| Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudadasistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa
 devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su
 mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro
 la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez
 años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y
 jardinero a la vez.
 La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido
 blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y
 balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal
 de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había
 visto invadida más tarde por garajes y fábricas de
 algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de
 los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado
 la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta
 decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina,
 ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la
 ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a
 reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que
 descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y
 anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que
 habían caído en la batalla de Jefferson.
 Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la
 ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada
 tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el
 Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría
 salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa
 que había comenzado cuando murió su padre y que más
 tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia
 fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó
 un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había
 hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de
 este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de
 la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido
 capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la
 señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
 Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas,
 maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo
 tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron
 a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución,
 pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en
 el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana
 más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole
 ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con
 comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado
 de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía,
 comunicándole que no salía jamás de su casa.
 Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin
 más comentarios.
 Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una
 delegación para que fuera a visitarla.
 Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie
 había traspasado desde que aquélla había dejado de dar
 lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron
 recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual
 arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras
 aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado,
 un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en
 cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron
 que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una
 nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas,
 perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la
 chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la
 señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
 Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una
 mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en
 torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se
 perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña
 estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan
 sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como
 un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus
 ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos
 pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones,
 cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le
 explicaban el motivo de su visita.
 No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente,
 hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron
 oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena,
 oculto en el cinturón.
 Su voz fue seca y fría.
 -Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me
 eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les
 informarán a su satisfacción.
 -De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha
 recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
 -Sí, recibí un papel -contestó la señorita
 Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago
 contribuciones en Jefferson.
 -Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante.
 Nosotros debemos...
 -Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
 -Pero, señorita Emilia...
 -Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto
 hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en
 Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la
 salida a estos señores.
 II
 Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores
 que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes
 había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto
 del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte
 de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos
 que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su
 padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su
 prometido desapareció, casi dejó de vérsele en
 absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla,
 no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era
 el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y
 salía con la cesta del mercado al brazo.
 “Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina
 limpia”, comentaban las señoras, así que no les
 extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto
 constituyó otro motivo de relación entre el bajo y
 prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
 
 Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante
 el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
 -¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
 -¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden
 para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
 -No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que
 el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le
 hablaré acerca de ello.
 Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas
 partió de un hombre que le rogó cortésmente:
 -Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo
 querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer
 algo.
 Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban
 canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la
 joven generación, al que hablaron del asunto.
 -Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita
 Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo
 lleve a cabo y si no lo hace...
 -Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted
 a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
 Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro
 hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia
 y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando
 los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que
 daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado
 movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un
 saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y
 allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas
 a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso,
 detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura,
 vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil
 como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los
 algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos
 más tarde, aquel olor había desaparecido.
 Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera
 compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana
 tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y
 creían que los Grierson se tenían en más de lo que
 realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante
 bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
 representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta
 figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer
 término, su padre, dándole la espalda, con un látigo
 en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su
 mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años
 en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos
 por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A
 pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
 señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido
 aprovecharlas..
 Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba
 en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al
 fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se
 había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría;
 ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación
 de tener un céntimo de más o de menos.
 Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron
 a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame,
 como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de
 pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre
 no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días,
 visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de
 persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto.
 Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la
 señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron
 a enterrar al padre.
 No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo
 más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes
 que su padre había desechado, y sabiendo que no le había
 quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría
 más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo
 había despreciado.
 III
 La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a
 ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más
 joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que
 figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la
 vez trágica y serena...
 Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para
 pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre
 empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con
 negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer
 Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y
 ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad
 solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los
 negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer
 el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la
 ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a
 carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer
 Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a
 verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del
 domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos
 bayos de alquiler...
 Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia
 tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras
 decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a
 un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y
 éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena,
 por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera
 señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse
 oblige- y exclamaban:
 “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a
 acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía
 familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su
 padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt,
 aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto
 toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían
 venido al funeral.
 Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre
 Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees
 que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué
 va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de
 la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las
 ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el
 vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo,
 podía oírse a las señoras exclamar una vez más,
 entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
 Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la
 cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que
 la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca,
 reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante
 de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno
 para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo
 se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno
 para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de
 cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos
 primas vinieron a visitarla.
 -Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo
 más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque
 algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros
 brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada
 en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del
 que se halla al pie de una farola.
 -Necesito un veneno -dijo.
 -¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las
 ratas? Yo le recom...
 -Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la
 clase.
 El droguero le enumeró varios.
 -Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted
 desea. . .?
 -Quiero arsénico. ¿Es bueno?
 -¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero
 ¿qué es lo que desea...?
 -Quiero arsénico.
 El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de
 arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
 -¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo
 desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a
 emplear.
 La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza
 levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste
 desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo
 empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero
 se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la
 señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la
 caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
 IV
 Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se
 irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que
 podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos:
 “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás
 ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los
 hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en
 el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y
 repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de
 las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la
 calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con
 su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el
 látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
 Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello
 constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la
 juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin
 las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita
 Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla.
 Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante
 el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva
 visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja
 cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa
 del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia
 tenía en Alabama....
 De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a
 observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y
 empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita
 Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un
 juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos
 días más tarde nos enteramos de que había encargado un
 equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos
 dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos
 alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la
 señorita Emilia tenía en casa eran todavía más
 Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
 Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues
 la pavimentación de las calles ya se había terminado
 hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no
 hubiera habido una notificación pública; pero creímos
 que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a
 ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una
 verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para
 ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se
 fueron y, como esperábamos, tres días después
 volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la
 cocina, en un oscuro atardecer....
 Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron.
 También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún
 tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero
 la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en
 cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que
 algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no
 fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de
 esperar, como si aquella condición de su padre, que había
 arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado
 virulenta y furiosa para morir con él....
 Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y
 su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue
 acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los
 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris
 plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
 Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada,
 excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en
 los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un
 estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y
 nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma
 regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a
 la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la
 colecta.
 Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
 Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la
 ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a
 las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus
 pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar
 según las manidas imágenes representadas en las revistas para
 señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así
 permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la
 señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles
 que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y
 que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír
 hablar de ello.
 Día tras día, año tras año, veíamos al
 negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada
 año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la
 señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era
 devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna
 vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo
 -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al
 torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no
 dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía
 decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra
 generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y
 perversa.
 Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo
 y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro
 torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya
 tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información
 del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama,
 pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
 Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida
 cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada
 amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
 V
 El negro recibió en la puerta principal a las primeras
 señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar
 curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció.
 Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se
 volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia
 llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día
 siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la
 señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a
 lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada
 por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los
 hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su
 cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
 contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado
 con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión,
 como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un
 camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace
 variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de
 los últimos diez años.
 Sabíamos ya todos que en el piso superior había una
 habitación que nadie había visto en los últimos
 cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No
 obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia
 descansara en su tumba.
 Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran
 cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta
 habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera
 parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba:
 sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas,
 también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la
 araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata
 tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban
 marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como
 si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el
 tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del
 polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
 cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
 El hombre yacía en la cama..
 Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella
 apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la
 actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más
 que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo
 que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido
 camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama
 en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su
 lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
 Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
 depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí
 estábamos levantó algo que había sobre ella e
 inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras
 narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga
 hebra de cabello gris.
 
 
 
 
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