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Inicio / Cuenteros Locales / jorge_jolmash / Esta casa está llena de fantasmas

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Los lunes, que eran nuestro día de descanso, nos levantábamos después del mediodía y nos íbamos al súper por cerveza, arrachera marinada y tortillas de harina gigantes para almorzar. Luego, mientras hacíamos la digestión, nos gustaba caminar por la playa, pero nunca nos metíamos al agua por que a mí me daba asco sentir la piel pegajosa por la sal. Valeria, para engañar al calor, vestía camisetitas sin mangas, sandalias y unos shorts diminutos que siempre la hacían quejarse de que tenía las piernas muy flacas. De cualquier forma, a mí me parecía que se veía bien.
Más tarde, un poco antes de que llegara la hora de los mosquitos, regresábamos a la casa y nos sentábamos en el balcón a tomar el fresco y a beber vodka con jugo de arándanos. A veces, con la brisa nos daban ganas de hacer el amor, pero otras veces nada más nos quedábamos sentados platicando y nos emborrachábamos hasta que la noche parecía estar cubierta por una gasa benigna y nos quedábamos dormidos. No hacía mucho que habíamos abandonado nuestras vidas anteriores por estar juntos, estábamos en plena temporada alta, nos iba bien y se podría decir que éramos felices.
Lo mejor de todo era saber que nos teníamos el uno al otro y que no teníamos a nadie más. Todos nuestros conocidos y familiares se habían quedado a varios cientos de kilómetros de distancia y, si todo salía bien, no teníamos por qué volverlos a ver en lo que nos quedara de vida. Con todo y todo, Valeria a veces hablaba a casa de sus papás para pedir dinero, no porque en verdad lo necesitáramos - como ya dije nos iba aceptablemente bien – sino, creo yo, por hacer la maldad. Los días que recibía un giro de su casa, que de todos modos no eran muchos, lo utilizaba para comprar globos de colores y portavasos con estampados cómicos o para hacerse nuevos tatuajes.
Vivíamos en un departamento bastante amplio y sin muebles, en el tercer piso de un edificio viejo y comido por el salitre. Como las paredes tenían menos de dos centímetros de espesor, podíamos escuchar ruidos provenientes de todos los domicilios vecinos y así, poco a poco nos habíamos dado cuenta de que el inquilino de abajo era un cubano ilegal que le pegaba a su esposa y que arriba de nosotros vivía una pareja de lesbianas que hacían temblar los cimientos del edificio con sus noches de pasión. Del resto del inmueble apenas nos llegaban ecos sordos que decían poco sobre quienes los producían, pero que podían resultar muy perturbadores, especialmente a altas horas de la madrugada cuando llegábamos del trabajo. En ese edificio también vivía Clau, pero a ella la conocimos hasta después.
Valeria y yo trabajamos en un bar en la parte nueva de la ciudad. Ella era mesera y sabía bien como sacar buenas propinas meneando las caderas mientras les servía sus tragos a los cuarentones rabo verde que constituían el ochenta por ciento de la clientela. Yo, por mi parte, aprovechando mi estatura trabajaba como seguridad. La verdad es que odiaba el trabajo, pero por lo menos daba para comer y pagar la renta. De nuestros vicios se encargaban las propinas de Valeria y ahí la íbamos pasando lo mejor que podíamos, que después de todo no era tan mal.
Enfrente del bar donde trabajábamos había una discoteca cuyo nombre no voy a mencionar para no hacerle publicidad (buena o mala, según el gusto de cada quién), y de la que todas las noches veíamos salir a cualquier cantidad de borrachos de distintas categorías; desde jovencitos con el pelo ridículamente corto y auto último modelo a la puerta, hasta trasvestidos tuberculosos y putillas gastadas por el uso. Y de ahí veíamos salir siempre a una muchacha en la que yo por lo menos no hubiese reparado jamás, de no ser por que un día Valeria me hizo notar que vivía en el mismo edificio que nosotros.
Clau era más o menos de nuestra edad, tenía el pelo pintado de güero y cuando estaba arreglada era bastante atractiva, aunque de un modo más bien vulgar. El día que nos hicimos amigos (un lunes, por supuesto) Valeria se la encontró en la puerta del edificio y le empezó a hacer plática con esa facilidad que tiene ella para entablar conversación con perfectos desconocidos. Al cabo de un rato ya la había invitado a comer y tomarse unos tragos en nuestro departamento.
- Ven a mi casa – le había dicho muerta de risa – está llena de fantasmas.
Y es que por aquel entonces acabábamos de inventar al Vaquero Pelón y a la Señorita Bruna y esa era nuestra broma favorita. Como en nuestra casa había ruidos imposibles de identificar a todas horas, un día se nos ocurrió que eran producidos por fantasmas que vivían con nosotros. Obviamente, ni Valeria ni yo creíamos en espantos ni nada por el estilo, pero nos divertíamos mucho imaginándonos a los autores de nuestros estrépitos domésticos. Así, poco a poco, habíamos acordado que los golpes secos que se escuchaban a veces en el pasillo eran los pasos del Vaquero Pelón que buscaba su sombrero y que los rechinidos de las puertas eran las carcajadas de la anciana Señorita Bruna. Con el tiempo nos fuimos construyendo una complicadísima mitología privada y para cuando tuvimos que mudarnos ya teníamos identificadas otras tres apariciones con los sugestivos nombres de Changa Patona, Paquito el Lechero y Tío Peluchín.
Total que el día que invitamos por primera vez a Clau a comer arrachera marinada y a tomar con nosotros, estuvimos toda la tarde y parte de la noche riéndonos de nuestro chiste de los fantasmas. La verdad es que nos divertimos bastante, Clau y Vale congeniaron a la primera y entre los tres nos acabamos dos botellas de vodka.
Clau nos contó que trabajaba en la discoteca, pero en ningún momento nos dijo qué era exactamente lo que hacía. Aunque ahora que lo pienso nunca lo platicamos, desde el principio Vale y yo asumimos que no sería ningún oficio decente. De cualquier forma lo cierto es que no era nuestro problema. Lo que sí noté es que, a pesar de que era más delgada que Valeria (y por supuesto que yo) y bebía vodka a la par que nosotros, todo el tiempo se veía mucho más entera.
Finalmente, a eso de las cuatro y media de la madrugada o cosa así, Valeria se quedó noqueada y tuve que cargarla hasta la cama. Tengo que reconocer que a esa hora y con esa cantidad de alcohol me costó trabajo llegar hasta el cuarto y más trabajo aún regresar a la sala, pero como me precio de ser buen anfitrión me ofrecí a acompañar a Clau hasta su puerta. Ella soltó una risita ebria y dijo que no me preocupara, que conocía bien el camino. Después se despidió de mí con un beso que de ninguna manera correspondía a alguien que acabas de conocer y se fue. Para no sobreactuarme, decidí no darle mayor importancia al asunto y me acosté a dormir.
A partir de ese día, Clau se convirtió en una presencia tan constante en nuestra casa como el mismísimo Vaquero Pelón. Se dejaba caer un poco antes de la hora del almuerzo con un six pack de cervezas o con algo de comida, y se quedaba con nosotros hasta que los tres nos íbamos al trabajo. La nueva compañía femenina no me molestaba y a Valeria parecía sentarle bastante bien. Se podían pasar horas enteras acicalándose la una a la otra y hablando de cosas que a mí no me interesaban en lo absoluto. En ese sentido, supongo que Clau llenaba un vacío en Valeria que yo jamás hubiera sido capaz de colmar y eso estaba bien.
Más de seis meses estuvimos así y ya me estaba acostumbrando a vivir con dos mujeres, pero como siempre, los buenos arreglos no pueden durar eternamente. Una noche en el bar donde trabajábamos, uno de los parroquianos borrachines trató de agarrarle una nalga a Valeria. Cuando me di cuenta, me enojé tanto que en lugar darle un primer aviso con voz firme – como era la política de la empresa - me abalancé sobre él a golpes. Al fulano, que no se esperaba mi reacción, lo tuvieron que sacar con la mandíbula dislocada y a mí, por supuesto, me corrieron.
La verdad es que el trabajo no era ninguna maravilla y ya me hacían falta unas vacaciones, así que en el fondo no fue tan malo tener que dejar el bar. De todos modos, si nos apretábamos un poquito, con lo que teníamos ahorrado y las propinas de Vale nos bastaba y sobraba para vivir en lo que encontraba algo más. Para reponerme de la emoción, decidí darme unos tres o cuatro días de gracia antes de empezar con mi búsqueda de empleo.
Todavía no se me habían terminado de curar los nudillos después de la pelea en el bar, cuando una tarde, Clau se demoró en la casa luego de que Valeria se fue al trabajo. Le pregunté si no tenía que irse a ganar el pan y ella me contestó que ese día no tenía ganas de cumplir con sus obligaciones, por lo que la invité a que pasáramos de la cerveza de la comida al vodka de la tarde y ella accedió gustosa.
Estuvimos platicando y bebiendo un rato todavía largo. Me da un poco de pena hablar de ello, pero los acontecimientos se sucedieron con una facilidad que entonces me pareció natural. Su cuerpo olía diferente, se sentía diferente y sabía diferente al de Valeria, y supongo que esa era precisamente la gracia. Esa noche quise decirle toda la verdad a Vale, pero en cambio mentí, lo cual sólo podía significar que las cosas se me estaban saliendo de control.
Al día siguiente, a modo de penitencia, salí a buscar trabajo a primera hora de la mañana. Después de un par de días caminando en vano, lo mejor que pude encontrar fue un puesto de vigilante de supermercado, el problema es que el único turno disponible era el matutino. A pesar de que eso significaba que no nos veríamos mas que en nuestro día de descanso, Valeria me animó a tomar el empleo y yo – estúpido - obedecí. Por las tardes, mientras mi mujer trabajaba, Clau seguía llegando y yo nunca encontré argumentos para negármele.
Finalmente, luego de un par de meses, junté todo mi coraje y me atreví a confesarle todo a Valeria.
La escena resultó aún peor de lo que yo me esperaba. Tras cuatro horas de discusión durante las que intenté en vano comportarme como un caballero, decidimos que sí valía la pena intentar rescatar a nuestra relación. Esto implicaba que Valeria y yo no volveríamos a trabajar en turnos separados, pero además que debíamos mudarnos urgentemente a algún lugar donde no tuviéramos que volver a ver a Clau jamás.
Mientras empacábamos nuestras cosas, Valeria me contó que en el fondo le daba gusto irse del departamento, pues no aguantaba vivir rodeada de tantos fantasmas. Mientras hablaba tenía los dientes apretados y yo entendí que lo decía por despecho. El caso es que a pesar de nuestros esfuerzos, cuando intentamos reparar lo que se nos había quebrado, nos dimos cuenta de que ni ella ni yo éramos capaces de creer ya en fantasmas. A las pocas semanas rompimos definitivamente.

Texto agregado el 05-01-2012, y leído por 118 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-01-2012 Muy bueno!! narración impecable, =D mis cariños dulce-quimera
05-01-2012 Me ha gustado mucho, por muchos detalles, como eso de gastar la paga de la madre en globos de colores y portavasos... Una tontería que me sobra: el comentario ese de hacer publicidad a la discoteca, rompe la narración innecesariamente, a mí me saco por un instante fuera del texto, y como lectora no me gusta. El resto, mucho nomegustanlosapodos
 
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