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¿LOS MUERTOS ESTAN BIEN MUERTOS?

La historia que les voy a contar nos la contó mi abuelo, alma bendita que en paz descanse…y se refería a la Loja de su tiempo, del tiempo en que por las noches salían a caminar, bien campantes, por las calles adoquinadas, todos los diablos, fantasmas y muertos resucitados.
El niño “Puluco” (así le decían con cariño a ese muchacho medio loco, suco y ojiverde), “hasta Piura conocía, y bien leído era”, decía mi abuelo y por eso bien seguro y equivocado estaba que no había nada más allá de la muerte y que todo era invento de unas cuantas viejas cándidas y miedosas.
Y es el caso que el llamado Puluco era de buen hablar, bueno para contar cachos y para inventar historias y bien flojo para la tape’tuza: con dos copas adentro, un poco se trastornaba y le cogía la raya de querer llevárselos a todos al cementerio para que vean que los muertos, bien muertos están, y no se andan levantando a pasear sus esqueletos por cualquier parte.
En el velorio de don Baudelio, un viejo y gordinflón y chulquero de Loja al que la muerte lo sorprendió en plena lujuria, acariciando morbosamente y babeando de placer frente a sus doradas y adoradas esterlinas…, y de quien se decía, la noche de su velorio, que no estaba dentro del ataúd porque el diablo en persona, aprovechando del cansancio y del sueño de los pocos parientes y vecinos que lo acompañaban, vino con dos diablos más, bien forzudos y se llevaron su alma pecadora y su cuerpo lleno de manteca. Al darse cuenta de lo sucedido, los parientes se quedaron chitún y en chiqui nomas decidieron llenar la caja del muerto con adobes y clavarla para que nadie quiera ver al finado hasta la ceremonia del entierro. En el velorio de don Baudelio se hicieron muchos comentarios y chismes sobre el triste fin del pobre viejo. Puluco y sus panas también se enteraron. Puluco, como era de esperar, no perdió la oportunidad de citar a los amigos en la cantina de Tranquilino, en San Sebastián, después del entierro.
A las once de la noche estaban todos. Copas van, copas vienen… la conversación sube de tono y los borrachos se ponen necios ¡Qué diablos!, ¡qué fantasmas ni qué pendejadas! Los machos vamos conmigo para que vean que todo es purito cuento y mentiras… no mas
¡Chuta! ¿Cómo decirle que no al loco Puluco? Si no iban, los cogía de patos; serían la irrisión de Loja; acusados desde giles, flojos, pichi-cagas hasta maricas. De todo hubiesen tenido que aguantar.
Haciendo “de tripas corazón”, temblequeándoles las talangueras y aguantando el culillo, iban saliendo dos…, tres…, cuatro… y uno más, que se lo jalaron los otros. Le dijeron al loco: “Ya’pes, vamos ¿quién, quién ha dicho miedo, carajo? Vamos, muévanse hembras tilicosas, vamos”.
Y a las doce de la noche, cuando todo el mundo sabe que es la mala hora, el Puluco, alzando la voz y una botella de trago fuerte, grito decidido: ¡Bueno vamos!, apúrense.
Todos iban vestidos con sombrero y capa negra a la usanza de ese tiempo. No podía ser de otra manera en un enterro un entierro. Caminaban presurosos pasándose la botella para darse ánimos. Llegaron sudando frio más que de cansancio del purito miedo, porque de San Sebastián al cementerio viejo de San Pedro no está muy lejos.
Apenas llegaron a la puerta del cementerio, el Puluco tomó la delantera, encargó la botella a cualquiera de sus amigos y, sacando una pala que llevaba debajo de su capa, fue a pararse frente a la tumba del pobre chulquero. De un puntapié botó la cruz de madera en donde se leía Baudelio y el apellido… y en seguida empezó a cavar frenéticamente la tierra que estaba suave. Apenas a medio metro ya encontró el ataúd. Muy seguro de lo que hacía, el Puluco desclavó la tapa y, efectivamente, el muerto estaba allí y, como decía siempre el Puluco, “bien muerto”.
¡Ya ven zoquetes! ¡¿Qué les dije ignorantes?! Ah, ah, ¿qué les dije? !Mejor pasen acá esa botella que quiero echarme la del estribo…! ¡Salud babosos!
Nunca pudo estar más feliz el Puluco, ni más asombrados sus amigos. Después de un buen rato de hurras para sí, y vueltas levantando los brazos, agotado, sudando y bien borracho, se sentó a clavar de nuevo la tapa del ataúd. Puso la tierra que había sacado y, cuando terminó, dijo: ¡bueno, se acabó el espectáculo, vámonos! Los amigos vieron que Puluco se había olvidado de poner la cruz y uno de ellos la tomó en sus manos y cerrando los ojos, con todas sus fuerzas, la clavó en el suelo. En ese mismo instante Puluco sintió un gran tirón, se dio la vuelta inmediatamente y vio horrorizado que la punta de su capa estaba enterrada debajo de la cruz. No había duda, pensó Puluco, Don Baudelio enojado porque no lo dejaban descansar en paz, lo estaba jalando, junto con él al infierno. Dando un terrible alarido cayó muerto “bien muerto” para no levantarse jamás.
Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec


Loja Ecuador, 10 de enero de 2012

Texto agregado el 14-01-2012, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


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