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Michael Foucault sostenía que los que ostentan el poder definen la normalidad. Defendí esa idea hasta que percibí un error en ella, principalmente porque mantiene cierta discordancia con el concepto de democracia, de eso que, según occidente, es el gobierno de los pueblos. Luego, volví a defenderla, una vez que comprobé que mi trabajo teórico hondaba en dispositivos imposibles de contrastar con la empiría. En fin, yo me entiendo.

Así las cosas, he dejado de beber y he abandonado proyectos. También, lo confieso, he salido menos a la calle. Mi casa ha mutado en una jaula de coyotes dotado de tecnologías y ostracismo, e intento reducir mi tamaño hasta que las lunas adopten mi forma. No cabe en mí la posibilidad de hacer otras cosas: tengo miedo; es un miedo profano, instintivo. Sin embargo, con antelación a estas decepciones, que por lo demás no son montajes alegóricos de un insociable, supe llevar una vida más o menos uniforme, estandarizada, con aciertos de tipo común. Es cierto que un día noté que el camino de mi casa al trabajo era toda la aventura posible para mí. No importa. Probablemente, la historia que aquí me propongo a contar no despierte emoción alguna. No lo haré con este propósito; ciertos niveles de humillación estoy dispuesto a tolerar. La contaré, a secas, solo para prevenirlos porque hoy he despertado de buen genio.

Sucedió en el ´99, en un bar de Temperley. Me encontraba bebiendo un whiskie, uno de los peores que he degustado. Sabía a orín, y además adolecía de temperatura y edad. Con la mirada registraba celosamente el antro, atiborrado de almas simples, de las que me causan sorpresas, culpables de no sé cuántas fechorías. Estaba allí por una razón: por el artista, el tiránico de la prosa, la voz herida, la conjunción exquisita de lírica dentellada y compromiso. Algo somnoliento, aplanado en el humo, lo vi aparecer.

El tipo subió al escenario (que no era otra cosa más que una tarima a punto de desmoronarse) y colocó una banqueta justo debajo de una tenue luz azul. Se sentó en ella y sacó una guitarra acústica del estuche. Era una Washburn. La conectó a un amplificador. En solo segundos, la afinó valiéndose de un diapasón de metal al que hizo vibrar golpéandolo en la caja del instrumento. Luego, ecualizó el sonido. Se cercioró de que no tuviera lugar desbalances. Ordenó, con un gesto, un vaso con jugo de limón. En su último concierto, había tenido problemas con su garganta; solía padecer ataques de tos y flemas. Una camarera enfundada en cuero negro y de caderas malvadas tuvo la gentileza de alcanzarle el vaso con jugo de limón. De inmediato, el tipo comenzó a cantar. Al hacerlo, su voz silenció las que pululaban en la clandestinidad de la noche.

Terminada su primera canción, encendió un cigarro. Nada dijo. Lo fumó, arrastrando su mirada por las caras apagadas de su público, sus sensibles incondicionales. Solo atinamos a observarlo; pero también lo hacíamos entre nosotros: ese tipo nos despertaba alguna emoción fantástica en el menguar de la madrugada y el devenir de las primeras luces matinales, que nos mantenía cautivos y absortos. Se llevaba el cigarro a la boca y largaba el humo por la nariz. También lo hacía por la boca, formando pequeños círculos, que terminaba por deformar con sus manos. Cada tanto, jugaba a desafinar y afinar su guitarra. Terminó el cigarro y lo arrojó al piso, sin apagarlo. En seguida, siguió cantando.

Entonó una veintena de hermosas canciones folk de su extenso y noble repertorio. A mi gusto, faltaron “Raven, el criminal y estadista”, “Levitando en Rusia” y “Gas pimienta para las masas desconsoladas”, sus mejores composiciones. Escuché que alguno se quejó porque no interpretó “Un dólar entre las piernas” ni “Amor despótico”. En fin, todos allí esperábamos cosas distintas.

Cuando terminó su concierto, y antes de retirarse, nos confesó que aquella era su última función. Sentí desvanecer en un hondo penar. Su honestidad desmanteló mis ilusiones, en verdad, y creí estremecer: él, mi ídolo, me abandonaba. Sentí la orfandad rondar en torno a mí, otra vez. Segundos después, advertí que no era el único al que la novedad lo había perturbado. Nos quedábamos sin Cristo, sin crucifixión.

Un incauto entre el gentío exigió una razón, increpándolo. El cantante no contestó de inmediato y, de hecho, no lo hizo en momento alguno. Decidió que era propicio mantenerse en el silencio, después de todo el artista sabe lo que hace y por qué. El incauto volvió a preguntar, solo que esta vez lo notamos enfurecido. Tomó una botella y la partió contra una columna. Su mano sangraba. Pasamos de la contemplación a la expectación silenciosa y quizás a la perversidad. El instante se tensó y todo lo mágico se deslizó a un plano secundario.
Lo cierto es que el cantante no dio las razones. El incauto, tras un ataque de ira que supimos controlar a tiempo y entre muchos, asimiló la verdad con dolor. Algunos lloraban silenciosamente. Otros gemían afligidos.

Desde entonces y una vez a la semana, el incauto (cuyo nombre sé que es falso) viene a mi casa y me visita. Solo un desequilibrado con mi distorsionado sentido de la realidad pudo darle la dirección de su casa a un lunático como él, cuyo fanatismo desencajó por completo su cordura. El tipo zozobra por fuera de toda sensatez y, aún así, mantiene cierta lucidez que prefiero olvidar. Jura que me visita porque me estima y porque supe ayudarlo, y por el entusiasmo que nos despierta las canciones del artista retirado.

Sé, no obstante, que me visita por otra razón. Aquella noche, al consumarse el show, el cantante me obsequió su vieja guitarra acústica. También sé que, en cierta forma, el peligro se apuesta y me circunda, ya que no faltara oportunidad para que intente lo peor: hacerse del instrumento una vez que consiga apoderarse de mi amistad. Ignoro hasta dónde es capaz de llegar. Y algo me dice que, en la noche de hoy, me estará visitando. Por las dudas, y por si acaso, esconderé una navaja en mi cintura. No vaya a ser cosa que, conjeturando lo inevitable, me tome por desprevenido y consiga su cometido.


® Boro Laicris.

Texto agregado el 13-01-2012, y leído por 127 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-01-2012 Bueno, con una introducción desafiante. Cargado de emociones y un desenlace que invita a continuar la historia según la imaginación del lector.***** pithusa
13-01-2012 Excelente y romántico título. Narrativa que parte de un punto impactante y que abre el camino de lo sujetivo. Y que al avanzar, alumbra lo objetivo. Felicito tu forma de eternizar un regalo. Felicito también tu estilo. peco
13-01-2012 Una excelente narración, tus letras atrapan y mantienen un suspenso en la parte final. muy buen texto. Niebla-Peregrina
 
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