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Invisible, está ahí con su vestido celeste. Yo la puedo ver, y me gusta. Nada se compara con ese vestido celeste. Los cabellos caen suavemente sobre sus senos y no existe nada más. La miro cada noche a través de mi ventana; ella sabe que la miro, que me deleito con su desnudez. Llega todos los días a las once de la noche. Parece venir de algún centro de estudios, siempre deja cuadernos sobre su mesa. Prende la luz, abre las cortinas, me mira; a pesar de que estoy escondido me regala una mirada coqueta.
Es un ritual verla desnudarse para mí.
Hay noches en las que me premia despojándose de ese vestido celeste que tanto me gusta. Ella baila para mí, se mueve impúdicamente tocando sus senos y sus caderas – aún cubiertas por sus ropas - y luego, con una sonrisa que denota vergüenza, se tapa la cara; se muerde un dedo con total descaro, mirando hacia mi ventana. Sus cabellos largos, sus labios carnosos, sus senos tiernos, su mirada retadora, su ombligo impúdico, sus manos delicadas, sus pies; son mi perdición.
La miro, la deseo, necesito hacerla mía. Decirle que la amo, que necesito beber de ella.
La observo, calmado e intranquilo al mismo tiempo; miro sus formas, sus movimientos. Ya se ha despojado - una vez más - de sus prendas superiores y me llama, sus senos me miran y me hacen una invitación directa.
Su vestido celeste en el suelo, una sola prenda inferior. Mira hacia mi ventana, su mirada me dice que me desea tanto como yo a ella. Esta noche es diferente, se queda unos instantes mirándome a través de las cortinas que me ocultan y como una despedida cierra las cortinas de su ventana. Apaga la luz. Sé lo que eso significa, después de tantos meses de deleitarme – ella – despojándose de su adorable vestido celeste; al fin me daba una señal; ya lo había entendido.
Me angustié, sentí temor, tenía vergüenza. Era lo que tanto deseaba pero una fuerza interior me impedía. Me decidí por fin, me puse de pie y camine hacia a la puerta, dejando mi cama desordenada, lista para cobijar mi cuerpo.
Caminé, y al caminar me temblaban las piernas, sentía frío, el aire cortaba mi rostro y lo refrescaba.
No tuve demasiados obstáculos, entré, subí las escaleras hasta el tercer piso; me ubiqué y toqué suavemente la puerta. La puerta estaba abierta y con algo de temor empuje la puerta. La vista interior era memorable. Allí estaba ella con su vestido celeste. Más hermosa que en mis más pervertidas divagaciones. Estaba acostaba sobre el sofá con las piernas abiertas, mostrándome parte de ellas; con el cabello suelto, con sutiles ondas. Me quedé absorto, y mirándome murmuró un suave “Hazme tuya”. Cerré tras de mí la puerta, y con el cuerpo temblando ella me recibió con un beso que no tenía fin. Era tan distinto verla a escondidas que tocarla, que besar esos labios que por tanto tiempo desee.
“¿Me amas?” pregunto ella; cómo no iba a amarla –pensé, la adoraba pero no dije palabra. Miré sus ojos marrones, estaba tan perfecta, tan mía.
Aún con la mirada sobre sus ojos, la tomé en mis brazos, la llevé hasta su habitación y la acosté sobre su cama. Ella sabía que yo vendría; había decorado con rosas rojas su cama y la habitación estaba perfumada con aroma a sándalo. Sentí amor, me sentí suyo. “Claro que te amo” le dije, sus ojos brillaron, me sonrió, se incorporó y, una vez más se despojó de su vestido celeste - dejándome admirar su cuerpo; verla desnuda de esa manera era una visión eterna, gloriosa. Ámame hasta que ya no tengas fuerzas- me dijo al oído. Me besó el cuello, retiró de mi cuerpo las prendas que impedían amarnos con libertad. Desnudos los dos, nos sumergimos, uno dentro del otro.
Su piel suave, emanaba un olor encarcelador, era prisionero de ella. Su piel, la besé desde los pies, hasta los cabellos; quedando, algunos minutos, repasando con mi boca los senos – sus senos - que hace unos instantes me habían hecho la invitación a amarla. Ella se gozaba en mis palabras, en mis caricias y respondía cariñosamente a mis movimientos. Sus caderas parecían tener órbita propia y mi cuerpo era su eje. Sus besos, dispersados por toda mi piel tocaban cada fibra, cada milímetro de mi sensibilidad más profunda, y me llevaba con ella a un vacío que no era vacío. Sus cabellos se enlazaban con mi cuerpo y me apretaban hacia ella. Algunos gemidos, algunos susurros se escucharon, y una sonrisa de satisfacción se marcó en el rostro angelical de mi amada. Era mía, era suyo; nuestras piernas se entrelazaban con las mías y entre palabras de amor nos quedamos dormidos, abrazados el uno al otro como si fuera la última vez que nos amaríamos.
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A la mañana siguiente la policía encontró el cuerpo sin vida de un hombre de 68 años acostado sobre su cama abrazando un vestido celeste, agujereado por las polillas y decolorado por el pasar de los años. Los vecinos del edificio comentaron que ese hombre era viudo desde hace cinco años y que hacía ya dos semanas que no salía de su apartamento.

Texto agregado el 13-01-2012, y leído por 78 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-01-2012 muy cuidado su estilo. Un gusto leerte. heraldo_negro
 
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