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Inicio / Cuenteros Locales / elclubdelapaginaazul / Círculo de lectura: La mujercita de F. Kafka

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Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un
corsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris
amarillento, algo así como el color de la madera, adornado
discretamente con borlas en forma de botón, de igual color; siempre
sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero
también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con
agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse
las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con
asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión
que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos
estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y
sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica, es
completamente normal.
Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre
tiene algo que objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con
ella, cada paso mío la irrita; si la vida pudiera cortarse en trozos
infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado, estoy seguro de que
cada partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto.
A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto?
Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido de la belleza,
su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus esperanzas;
hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se
preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre
nosotros que la obligue a soportarme. Debería decidirse a
considerarme un perfecto desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en
cuenta que semejante decisión no me molestaría, más
bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a
olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar,
y jamás querré; y evidentemente, todos sus tormentos
terminarían. Hago total abstracción de mis sentimientos y no
tengo en cuenta que su actitud también es para mí,
naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco
perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De
todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el
afecto; no le interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que
en mí le desagrada es justamente lo que menos puede impedirme
mejorar. Pero tampoco le importa que yo progrese, solamente le importan sus
intereses personales, que consisten en vengarse de los sufrimientos que le
provoco, e impedir los sufrimientos con que pueda volver a amenazarla. Ya
una vez intenté indicarle la mejor manera de poner fin a este
resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal
arrebato de furor, que nunca más repetiré esa tentativa.

Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo,
cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre la
mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única
relación existente es la irritación que le produzco, o
más bien la irritación que ella permite que yo le produzca,
no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios
físicos que le produce. De vez en cuando, y estos últimos
tiempos más a menudo, me llegan informes de que esa mañana
amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y casi
incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten
perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora
no lo han descubierto. Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre
renovada irritación. Claro que no comparto totalmente las
preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien puede
enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto
las consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella -por lo
menos a veces- simula sufrimientos para dirigir hacia mí las
sospechas de la gente. Es demasiado orgullosa para decir abiertamente
cómo sufre por culpa de mi simple existencia; recurrir a los
demás contra mí le parecería rebajarse a sí
misma; sólo la repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de
impelerla, consigue que se ocupe de mí; discutir abiertamente algo
tan impuro le parecería demasiada vergüenza. Pero
también es demasiado para ella callar constantemente algo que la
oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término
medio: callar, y sólo mediante las apariencias exteriores de un
sufrimiento oculto, llamar la atención pública sobre el
asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención
pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor
general y público, y con todos sus vastos poderes éste
consiga condenarme definitivamente, con mucho más vigor y rapidez
que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se
retiraría de la escena, respiraría con alivio y me
volvería la espalda. Ahora bien, si estas son realmente sus
esperanzas, se engaña. La opinión pública no la
sustituirá en su papel; la opinión pública nunca
encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me
estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan
inútil como ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y
mucho menos cuando se trata de este asunto; pero si no llamo la
atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la llamo por
mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y
casi lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a
nadie más. Por lo tanto, ¿puedo sentirme por completo
tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque cuando sea
realmente de conocimiento público que mi comportamiento está
provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por
ejemplo mis más activos informadores, estén a punto de
advertirlo, o por lo menos adopten la actitud de advertirlo, y la gente
venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre mujercita con
mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la
tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más
sensato y de demostrar suficiente compasión para poner fin a todo
eso; cuando la gente me haga esta pregunta, me costará bastante
responder. ¿Confesaré francamente que no creo en sus
síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable
impresión de que para librarme de mi culpa culpo a otro, y
justamente de una manera tan poco galante? ¿Y cómo
podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella
está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que
la mujer en cuestión es para mí una perfecta desconocida, y
que la relación que existe entre nosotros es pura invención
de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían;
más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de
dudar; simplemente, se tomaría nota de la respuesta relativa a una
mujer débil y enferma, y esto no me haría mucho honor. Tanto
con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría
inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como
éste, la sospecha de una relación amorosa, aunque es
más evidente que la luz del día que semejante relación
no existe, y que si existiera, se originaría más bien en
mí y no en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de
admirar en esta mujercita la potente rapidez de sus juicios y la
infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas mismas cualidades no
estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo caso, ella no
muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es
honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería
imposible que la conveniencia de su plan de campaña la llevara a
hacerme creer en una relación de ese tipo, olvidándose de
sí misma hasta el punto de cometer una acción semejante. Pero
la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas,
seguirá siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se
decidirá en mi contra.

Por lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que
intervengan los demás, lo suficiente no para anular el rencor de la
mujercita, que es inconcebible, sino por lo menos para dulcificarlo. Y en
efecto, muchas veces me he preguntado si me agrada tanto mi estado actual
que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible provocar en
mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino
simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de
hacerlo, no sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me
divertía; logré ciertas modificaciones visibles desde muy
lejos, no necesitaba llamar la atención de la mujercita sobre ellas,
ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede percibir por la
expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no
logré ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido
lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como bien lo comprendo ahora,
fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni siquiera mi propia
desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería
posiblemente inmenso.

Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan aguda, no comprenda
todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la inutilidad de sus
esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la mejor
voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo
comprende, pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el
apasionamiento del combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo
imaginar diferente porque me pertenece de nacimiento, consiste justamente
en susurrar suaves consejos a quien está enfurecido. De este modo,
naturalmente, no llegaremos jamás a entendernos. Día tras
día saldré de la casa con mi habitual alegría
matutina, para encontrarme con ese rostro amargado, con la curva
desdeñosa de esos labios, la mirada investigadora (y ya antes de
investigar, segura de lo que encontrará que me explora y a la que
nada escapa, sea cual sea su brevedad, la sonrisa sarcástica que
abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada lastimera elevada hacia
el cielo, las manos que se plantan en las caderas, para reunir más
aplomo, y luego, el temblor y la palidez de la ira al estallar.

No hace mucho -y por primera vez, como advertí asombrado entonces-
mencioné algo de este asunto a un buen amigo mío, sólo
de pasada, sin darle importancia; con sólo dos palabras le hice un
rápido resumen de la situación; tan poca cosa me parece
cuando la contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco
sus proporciones. Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la
cuestión, sino que por cuenta propia le dio más importancia
que yo, no quería cambiar de tema, e insistía en discutirlo.
Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo,
subestimara el problema en uno de sus aspectos más importantes,
porque me aconsejó seriamente que me alejara por un tiempo, que
viajara. Ningún consejo podría ser más incomprensible;
la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de cerca
puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan
simple que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una
parte. Nada de eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me
decido a seguir algún plan, éste debe consistir esencialmente
en mantener el asunto dentro de los reducidos límites que hasta
ahora ha tenido, no dejar penetrar en él al mundo exterior, o sea
quedarme tranquilo donde estoy, y no permitir que el asunto ocasione
ningún cambio considerable e importante, lo que significa no hablar
con nadie de la cuestión; pero todo esto no porque se trate de un
peligroso misterio, sino porque es una cuestión desdeñable,
puramente personal, y como tal indigna de tanta atención; y porque
no debe dejar de serlo. Por eso las observaciones de mi amigo no fueron
totalmente inútiles; no me revelaron nada nuevo, pero fortificaron
mi primitiva resolución.

En efecto, si se lo considera atentamente, las modificaciones que con el
correr del tiempo parece haber sufrido este asunto, no son modificaciones
del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud
ante él, una indicación de que esta actitud se ha vuelto por
una parte más tranquila, más viril, más cerca del
fondo de la cuestión, y por otra parte, bajo la incesante influencia
de estos continuos sobresaltos, por insignificantes que parezcan, ha
provocado cierta alteración de mis nervios.

Este asunto me preocupa menos que antes, porque comienzo a creer que
comprendo que por más cerca que hayamos creído encontrarnos
de una crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se
está predispuesto a calcular con demasiado apresuramiento, en
especial cuando se es joven, la rapidez con que se producen las crisis
decisivas; cada vez que mi pequeño juez femenino, debilitado por
culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de costado en una silla
sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose
los lazos del corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor
y desesperación corrían por sus mejillas, yo creía que
el instante de la crisis había llegado, y que de un momento a otro
me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento
decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad,
la gente ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y
qué sucedió realmente durante todos estos años? Muy
simple: estas situaciones se repitieron, a veces más violentamente,
a veces menos, y que en consecuencia su suma total ha aumentado. Y la gente
acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran descubrir una
oportunidad que se lo permitiera; pero no encuentran ninguna, hasta ahora
se han visto obligados a reducirse a lo que podían olfatear en el
ambiente, y bastante había como para mantenerlos ampliamente
ocupados, pero allí terminaba todo. Pero siempre ha sido
fundamentalmente así, siempre existieron esos inútiles
espectadores y esos olfateadores, que excusaban su presencia con pretextos
ingeniosos, con preferencia de parentesco, siempre espiando, siempre
olfateando toda clase de pistas, pero la consecuencia de todo esto es
simplemente que allí están todavía. La única
diferencia consiste en que poco a poco he llegado a conocerlos, y a
distinguir sus caras; en otros tiempos, yo creía que acudían
paulatinamente de todas partes, que las repercusiones del asunto aumentaban
y provocarían por sí solas la crisis definitiva; hoy creo
saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la
crisis definitiva poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis
¿por qué la dignifico con un nombre tan pomposo? Suponiendo
que algún día -que no será seguro mañana ni
pasado mañana ni probablemente nunca- ocurriera que la
opinión pública se interesara en este asunto, lo que insisto
en repetir, no le compete, no saldré seguramente indemne de dicho
proceso, pero también es indudable que tendrán en
consideración el hecho de que la opinión pública no le
desconoce totalmente, y que hasta ahora siempre he vivido a la plena luz,
confiado y digno de confianza, y que esta insignificante y desdichada
mujercita, recién llegada a mi vida, a quien, hago notar de paso,
otro hombre habría considerado hace mucho como insignificante y, sin
llamar en lo más mínimo la atención de la
opinión pública, la habría aplastado bajo sus pies;
esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría agregar un
odioso adorno al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la
opinión pública como miembro respetable de la sociedad.
Así están actualmente las cosas, de modo que no tengo muchos
motivos de preocupación.

El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un poco
inquieto no tiene nada que ver en realidad con el significado esencial del
asunto; es simple: es insoportable ser el constante motivo de ira de otra
persona, aun cuando se sabe perfectamente que esa ira es infundada; uno se
siente inquieto, se empieza, de una manera puramente física, a
eludir las crisis decisivas, aun cuando honradamente no crea demasiado en
su posibilidad. Además, esto representa en cierta forma un
síntoma de envejecimiento; la juventud lo mejora todo; las
características desagradables se pierden en la fuente de vigor
inagotable de la juventud; si una persona tiene mirada astuta cuando es
joven no se considera un defecto, ni siquiera se advierte, ni siquiera
él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son restos,
todo es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y
la mirada astuta de un hombre que envejece es francamente una mirada
astuta, y no es difícil reconocerla. Sólo que tampoco en este
caso constituye un empeoramiento real de su condición.

Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere resulta
evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este
pequeño asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía
podré seguir viviendo durante mucho tiempo la vida que hasta ahora
he vivido, imperturbado por el mundo, a pesar de todos los arrebatos de
esta mujer.

Texto agregado el 26-01-2012, y leído por 274 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-01-2012 Comentarios y opiniones sobre este cuento se encuentran en Foro Crítica "La mujercita" quien quiera dejar comentarios extensos los puede dejar allí.Gracias por visitar el club. Buena lectura. Justine e Yvette ninive
 
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