La única razón por la que aun no detenía su existir, se ilustro fehacientemente en su ávido amor a la lectura. Siempre la cita infranqueable en los consecuentes ocho días, poder salir por unas horas del tubo social, refugiarse temporalmente en el castillo de papeles. Este mágico recinto le brindo solución. Se declaró él amo de sus terrenos, por el poder que las letras pudieron llegarle a conferir con el tiempo, y, abusando un poco de sus bondades, las usó para transmutarse, evitando así presumibles asedios constantes de vigilantes o funcionarios del lugar. Un espanto resultó ser la primera opción, trayendo a colación románticos nexos con fantasmas organistas y otros espectros literarios. Su diáfana figura, ventaja en principio, resultó obstáculo para el absoluto disfrute de las obras, olvidándose la idea en la herrumbre que ya otras formaban. Una pequeña mota profanó sus absortas divagaciones, y consigo nació una luz, la manera de acariciar simultáneamente miles de hojas, de reposarse casi imperceptible en las letras, de viajar raudo por diferentes pasajes. Ser descubierto no era previsible, los nuevos tiempos llevan al cinto un injusto olvido que, para el caso, por triste que suene, es ventajoso, pudiendo permitir una expansión y procreación abrumadores. Por eso, sin pensarlo mucho, embargado de una cenicienta y vaga satisfacción, él, junto con sus ilusiones, se hicieron polvo.