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Ese día, como tantos otros, la primer reacción de Luisa al salir de la escuela fue buscar a Alberto con mirada ansiosa. A sus espaldas se escuchaba el bullicio de sus compañeras festejando la chicharra de salida, pero ella prefería no prestarle atención. En ese momento el único pensamiento que cabía en su cuerpo era encontrar a Alberto y alejarse lo antes posible de ahí.
Luego de varios segundos de incertidumbre, sus ojos se posaron sobre un rostro conocido entre la multitud de padres de familia que esperaban a sus hijas. Con el corazón a punto de escapársele por la boca, Luisa ensayó un guiño de reconocimiento que fue inmediatamente correspondido y comenzó a caminar rumbo a un lugar más seguro donde encontrarse con él. Tan pronto como se sintieron libres de miradas ajenas, Luisa y Alberto se tomaron de las manos. Ya nada más importaba; estaban los dos juntos.
Luisa dejó escapar un suspiro de satisfacción y las mejillas se le llenaron de rojo. La calle bajo sus pies era una cuchilla ardiente, pero ella hubiera podido jurar que se deslizaba sobre hielo seco. ¿Era posible que tanta felicidad le fuera concedida a una sola persona? ¿Cómo era que Alberto se había fijado en ella?
- Te amo – exclamó Luisa paladeando la ilusión escondida tras el sonido de su propia voz.
- Sí – respondió Alberto sin darle mayor importancia – Yo también.
Luisa no se sorprendió por la brusquedad de la respuesta, el carácter de Alberto hubiera podido parecerle rudo a cualquiera menos a ella. Era la única persona capaz de comprender la dulzura que cabía bajo cada uno de sus gestos. Eso sí, Alberto era un poco reservado, pero eso seguramente se debía a que había pasado una infancia particularmente difícil, como lo atestiguaba la profunda cicatriz que le atravesaba el maxilar derecho, desde la barbilla hasta la oreja. Pero Luisa jamás habría permitido que una tontería como esa arruinara su idilio.
Aparte de tan notoria imperfección, Alberto podía considerarse bastante guapo, quizás no en el sentido de una estrella de cine, pero sí definitivamente poseedor de un atractivo animal poco común. Luisa, en cambio, estaba conciente de su propia fealdad. Se sabía a sí misma gorda, de piernas chuecas y con la cara pavimentada de espinillas. Tal vez por eso, su noviazgo con Alberto se le hacía tan increíble como un sueño.
Por otro lado, a él en vez de molestarle, parecía atraerle la gordura de Luisa. Constantemente le obsequiaba grandes cantidades de golosinas que ella comía para no despreciarlo, a pesar de que su dermatólogo se las tenía terminantemente prohibidas. Y es que si era capaz de despertar el deseo de un hombre como él, qué le importaba cualquier otra consideración estética.
Todavía recordaba con un estremecimiento de todo el cuerpo, el día en que había visto a Alberto por primera vez. Acababa de salir de clases y se había demorado con unas amigas en la puerta de la escuela. En mitad de una frase cualquiera había sentido como una mirada viscosa y caliente le acariciaba el cuerpo de arriba abajo, dejándole una sensación de escozor en la piel. Sin poder resistir la tentación, Luisa giró su cabeza, y lo que vio transformó su vida para siempre. Ahí, parado frente a ella estaba Alberto, alto, moreno, con su cicatriz de bandolero y sus ojos intensos que amenazaban con incendiarla.
Durante los días siguientes, la mirada hipnótica de Alberto permaneció incrustada en el cerebro de Luisa, impidiéndole concentrarse en cualquier otra cosa. Todas las tardes, a la hora de salir de la escuela, se topaba frente a frente con esos ojos misteriosos, que lentamente fueron encontrando la manera de acercarse a ella y decirle lo que tanto quería oír. De tal forma que para cuando Luisa se dio cuenta, ya Alberto y ella eran novios.
Habían pasado casi tres meses desde entonces y Luisa no sabía qué pensar al respecto. Aunque cada vez sentía una mayor necesidad física y emocional de estar cerca de Alberto, uno de los tantos prejuicios irracionales con los que había crecido, le repetía todo el tiempo que aún no era prudente mencionarle a nadie la naturaleza de su relación con aquel hombre que, después de todo, difícilmente sería aceptado por su círculo de amigos y familiares. Él, por su parte, parecía bastante conforme con la idea de que se trataba de un noviazgo secreto, cuya prohibición no hacía más que encender el placer de Luisa por la trasgresión.



- Ya llegamos – dijo Alberto, sacando a Luisa de su agradable ensoñación.
- ¿A dónde? – preguntó ella, sorprendida de no encontrarse frente a una de las bancas del parque donde acostumbraban reunirse.
- A mi cuarto – y luego agregó a modo de explicación.- Te acuerdas que ayer quedamos en que te traería a conocerlo.
Frente a ellos se levantaba un portón metálico de color café roñoso. Alberto sacó un llavero de su bolsillo y lo abrió. Sin decir una palabra, los dos atravesaron un pasillo húmedo y angosto, flanqueado por dos hileras de cuartuchos de block y lámina de zinc. Finalmente entraron en uno de los de aspecto más descuidado, que se encontraba hasta el final del pasillo.
Tan pronto como estuvieron adentro, Alberto encendió un foco para iluminar el cuarto que carecía de ventanas. El único mueble a la vista era un catre de campaña polvoriento, en el cual tuvo que sentarse Luisa para que el temblor de sus piernas no evidenciara su excitación.
- Alberto, hay algo que tengo que decirte – explotó por fin, sintiendo como todo el cuerpo se le hacía agua.
- Si, dime.
- Yo... Nunca he estado con nadie – Las manos de Luisa sudaban copiosamente.
- Me lo imaginaba – contestó Alberto tranquilamente y procedió a besarla como todo un experto, mientras Luisa se perdía en un confuso tamborileo de latidos de corazón, un dolor punzante y un placer que trepaba por sus venas hasta arrancarle la poca conciencia que todavía le quedaba de sí misma.
Durante el día siguiente, Luisa fue incapaz de borrar el rubor de sus mejillas. Se sentía extraña, como presa de una melancolía que aún no se atrevía a estallar completamente. El aire que llegaba a su nariz proveniente de cualquier dirección, le traía malos presagios que no tardaron en cumplirse. A la hora de la salida, mientras sus demás compañeras se marchaban a sus casas a comer, ella se quedó esperando la llegada del hombre que apenas el día anterior le cumpliera un deseo que ni ella sabía que tenía. Un par de horas después, emprendió el camino de regreso a casa de sus padres, sola por primera vez en casi tres meses, y dolorosamente convencida de que jamás volvería a ver a Alberto.
Varias veces en los meses que siguieron trató de buscarlo, pero nadie parecía saber nada de su existencia, ni siquiera la dueña de la vecindad donde se habían visto por última vez. Entonces fue cuando perdió por completo las esperanzas. Aunque casi no dormía por las noches y su piel adquirió un tinte amarillento, su talle comenzó a crecer de manera alarmante. Había sido usada y ahora temía lo peor, pero ni ella misma imaginaba que tan peor sería lo que le esperaba.
Finalmente un día, cuando ya todos en su casa y en la escuela estaban preocupados por su evidente falta de vitalidad, Luisa sintió un fuerte dolor que partía de lo más profundo de su vientre. Apenas tuvo tiempo de soltar un quejido y cerrar los ojos con mansedumbre bovina, antes de que su cuerpo reventara como un globo que ha sido inflado más de la cuenta. De entre el revoltijo de vísceras que quedara en su lugar, comenzó a surgir una multitud de pequeños seductores morenos, con ojos de serpiente y una cicatriz profunda marcándoles el rostro entre la oreja y la barbilla derechas.

Texto agregado el 10-01-2012, y leído por 103 visitantes. (0 votos)


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