La imagino despierto, la veo tan real en mis más fervientes sueños que, desearía no despertar jamás.
Ella está ahí, mirándome de pie, a través de la puerta de vidrio que separa el interior de la casa con el jardín. Yo siembro un pequeño cactus, mis manos llenas de tierra mojada, sucias, terminan de enterrar sus raíces. Ella se acerca, hermosa, única, lleva un largo vestido blanco y, en los pies; unas sandalias al estilo romano. Sus cabellos poseen ondas que estando desnuda cubren su pecho. Su voz es melodiosa y es un placer escucharla.
Me llama por mi nombre y una sonrisa angelical se marca en su rostro límpido. Su llamado es una invitación a probar sus delicias culinarias. El olor es intenso, agradable, la sazón incomparable. Me pide que limpie mis manos antes de consumir de su olla. Muy cuidadosa, siempre ve todos los detalles necesarios. Su palabra no es una daga sino, una caricia casi maternal.
Sus modos son impecables, siempre delicada, siempre femenina, siempre decidida, siempre dispuesta a tomar la iniciativa, siempre íntegra, siempre interesada en aprender, siempre humilde y sencilla- pero a la vez orgullosa de ser lo que es; siempre celosa de lo que le pertenece, siempre dócil, siempre justa; siempre perseverante, esforzada y trabajadora, siempre cómplice y confidente, siempre la mejor amiga, siempre protectora, siempre espontánea, siempre educada, siempre juguetona, siempre comprensiva, siempre intensa, siempre fiel, siempre mía; así es mi amada, virtuosa.
En la mesa, dos platos, sobre unos mantelitos color hueso que ella misma tejió. Le digo algunas ocurrencias graciosas y ella, se ríe, deja oír sus carcajadas a todo volumen. La tarde es nuestra, llena de recuerdos y anécdotas, siempre hay algo que contar, algo de qué hablar perdiendo la noción del tiempo. Acostados frente al jardín exterior, sobre una manta, ella me cuenta una vez más sus travesuras de niña. Vemos como la luz del sol empieza a apagarse y el cielo se vuelve más oscuro. Le susurro algunas palabras al oído y ella ríe suavemente, cómplice; su mirada responde, la levanto en brazos y la llevo dentro.
La ternura con la que ella me ama es sublime, sus caricias parecen adormecerme y me tiene rendido a ella. Le da vida a mi vida, y yo la hago feliz. Ella es la parte faltante de mi corazón, es por eso que vivo ardiente de deseo y pasión, sediento de experimentar, de aprender, de ser lo que soy junto a ella. Su mirada es de fuego, comunica mil emociones sin decir palabra. Y sólo necesita mirarme para entender sus pensamientos más íntimos.
Ella es demasiado tierna, demasiado bella, demasiado libre, demasiado mía. Es humana pero a mis ojos es divina, y su magia embruja, me tiene ligado a sí misma. Soy un rehén que no desea ser liberado, pues en ella está la libertad.
Los días de trabajo, las noches de reconciliación, la cenas furtivas, las sorpresas, la pasión incontenible en nuestros vasos y sólo se vacían cuando el amor apremia en nuestros ojos llameantes.
Apasionada; por aprender, por hacer, por decir, por vivir; por mí. La enamoré por la pasión que llevo dentro, la enamoré por lo que soy; me enamoró por ser única en su especie, la ultima que quedó, su especie se extinguió, mas ella sobrevivió por el amor entre los dos.
Cansados, entre el silencio de las paredes, y el agitar de nuestros latidos, mirándonos, nos dormimos profundamente.
Despierto feliz, volteo mi rostro para verla, para admirarla y despertarla con un “te amo”; más ella no está no a mi lado; no se ha ido a preparar el desayuno, no. La imagino despierto, la veo tan real en mis más fervientes sueños que, desearía no despertar jamás; pero ya desperté y sólo imaginándola podré estar junto a ella, junto a mi amada.