| Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar uncorsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris
 amarillento, algo así como el color de la madera, adornado
 discretamente con borlas en forma de botón, de igual color; siempre
 sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero
 también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con
 agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse
 las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con
 asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión
 que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos
 estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y
 sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica, es
 completamente normal.
 Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre
 tiene algo que objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con
 ella, cada paso mío la irrita; si la vida pudiera cortarse en trozos
 infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado, estoy seguro de que
 cada partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto.
 A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto?
 Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido de la belleza,
 su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus esperanzas;
 hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se
 preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre
 nosotros que la obligue a soportarme. Debería decidirse a
 considerarme un perfecto desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en
 cuenta que semejante decisión no me molestaría, más
 bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a
 olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar,
 y jamás querré; y evidentemente, todos sus tormentos
 terminarían. Hago total abstracción de mis sentimientos y no
 tengo en cuenta que su actitud también es para mí,
 naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco
 perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De
 todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el
 afecto; no le interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que
 en mí le desagrada es justamente lo que menos puede impedirme
 mejorar. Pero tampoco le importa que yo progrese, solamente le importan sus
 intereses personales, que consisten en vengarse de los sufrimientos que le
 provoco, e impedir los sufrimientos con que pueda volver a amenazarla. Ya
 una vez intenté indicarle la mejor manera de poner fin a este
 resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal
 arrebato de furor, que nunca más repetiré esa tentativa.
 
 Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo,
 cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre la
 mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única
 relación existente es la irritación que le produzco, o
 más bien la irritación que ella permite que yo le produzca,
 no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios
 físicos que le produce. De vez en cuando, y estos últimos
 tiempos más a menudo, me llegan informes de que esa mañana
 amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y casi
 incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten
 perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora
 no lo han descubierto. Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre
 renovada irritación. Claro que no comparto totalmente las
 preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien puede
 enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto
 las consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella -por lo
 menos a veces- simula sufrimientos para dirigir hacia mí las
 sospechas de la gente. Es demasiado orgullosa para decir abiertamente
 cómo sufre por culpa de mi simple existencia; recurrir a los
 demás contra mí le parecería rebajarse a sí
 misma; sólo la repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de
 impelerla, consigue que se ocupe de mí; discutir abiertamente algo
 tan impuro le parecería demasiada vergüenza. Pero
 también es demasiado para ella callar constantemente algo que la
 oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término
 medio: callar, y sólo mediante las apariencias exteriores de un
 sufrimiento oculto, llamar la atención pública sobre el
 asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención
 pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor
 general y público, y con todos sus vastos poderes éste
 consiga condenarme definitivamente, con mucho más vigor y rapidez
 que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se
 retiraría de la escena, respiraría con alivio y me
 volvería la espalda. Ahora bien, si estas son realmente sus
 esperanzas, se engaña. La opinión pública no la
 sustituirá en su papel; la opinión pública nunca
 encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me
 estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan
 inútil como ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y
 mucho menos cuando se trata de este asunto; pero si no llamo la
 atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la llamo por
 mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y
 casi lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a
 nadie más. Por lo tanto, ¿puedo sentirme por completo
 tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque cuando sea
 realmente de conocimiento público que mi comportamiento está
 provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por
 ejemplo mis más activos informadores, estén a punto de
 advertirlo, o por lo menos adopten la actitud de advertirlo, y la gente
 venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre mujercita con
 mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la
 tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más
 sensato y de demostrar suficiente compasión para poner fin a todo
 eso; cuando la gente me haga esta pregunta, me costará bastante
 responder. ¿Confesaré francamente que no creo en sus
 síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable
 impresión de que para librarme de mi culpa culpo a otro, y
 justamente de una manera tan poco galante? ¿Y cómo
 podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella
 está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que
 la mujer en cuestión es para mí una perfecta desconocida, y
 que la relación que existe entre nosotros es pura invención
 de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían;
 más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de
 dudar; simplemente, se tomaría nota de la respuesta relativa a una
 mujer débil y enferma, y esto no me haría mucho honor. Tanto
 con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría
 inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como
 éste, la sospecha de una relación amorosa, aunque es
 más evidente que la luz del día que semejante relación
 no existe, y que si existiera, se originaría más bien en
 mí y no en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de
 admirar en esta mujercita la potente rapidez de sus juicios y la
 infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas mismas cualidades no
 estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo caso, ella no
 muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es
 honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería
 imposible que la conveniencia de su plan de campaña la llevara a
 hacerme creer en una relación de ese tipo, olvidándose de
 sí misma hasta el punto de cometer una acción semejante. Pero
 la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas,
 seguirá siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se
 decidirá en mi contra.
 
 Por lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que
 intervengan los demás, lo suficiente no para anular el rencor de la
 mujercita, que es inconcebible, sino por lo menos para dulcificarlo. Y en
 efecto, muchas veces me he preguntado si me agrada tanto mi estado actual
 que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible provocar en
 mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino
 simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de
 hacerlo, no sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me
 divertía; logré ciertas modificaciones visibles desde muy
 lejos, no necesitaba llamar la atención de la mujercita sobre ellas,
 ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede percibir por la
 expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no
 logré ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido
 lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como bien lo comprendo ahora,
 fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni siquiera mi propia
 desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería
 posiblemente inmenso.
 
 Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan aguda, no comprenda
 todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la inutilidad de sus
 esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la mejor
 voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo
 comprende, pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el
 apasionamiento del combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo
 imaginar diferente porque me pertenece de nacimiento, consiste justamente
 en susurrar suaves consejos a quien está enfurecido. De este modo,
 naturalmente, no llegaremos jamás a entendernos. Día tras
 día saldré de la casa con mi habitual alegría
 matutina, para encontrarme con ese rostro amargado, con la curva
 desdeñosa de esos labios, la mirada investigadora (y ya antes de
 investigar, segura de lo que encontrará que me explora y a la que
 nada escapa, sea cual sea su brevedad, la sonrisa sarcástica que
 abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada lastimera elevada hacia
 el cielo, las manos que se plantan en las caderas, para reunir más
 aplomo, y luego, el temblor y la palidez de la ira al estallar.
 
 No hace mucho -y por primera vez, como advertí asombrado entonces-
 mencioné algo de este asunto a un buen amigo mío, sólo
 de pasada, sin darle importancia; con sólo dos palabras le hice un
 rápido resumen de la situación; tan poca cosa me parece
 cuando la contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco
 sus proporciones. Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la
 cuestión, sino que por cuenta propia le dio más importancia
 que yo, no quería cambiar de tema, e insistía en discutirlo.
 Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo,
 subestimara el problema en uno de sus aspectos más importantes,
 porque me aconsejó seriamente que me alejara por un tiempo, que
 viajara. Ningún consejo podría ser más incomprensible;
 la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de cerca
 puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan
 simple que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una
 parte. Nada de eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me
 decido a seguir algún plan, éste debe consistir esencialmente
 en mantener el asunto dentro de los reducidos límites que hasta
 ahora ha tenido, no dejar penetrar en él al mundo exterior, o sea
 quedarme tranquilo donde estoy, y no permitir que el asunto ocasione
 ningún cambio considerable e importante, lo que significa no hablar
 con nadie de la cuestión; pero todo esto no porque se trate de un
 peligroso misterio, sino porque es una cuestión desdeñable,
 puramente personal, y como tal indigna de tanta atención; y porque
 no debe dejar de serlo. Por eso las observaciones de mi amigo no fueron
 totalmente inútiles; no me revelaron nada nuevo, pero fortificaron
 mi primitiva resolución.
 
 En efecto, si se lo considera atentamente, las modificaciones que con el
 correr del tiempo parece haber sufrido este asunto, no son modificaciones
 del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud
 ante él, una indicación de que esta actitud se ha vuelto por
 una parte más tranquila, más viril, más cerca del
 fondo de la cuestión, y por otra parte, bajo la incesante influencia
 de estos continuos sobresaltos, por insignificantes que parezcan, ha
 provocado cierta alteración de mis nervios.
 
 Este asunto me preocupa menos que antes, porque comienzo a creer que
 comprendo que por más cerca que hayamos creído encontrarnos
 de una crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se
 está predispuesto a calcular con demasiado apresuramiento, en
 especial cuando se es joven, la rapidez con que se producen las crisis
 decisivas; cada vez que mi pequeño juez femenino, debilitado por
 culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de costado en una silla
 sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose
 los lazos del corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor
 y desesperación corrían por sus mejillas, yo creía que
 el instante de la crisis había llegado, y que de un momento a otro
 me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento
 decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad,
 la gente ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y
 qué sucedió realmente durante todos estos años? Muy
 simple: estas situaciones se repitieron, a veces más violentamente,
 a veces menos, y que en consecuencia su suma total ha aumentado. Y la gente
 acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran descubrir una
 oportunidad que se lo permitiera; pero no encuentran ninguna, hasta ahora
 se han visto obligados a reducirse a lo que podían olfatear en el
 ambiente, y bastante había como para mantenerlos ampliamente
 ocupados, pero allí terminaba todo. Pero siempre ha sido
 fundamentalmente así, siempre existieron esos inútiles
 espectadores y esos olfateadores, que excusaban su presencia con pretextos
 ingeniosos, con preferencia de parentesco, siempre espiando, siempre
 olfateando toda clase de pistas, pero la consecuencia de todo esto es
 simplemente que allí están todavía. La única
 diferencia consiste en que poco a poco he llegado a conocerlos, y a
 distinguir sus caras; en otros tiempos, yo creía que acudían
 paulatinamente de todas partes, que las repercusiones del asunto aumentaban
 y provocarían por sí solas la crisis definitiva; hoy creo
 saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la
 crisis definitiva poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis
 ¿por qué la dignifico con un nombre tan pomposo? Suponiendo
 que algún día -que no será seguro mañana ni
 pasado mañana ni probablemente nunca- ocurriera que la
 opinión pública se interesara en este asunto, lo que insisto
 en repetir, no le compete, no saldré seguramente indemne de dicho
 proceso, pero también es indudable que tendrán en
 consideración el hecho de que la opinión pública no le
 desconoce totalmente, y que hasta ahora siempre he vivido a la plena luz,
 confiado y digno de confianza, y que esta insignificante y desdichada
 mujercita, recién llegada a mi vida, a quien, hago notar de paso,
 otro hombre habría considerado hace mucho como insignificante y, sin
 llamar en lo más mínimo la atención de la
 opinión pública, la habría aplastado bajo sus pies;
 esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría agregar un
 odioso adorno al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la
 opinión pública como miembro respetable de la sociedad.
 Así están actualmente las cosas, de modo que no tengo muchos
 motivos de preocupación.
 
 El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un poco
 inquieto no tiene nada que ver en realidad con el significado esencial del
 asunto; es simple: es insoportable ser el constante motivo de ira de otra
 persona, aun cuando se sabe perfectamente que esa ira es infundada; uno se
 siente inquieto, se empieza, de una manera puramente física, a
 eludir las crisis decisivas, aun cuando honradamente no crea demasiado en
 su posibilidad. Además, esto representa en cierta forma un
 síntoma de envejecimiento; la juventud lo mejora todo; las
 características desagradables se pierden en la fuente de vigor
 inagotable de la juventud; si una persona tiene mirada astuta cuando es
 joven no se considera un defecto, ni siquiera se advierte, ni siquiera
 él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son restos,
 todo es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y
 la mirada astuta de un hombre que envejece es francamente una mirada
 astuta, y no es difícil reconocerla. Sólo que tampoco en este
 caso constituye un empeoramiento real de su condición.
 
 Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere resulta
 evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este
 pequeño asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía
 podré seguir viviendo durante mucho tiempo la vida que hasta ahora
 he vivido, imperturbado por el mundo, a pesar de todos los arrebatos de
 esta mujer.
 
 
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