estatuas o Cómo escribir un cuento acerca de la vida cotidiana

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Escribir un cuento acerca de la vida cotidiana es, como veremos a continuación, una actividad tremendamente delicada y llena de dificultades. Espero no echar a perder el suspenso si te digo que el problema principal – aunque ciertamente no el único – estriba en que un relato, al igual que la vida cotidiana que intenta reflejar, está hecho de pequeñas decisiones una detrás de la otra y que un simple error de cálculo al tomar cualquiera de ellas puede estropear definitivamente el resultado final.
El cuento comienza cuando me despierto. No sabes la fecha ni qué día de la semana es, el autor todavía no lo ha dicho. Tampoco sabes como me llamo, sólo sabes que el texto está escrito en primera persona del singular, por lo que asumes que se trata de otro de esos cuentos en donde el autor – tal vez para que cualquiera pueda identificarse con el personaje principal, o quizás para disimular que no se le ocurrió ningún nombre creíble – llama simplemente “yo” a su protagonista. A lo mejor más adelante, algún personaje secundario mencione como de pasada mi nombre. O tal vez no. Ya veremos, por ahora es muy pronto para saberlo.
La causa inmediata de que interrumpiera mi plácido sueño, fue el ruido estridente del despertador que está junto a mi cama y que me indica que, aunque afuera aún está oscuro, se hace tarde para ir al trabajo. De la frase anterior infieres que la acción no ocurre ni el sábado ni el domingo. Oh lector perspicaz (“mon semblable, mon frère”, piensa el autor que, como todos los de su calaña, se cree muy listo), tal parece que la narración te ha atrapado.
Todavía amodorrado, me levanto y salgo de mi habitación para entrar al baño. El autor dedica un par de párrafos muy cargados de adjetivos para describir el lugar donde vivo y a ti se te ocurre que hubiera bastado con decir que es un cuartucho de azotea con las paredes descascaradas. El baño es compartido y el calentador no es de gas sino de leña. Como tú nunca has vivido en un cuartito de lámina, ni has usado un calentador de leña supones que mi situación económica es verdaderamente precaria. Lamento decirte que estás en lo cierto.
En lo que se calienta el agua con la que me voy a bañar, tomo un rastrillo y me afeito con excesivo cuidado. El autor hace hincapié en lo mucho que disfruto el ritual del rasurado. Y lo que es más, me hace explicar que si hace unos meses no me hubiera obsesionado con eso, ahora no viviría así ni habría roto con Brenda, a quien hasta entonces consideraba el amor de mi vida. Esa última oración te desconcierta un poco, el estilo del texto te había hecho creer que se trataba de un relato costumbrista sobre la pobreza y ahora resulta que es una historia de amor fracasado. Esta impresión se ve confirmada por el hecho de que mientras me baño no dejo de pensar en cuanto extraño a Brenda y cuanto me hubiese gustado casarme finalmente con ella. Sin embargo, ella tomó su decisión y yo también.
Termino de bañarme y regreso a mi cuarto a desayunar. El texto no especifica qué desayuno ni si en mi casa hay platos y cucharas, pero tu sentido común de lector experto te hace decidir que sin duda no comí steak and lobster, sino probablemente un huevo o unos corn flakes y seguramente para hacerlo me senté frente a una mesa (que te imaginas de pino rústico) y usé platos y cubiertos en lugar de mancharme las manos. Me doy cuenta de que eres un lector aplicado y te felicito por ello.
Con sólo echarle un vistazo al reloj confirmo mi sospecha de que se me está haciendo tarde, ya casi van a dar las cuatro de la mañana. “¿Las cuatro de la mañana?” piensas extrañado, “¿qué no era de día?”. Pues verás, no. Si te fijas bien en lo que dice el tercer párrafo (anda, regresa a leerlo por ti mismo) el despertador sonó cuando todavía estaba oscuro.
Ese es otro de los problemas de escribir un cuento sobre la vida cotidiana, resulta difícil precisar qué se entiende por vida cotidiana. Tanto tú como el autor tienden a imaginarse sus propias vidas, pero debo informarles que este cuento habla sobre mí, y yo me despierto cotidianamente a las tres y cuarto de la mañana. Por cierto que no es por gusto, sino por motivos de trabajo. Y de un trabajo que yo mismo elegí, más para mal que para bien.
Apurado, salgo al fresco de la madrugada. Como no se menciona una sola palabra sobre el clima, te imaginas uno de esos amaneceres polvorientos y llenos de humo de la ciudad donde vives en lugar de la eterna llovizna de la ciudad que utilizó como modelo el autor. Supongo que estás en tu derecho. En cambio, la descripción del autobús que me lleva al trabajo es tan larga que hace que la lectura resulte fatigosa.
Tú ya has leído otros cuentos del mismo autor y sabes que ese es uno de sus puntos débiles; para pasar por literato de primera, retaca los textos de citas indigestas y descripciones que no llevan a ningún lado. Pero lo cierto es que no consigue engañar a nadie y, si no fuera por que no tienes nada mejor que hacer, ni siquiera lo estarías leyendo. Ahogando un bostezo te saltas algunas páginas y lees el párrafo final que dice “yo por mi parte, como protagonista de la historia, no sé que pensar”, pero luego te remuerde la conciencia y te regresas a la parte donde habías interrumpido la lectura.
De vuelta al relato, el autobús en el que viajo, pasa enfrente de una plaza dominada por la estatua del Benemérito, desencadenando una analepsis (o flash back, para quienes prefieren los anglicismos) que finalmente te permite entender de que trata el cuento. Hace un par de meses yo era un estudiante del octavo semestre de ingeniería industrial y Brenda – mi entonces novia – estaba a punto de graduarse en letras españolas. Ya teníamos todo planeado, tan pronto como concluyéramos con las formalidades de la escuela conseguiríamos un trabajo, rentaríamos una casita y nos casaríamos por todas las leyes. O por lo menos eso era lo que pensábamos.
Total que, como a muchas otras parejas sin presupuesto para el motel, a Brenda y a mí nos gustaba vernos en una banca del parque, precisamente a la sombra de la estatua del Benemérito. En ese lugar podíamos estarnos horas enteras platicando de banalidades o simplemente dándonos besitos de aspiradora. Brenda era una muchacha muy estudiosa y estaba haciendo su tesis sobre el papel de la teoría de la recepción de Iser en la narrativa contemporánea, así que constantemente me comentaba sus puntos de vista al respecto. Tal vez tú, como lector asiduo, entiendas de qué te estoy hablando, pero debo confesar que yo no le entendía gran cosa y si le contestaba era sólo para continuar con la charla y no quedar como maleducado ante mi chamaca.
Un mal día – para beneplácito del autor - a Brenda se le ocurrió contarme sus ideas sobre cómo debería estar escrito un relato “artístico” acerca de un tema cualquiera, pongamos por ejemplo, sobre la vida cotidiana. Fue justamente durante esa conversación, llevada a cabo por compromiso y de la que entendí menos de la mitad, donde quedaría atrapado por una idea que cambiaría para siempre mi propia vida cotidiana. El principio de la charla de Brenda ni siquiera se me quedó grabado, pero en determinado momento, mi noviecita santa dijo algo así como que la obra literaria – al igual que cualquier obra de arte – requería para estar completa de la colaboración del lector y que hasta entonces, sólo existía a medias. Yo le dije que eso era probablemente cierto en la literatura, pero que no veía como se aplicaba a otras formas de expresión artística. Por ejemplo, aquella estatua del Benemérito, era obvio que el escultor la había terminado y nosotros no hacíamos más que verla. Ella me dijo que no era verdad, que la estatua cuando no la veíamos era como si envejeciera y al Benemérito le salieran arrugas y le creciera la barba, pero que nosotros al interpretarla hacíamos que se pareciera la imagen del Benemérito que todos recordábamos.
El texto no dice cómo termino la discusión, pero tu experiencia personal con las damas te hace suponer que no acabó bien. Lo que sí dice es que me quedé tan impresionado con las palabras de Brenda, que esa noche soñé con estatuas a las que les salían barbas y había que estar afeitando constantemente para que se parecieran a sí mismas. Durante las semanas siguientes, no pude pensar en otra cosa.
No me malinterpretes, querido lector, probablemente no soy un literato como tú, pero tampoco soy un idiota que no reconoce una metáfora. Entiendo perfectamente que a las estatuas no les crecen las barbas, pero también entiendo que sin duda sufren de las inclemencias del clima y de las ansias expresivas de los grafiteros. Después de un par de noches de insomnio pensando en eso, me di cuenta de que debería de haber alguien encargado de darles su manita de gato cotidiana o de lo contrario, viviríamos en una horrible ciudad sin estatuas. A lo mejor fue que no había dormido bien, pero me pareció que ese era uno de los trabajos más hermosos que cualquiera podría desear y decidí dejar la escuela para dedicarme a la noble tarea proteger a las estatuas del rigor de la intemperie, en un intento por hacer de esta ciudad un lugar aunque sea un poquito menos feo. Eso es lo que hacen los artistas ¿no?
Mientras me bajo del autobús frente a las oficinas de limpia municipal y checo mi tarjeta de entrada, el autor explica que cuando Brenda se enteró de que había cambiado un brillante futuro como profesionista por uno como barrendero, decidió cancelar la boda y no volvió a dirigirme la palabra. Mucho me temo que ese es el efecto que tiene la certeza del salario mínimo en las futuras esposas, aunque se dediquen a una cosa tan elevada como el estudio de la teoría de la recepción de Iser en la narrativa contemporánea.
Cierras por un momento el cuento y te pones a reflexionar. La ruptura final con mi ex te parece un poco excesiva, pero necesaria para el desarrollo de la trama, en cuanto al tema del personaje que cambia su vida cotidiana por un anhelo estético te parece un poco trillado, pero puedes tragártelo haciendo un poco de esfuerzo. Con lo único que tienes que lidiar es con los constantes plagios (el autor, que presume de posmoderno, habría dicho citas) a Ítalo Calvino. Te preguntas en dónde comenzó a fallar la narración.
Probablemente pienses que, ya que la vida cotidiana – al igual que los relatos que hablan de ella – está hecha de pequeñas decisiones una detrás de la otra, yo debo de haber cometido un gran error en algún punto para acabar como acabé. Sin embargo, el autor no está de acuerdo (claro, si yo hubiera seguido estudiando ingeniería industrial no habría cuento y él tendría que escribir sobre otra cosa). Yo por mi parte, como protagonista de la historia, no sé que pensar. Sólo espero que, la torpeza del autor, no te haya impedido disfrutar de este cuento acerca de la vida cotidiana. Mi vida cotidiana.

Texto agregado el 04-01-2012, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
05-01-2012 Me gustan los relatos metaliterarios, y aquí supiste involucrar muy bien al lector. Pensé muchas de las cosas que supusiste haría el lector mientras leía tu cuentecito cotidiano, así que te salío bien. Encontré algún error de puntuación, como en el principio del tercer párafo, esa primera coma (no puedo evitar ser un poco profe) nomegustanlosapodos
 
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