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Su nombre era Carmen. Supe que sus últimos días los pasó encerrada en la habitación de un psiquiátrico, donde desbarrancó por completo y culminó. Ignoro las razones de su locura; deduzco que habrán sido semejantes a las nuestras. La madrugada del 6 de junio del ´96 llegó al cruce de la autopista con el acceso sur junto a los gemelos. Se ubicó debajo del puente. Eran las dos y media. Llovía torrencialmente; poco antes, había caído granizo. Reconoció, entre las sombras, las pupilas estrechas de un gato. Advirtió que jugaba con un ratón, propinándole pequeños zarpazos, y que terminaría devorando.

Encendió un cigarro y esperó, procurando no perder de vista a los pequeños, quienes dormían pese al rumor lejano de los truenos. Las pesadas gotas de lluvia, cruzadas por las luces de las luminarias de la calle, la consagraban a un curso letárgico.

Algunos minutos pasaron, no más de diez, cuando un coche arribó. Carmen revisó la patente y supo que había llegado el momento. Su cuerpo temblaba, nervioso e imperceptible; sus ojos comenzaron a empañarse. El coche aminoró la marcha hasta quedar a su lado. El conductor apagó las luces y luego el motor. De inmediato, la puerta del acompañante se abrió y una tipa joven, de unos treinta años, salió.

Lucía un pañuelo negro que cubría sus cabellos y unas gafas del mismo tono velaban su mirada. Vestía un tapado de cuero, bordó, algo viejo y gastado, largo hasta los tobillos. Sus manos estaban cubiertas por unos guantes de exquisito paño, similar al terciopelo. Se acercó a Carmen ensayando una sonrisa escrupulosa, como si en verdad no hubiese tenido intención alguna de sonreír. Se conocían muy bien, especialmente porque la suerte de ambas estaba al margen de cualquier cosa, salvo de la gratitud y de la vergüenza. Sin mediar palabra, Carmen le entregó los gemelos y preguntó:

- ¿Los vas a cuidar…?

- Si, quedate tranquila – respondió la otra – no permitiré que nada malo les suceda

Las dos se quedaron en silencio unos segundos, impasibles, y atrapadas por cierta confusión. Carmen rompió ese estado diciendo:

- Una gitana me dijo que tendrán una vida feliz. Me contento con eso. Los voy a echar de menos…

- No llores – dijo la otra, entonando un ruego – no sos culpable de nada…

Sin más, subió los gemelos al coche. El conductor encendió el motor y luego las luces. Antes de retirarse, caminó hasta Carmen y despidiéndose con un beso, le preguntó:

- ¿Cómo los llamaste…?

Carmen suspiró largamente, esquivando la mirada, llevándola a un punto lejano. Juntó ambas manos y las frotó. Luego, secó sus lágrimas. Respondió:

- Sus nombres no importan.

La otra replicó:

- Me gustaría saberlos. Desearía que lleven el nombre que les has puesto…

Esta vez, los ojos de Carmen se fijaron en los de la otra mujer. Finalmente, dijo:

- Podrás nombrarlos según tus deseos; los míos que declinen en la nada. Ellos no recordarán este instante. Jamás sabrán que yo no soy su madre, como tampoco conocerán de la culpa que has sentido, y que no dejaras de sentir, por habérmelos entregado apenas nacieron. Con ese trance vivirás, ellos no.

® Boro Laicris

Texto agregado el 22-02-2012, y leído por 141 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-03-2012 Profunda narración, motivo sobrado para perder luego la cordura, mis ***** chilichilita
22-02-2012 Narras de una forma directa y potente, con garra, me gustó.**** senoraosa
 
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