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Era para mí un placer inconmensurable sentarme por las tardes a contemplar el atardecer a través de la buhardilla, especialmente cómo los rayos de sol iban tiñendo de dorado los bordes de las techumbres y las siluetas de la gente que realizaban un sinfín de actividades inmersas en un mar de incertidumbre. Y si bien mi satisfacción consistía en observar, era aun mayor la gratificación y la rectitud que obtenía al retratar dichos instantes con mis manos e impregnarlos en pintura. Así es, mi habitación estaba repleta de atardeceres, llenos de distintas coloraciones del ocaso, a veces con siluetas de gatos, otras con personas lavando la loza y decoradas con un hermoso arrebol de vez en cuando. Lo mejor era retratar toda la gama de colores que se desplegaban en la bóveda sideral de este a oeste. Primero comenzaba con una especie de rosa, el cual se iba haciendo cada vez más púrpura hasta convertirse en múltiples tonos de azul. Ya a la mitad el cielo se tornaba celeste y a medida que se aproximaba a la línea del horizonte tomaba tonalidades verdes, para luego pasar a amarillo, naranjo y finalmente rojo.
Sin embargo, mi creación artística se vio interrumpida cierta mañana que estaba revisando mis trabajos, pues estaba buscando una donde figurara la luna llena para regalársela a mi querida amiga Margarita, quien andaba de visita por la gran ciudad y quería llevarse un grato recuerdo y qué mejor que una pintura que evoque los sentimientos que despiertan el caminar por las calles y el contemplar de la arquitectura. Estaba yo imbuido en esa tarea cuando de repente observo en una de mis creaciones una silueta que no recordaba haber retratado. Estaba parada al borde de la terraza de la casa donde vivían Viviana y José, los cineastas. Al principio pensé que era una simple paloma, pero era demasiado grande y su contextura demasiado ancha. Pensé en una gaviota, pero estas son más alargadas y un pelícano es demasiado marino como para corresponderse con esta figura. La inquietud se apoderó de mi alma y busqué en mis otras pinturas y ¡plaf! En más de una estaba la misma silueta y por más que forzaba a mi memoria no podía recordar a qué correspondía. Fue tanta la intriga que decidí estar con todos mis sentidos alertas durante el atardecer de ese día, lo que implicaba dejar el absenta de lado.
Ya eran alrededor de las ocho de la noche y había estado observando el ocaso sin huellas de la misteriosa ave. La decepción atravesó mi mente y decidí comenzar a pintar. Grande fue mi sorpresa al otro día al descubrir la silueta misteriosa en mi pintura, sin embargo, esta vez no estaba solamente parada. Ahora estaba volando, y sus alas eran tan grandes que parecía que con su aleteo pudiese romper el vidrio de las ventanas. Me maldije a mí mismo y me prometí que ese día definitivamente iba a dar con su paradero.
Daban casi las nueve y ningún indicio de la extraña ave. Decidí volcarme a mis tareas artísticas. En lontananza observé a un gato, que al igual que yo estaba contemplando la ilusoria muerte del sol mientras realizaba sus tareas higiénicas. Estaba absorto como yo mismo en mi tarea, cuando un movimiento apareció al costado de mi campo visual. Enfoqué mi visión y le vi. Era el ave. No era gaviota, ni pelícano ni paloma. Era una especie de búho o lechuza, muy grande. Sus ojos eran dos perlas de ámbar y su plumaje atigrado era la prueba fehaciente de su esplendor. Al principio no me pareció tan grande como le había retratado, empero, me di cuenta que el ave estaba acercándose cada vez más, por lo tanto, su tamaño arreciaba sin restricción alguna y caí en la cuenta de que su objetivo era el gato, el cual no había divisado su presencia. Cuando el ave estuvo lo suficientemente cerca emitió un grito que hizo que mis oídos carraspearan y abrió su pico como un túnel que devora a un tren y engulló al pobre felino de un solo bocado. Mi mente apenas podía concebir lo sucedido.
¡Oh la fragilidad del alma! ¡Oh la inestabilidad de la existencia! ¿Es que acaso somos tan vulnerables como aquel gato? ¿Es que acaso no son suficientes las vicisitudes propias de la experiencia humana? Esas y otras exclamaciones e interrogantes habían comenzado a rondar por mi cabeza. Ya no dormía tranquilo si no observaba a su gran rapacidad por las tardes. Se había convertido para mí en una necesidad de primer orden y los demás inquilinos de la residencia comenzaban a encontrar desagradable mi presencia. “No existen tales cosas” decía Tomás. “Deja de beber tanta absenta” mencionaba Eduardo. “Así nunca encontrarás novia” vociferaba Eugenia. Absolutamente ninguno de ellos creía en mi palabra. Pero yo estaba empecinado en mostrarles que mi juicio era el correcto. Fue entonces cuando decidí capturar al ave. Tomé mi arco y mis flechas y la gran red de pescar que heredé de mi tío Oscar. Deambulé tres noches seguidas por los techos de la ciudad buscando el ave hasta que finalmente en la cuarta di son su paradero aunque podría decirse que en realidad ella dio con el mío. Estaba yo sobre el lujoso edificio Luxemburgo cuando veo al ave aproximarse hacia mí. Creo que se había enterado de que le andaba buscando. La esperé con flecha en mano y con determinación en mente. Pero todas mis esperanzas se derrumbaron cuando estuvo finalmente frente a mi persona. Era más grande de lo que recordaba, tal vez porque mi obsesión y mis sentimientos de grandeza me habían hecho olvidar su tamaño. Mi rostro se deformó como el de un conejo cuando es atrapado por un enjambre de avispas. El ave lanzó su chillido pavoroso y me engulló. Ahora me encuentro dentro de su estómago y dedico mi tiempo a conversar con los perros y gatos que llegan cada día. Espero llegue alguna persona en algún momento, ya que estoy cansado de traducir y sobre todas las cosas, espero poder salir algún día, para seguir retratando el descenso de la bola de fuego.

Texto agregado el 05-02-2012, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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