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Como todas las noches, Alberto se levanto de la reposera, apagó su único cigarrillo diario y entro a la casa.
La noche ya había refrescado lo suficiente las paredes de adobe como para permitirle dormir o al menos descansar. Mecánicamente prendió un fósforo y encendió la lámpara de querosén, una lúgubre llama amarilla ilumino la mesa, las cuatro sillas, la cocina y la puerta del cuarto.
Alberto verifico el consumo del querosén en la única lámpara de la casa, y gruño satisfecho. India, siempre mas trasnochadora que el, o quizás mas afecta al fresco nocturno, permaneció unos segundos parcialmente echada en la galería siguiendo con su vista los movimientos del amo en el interior del rancho. Finalmente remoloneando se levantó, estiro sus patas traseras y con un bostezo se encaminó lentamente en pos de Alberto.
El hombre dobló con cuidado sus ropas de trabajo, (en realidad toda su escasa ropa es de trabajo) y se sentó en la cama. Sobre la espartana mesa de luz solo esta la lámpara y el portarretratos. Una mujer y una niña le sonríen desde la foto y el tiempo. Alberto, como todas las noches, estiro su callosa mano derecha, toco el vidrio frió y murmuró unas palabras que tan solo India podría comprender pero no explicar a nadie.
Finalizando el rito diario, Alberto apaga de un soplido la llama de la lámpara, y se acuesta boca arriba. Con los ojos aun abiertos se queda observando las últimas volutas de humo que la mecha apagada desprende de la lámpara, los dibujos etéreos suben apenas visibles gracias a la claridad de la luna que entra por la ventana abierta. La perra gira un par de vueltas en el piso buscando una posición más cómoda, suspira profundamente y cierra sus ojos.
- Con un poquito de suerte mañana termino de arar el lote. - Dice Alberto en voz baja.
El tema no es menor, el lote en cuestión es el último pedazo útil de su tierra, aun no labrado. Año tras año a lo largo de toda una vida, Alberto ha trabajado su tierra. Desde que muriera su padre y le entregara unas pocas hectáreas de monte salvaje, hasta el día de hoy, Alberto no ha dejado de trabajar ni un solo día en ella. En realidad esto no es exacto, hubo una sola excepción, y no fue de un día sino de diez. Eso pasó hace más de ocho años y fueron los diez días más tristes de su vida.
Como todas las noches Alberto recuerda y sueña con otras épocas felices hasta cerrar sus ojos y quedarse profundamente dormido.


Aun esta oscuro, pero la claridad sobre la montaña, presagian lo eterno, otro día.
El gallo afina su primer canto y Alberto abre sus ojos. India lo mira golpeando alegre su cola contra el suelo de la habitación.
Como todos los días, Alberto se levanta de la cama, agradece a Dios con una breve oración enseñada por su madre, camina descalzo fuera de la casa hasta el retrete. Vuelve mirando al cielo intentando desentrañar un futuro de solo veinticuatro horas.
- Fresco aunque un poco húmedo, pero hoy no lloverá, quizás hoy termine.
Alberto se higieniza semidesnudo en la cocina, vuelve a la habitación y observa crítico unos segundos su ropa.
- Aguantan otro día.
La rutina diaria de vestirse, prender el horno de barro, ir al corral de las cabras, ordeñar un jarro de leche, soltar las cabras y volver a desayunar con un poco del pan de ayer, es supervisada atentamente por la perra.
Un poco de “yerbeado” para el hombre, un plato de leche para India y un poco de pan para ambos constituye el primer plato del día.
Enjuaga los escasos utensilios de cocina y sale fuera del rancho. A lo lejos su yegua relincha.
- ¡Mañera! - Dice Alberto con cariño.
Saca las riendas colgadas del tala y camina a su encuentro.
Bajo un gigantesco quebracho dos cruces impecablemente blancas descansan en el amanecer. El hombre las mira, como todas las mañanas, y unas palabras ininteligibles salen como aliento de su boca en el fresco amanecer. A unos metros el primer rayo de sol pega sobre el camino a la vieja mina abandonada, esta huella es el único vinculo que une a Alberto con el mundo o quizás mejor, al mundo con Alberto.

Como todas las mañanas, el sol castiga cada vez más el cuello y la espalda de Alberto. El trabajo es lento, pausado, a cada rato la reja del arado tropieza con una piedra, la yegua se detiene con un “shhh”.
India se aproxima al hombre que, en cuclillas, saca la piedra del surco, la arroja un lado y aprovecha para trozar con sus manos algunos terrones más grandes que quedaron sin romper del último tramo, afila un poco la hoja y vuelve a guiar su herramienta de trabajo.
Los metros de tierra arada avanzan lentamente con el paso de las horas y los tragos de agua de la caramañola. No hace falta reloj, basta ver la sombra perpendicular del arado sobre la tierra. El trabajo se suspende por unas horas, es mediodía, la yegua es atada para abrevar a la sombra de un algarrobo.

Como todos los días, la harina se amasa rápidamente e ingresa por la boca caliente del horno. El hombre recoge algunas verduras de la huerta, aprovecha para hacer un poco de limpieza en la misma, camina hasta el gallinero, vuelve con unos huevos, que junto con la verdura, un poco de carne salada y el pan recién salido del horno, constituyen el principal alimento del día.

La digestión se hace a la sombra de la galería esperando pacientemente que baje un poco el sol.
India ladra al horizonte. Una columna de tierra avanza velozmente por la huella, ascendiendo el camino a la mina abandonada.
- ¡La pucha!, ¿Cuándo fue la última vez?
El camino que viene del pueblo, a seis kilómetros de distancia del rancho, solo es usado por Don José, el dueño de la despensa del pueblo. Esto ocurre solo una vez al mes. Ese día, a media mañana, el viejo Rastrojero Diesel sube tosiendo destartalado, Don José desciende del vehiculo, estrecha la mano de Alberto intercambiando las escasas palabras habituales y baja de la caja de carga del vehiculo la acostumbrada provisión de harina, galleta, sal, yerba, granos, semilla y una tira de aspirina (el único medicamento que toma esporádicamente el hombre). Luego Alberto sube al vehículo una cabra como pago, se saludan y despiden hasta el próximo mes. Pero Don José estuvo hace solo quince días y este vehiculo corre como caballo desbocado.
India ya esta en la tranquera ladrando hacia el camino, Alberto se aproxima a ella mirando con curiosidad al vehiculo que se distingue a la salida de la curva.
El automóvil no parece bajar de velocidad y pasa frente a ellos levantando una nube de polvo. Unos metros mas adelante las luces traseras se encienden y el auto frena violentamente. Pasan unos segundos y una luz blanca se suma a las rojas ubicadas en la parte trasera del vehiculo. El auto vuelve sobre sus pasos y se detiene frente a la tranquera.
En su interior un matrimonio y una niña lo miran con los ojos desencajados. El vidrio desciende y el hombre le grita desde el asiento.
- ¿Este es el camino para la mina?
- Buenos días - dice Alberto educadamente, y haciendo una pausa continúa - Si, está a unos cinco kilómetros más, pero allí no hay nada.
La mujer solloza desconsoladamente, la niña abraza a su madre desesperada. El conductor asiente serio con la cabeza y se dispone a continuar su camino pero de pronto parece cambiar de opinión y dirigiéndose a Alberto le dice.
- ¿Y usted que va a hacer?
Alberto esta confundido, la mujer lo mira y prorrumpe en llanto, la niña comienza a gritar “Mami, mami”. Alberto otorga como toda respuesta una encogida de hombros. El hombre insiste.
- ¿No escuchó nada?
Alberto no sabe a que se refiere, el solo habla con Don José y solo diez minutos una vez al mes, ¿escuchar?… arriesga por respuesta un “No”.
La mujer le grita a su marido.
- ¡Vamos te lo ruego, vamos de una vez!
El marido la ignora y mira al hombre en la tranquera con una curiosidad malsana, luego le espeta con furia.
- ¡Idiota!, ¡Imbécil! ¡ Esta confirmado, todo el planeta lo sabe!, ¡Un meteorito gigante va a caer del cielo y colisionar con la tierra esta noche!, ¡El mundo va a desaparecer!, ¡La humanidad va a extinguirse!, ¡Todos vamos a morir… y usted también!.
Aprovechando los segundos de silencio después del exabrupto, la radio del vehiculo vocifera en alta voz noticias sobre depósitos bancarios, derrumbe de la bolsa, patrimonios culturales, asesinatos, suicidios, caos.
La mujer empieza a llorar histérica “Vamos, vamos quizás en la mina podamos…”.
El hombre esta acostumbrado a vivir con la naturaleza, esta le ha enseñado mucho más que la escuela, el ciclo de la vida y su final irreversible no le es ajeno. Medita unos instantes “Que todos vamos a morir… y que yo también… ¡pucha con la novedad!... ¿que creían?”
Alberto los mira con tristeza, no se siente ofendido ni por los insultos ni por los gritos, solo le entristece la mirada de la niña. Alberto no terminó la primaria, sabe que hay cosas que jamás entenderá, que del conocimiento del mundo el efectivamente es un idiota. Mantiene la vista en el hombre hasta que este forcejea con la palanca de cambios y pisa el acelerador. La niña apoya su mano contra el vidrio. Sus ojos grises como el cielo a punto de llover lo miran un último segundo. Sus ojos grises, iguales a los de... Alberto sacude la cabeza espantando las imágenes en su mente.
El auto corre veloz rumbo a la montaña.
El hombre y su perra lo ven alejarse durante varios minutos. Alberto repite.
- ¡La pucha!, ¿Cuándo fue la última vez?

Como todas las tardes, esta transcurre con las manos sobre las manijas del arado secando cada tanto el sudor de su frente. El hombre solo piensa en la tierra, la reja, las piedras, los terrones y el pedazo de tierra que aún falta arar.
Las sombras se estiran velozmente, hablándole a la perra dice.
- ¡Pucha!, me parece que hoy tampoco terminamos.

El agua caliente hierve en la olla. El olor de las verduras frescas inunda la cocina.
El hombre y su perra comen en el silencio de la noche, como todas las noches.
El cigarrillo arde en la oscuridad del porche, la perra a su lado busca olores en el aire.
- ¿Que será un meteorito?, ¿traerá lluvia? Estaban “julepeados” ¿no India?, y la gurisa… ¿viste a la gurisa?... – una lagrima resbala por su mejilla.
El cigarrillo se apaga, la rutina se repite, como todas las noches. Solo la caricia al portarretratos parece demorase esta noche un poco más.
El cansancio lo vence, los ojos se le entrecierran.
- Mañana por la mañana seguro termino de arar el lote.
Los ojos del hombre terminan de cerrarse, el sueño lo abraza, los ojos de la niña y el cielo lluvioso se confunden en un mismo tono gris, de pronto una pregunta emerge de su alma.
- ¿Y cuando termine el lote que haré?
La respuesta le llega, ajena, desde lo profundo de sus propios sueños, o quizás desde el fondo de la tierra. Alberto parece reconocer la voz.
- Descansarás – dice la voz.
El hombre duda un poco pero luego asiente satisfecho y con un suspiro se duerme. Como todas las noches.

Texto agregado el 29-01-2012, y leído por 280 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-02-2012 La soledad casi de ermitaño,da la paz que no conocen los citadinos. Hermoso como transmites la nostalgia por los seres queridos que ya no estan. pantera1
29-01-2012 Maravilloso amigo, un puntazo lo del meteorito y la calma y sabiduría de tu protagonista. Gracias, ha sido todo un regalo tu cuento.***** senoraosa
29-01-2012 Hermoso, sublime, enternecedor, que mas te puedo decir Gustavo, un placer leer tus letras, Abrazos, nos estamos comunicando.***** esclavo_moderno
29-01-2012 Realidad que atañe a muchos , recuerdos arañando el alma, rutina inobjetable , es lo que toca... , hermoso y profundo relato =D mis cariños dulce-quimera
 
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