| HORA DE ALMUERZO.
 
 Sentada en el suelo tejía con unos clavos largos bien flacos, mi tío Miguel iba en dirección al baño, pero se devolvió a su pieza, me trajo un par de palillos hechos con los rayos viejos de su bicicleta, afinándoles la punta con una lima.
 Los chiquillos estaban a prudente distancia,  cuando el tío se fue, se acercaron a mirar como cambiaba los puntos de  un clavo a un palillo.
 -¡Tiene afiladita la punta!  ¿Viste?  Le dijo el Benjamín a su hermano.
 
 Como de costumbre, ambos se instalaron en el pasadizo a secretearse.
 El Benja con las piernas bien  estiradas mantenía  las caderas en el aire  afirmándose en el suelo con las manos al revés, parecía próximo a convertirse en momia, y el Juanito para variar  con su rodilla izquierda agarrada se convertía en un eterno balancín.
 
 
 El hermano menor vigiló que no fuera a venir algún grande, mientras el mayor entró a la leñera. Al salir tropezó con la abuela, alcanzó a esconder la lima en el bolsillo del pantalón, pero con el nerviosismo se le cayó la tijera podadora.
 -¿Para qué, anda sacando herramientas? Le increpó  con firmeza.
 -Vamos a cortar las ramas bajas del guindo; no nos dejan ver si  la mamacita nos llama!   le recitó el Benja.
 
 Al rato volvieron; al ver a la abuela zurciendo en la galería, dejaron   afuera unas varillas largas y flexibles. Muy campantes entraron a entregarle un atado de palitos cortos.
 -Aquí tiene, para que haga mistela abuelita- le dijo zalamero el más grande.
 De premio cada uno recibió un beso en la cabeza.
 
 Al  día siguiente fue sábado, los abuelos soltaron las aves al patio para limpiar el gallinero, los más chicos se pusieron a corretearlas, pero salió mi tía Marina llevándolos de vuelta  a su casa.
 Los “hermanitos” fueron a buscar maíz a la leñera, lanzaron varios puñados debajo de los ciruelos, y todos los plumíferos se arremolinaron a comerlos.
 Como por arte de magia cada uno le apareció su respectivo arco hecho con una varilla de guindo y un trozo de lienza, y varias flechas confeccionadas con los rayos  viejos de la bicicleta del tío, afinadas en la punta  con la  lima  que camufló el Benja. Ambos dispararon a la parvada, sólo la flecha del Juanito, dio en un blanco, era mi gallinita trintre;  esas con las plumitas crespas.
 Cuando se dieron cuenta de su delito, se iban a  arrancar, pero les cerró el paso el tío Miguel, que siempre aparecía en los momentos decisivos. Les quitó los arcos, también  les requisó las flechas; de pasada recogió  los rayos  olvidados en la mesa de trabajo de la galería y  se encerró en su pieza.
 
 Cuando  los  abuelos  terminaron  su  trabajo; corretearon a  los pollos de vuelta al corral, y lo primero que vieron fue a mi gallinita trintre con la flecha  en el espinazo, inmediatamente llamaron al “parcito”.
 -Me pillan una  Rode Island  y a la trintre; los mandó la abuela empujándolos  dentro  del  corral.
 Después  de  un rato  salieron cada uno con su presa, se las pasaron, y ella  se  fue rauda  a  la cocina.
 El abuelo agarró  de  un  brazo a  cada  pillete  antes que  escaparan,  los sermoneó  bien largo.
 
 
 
 El domingo como de costumbre los nietos mayores acompañamos al abuelo a la misa de once.
 De vuelta nos sentamos, a almorzar... Comeríamos  “cazuela de ave”!
 -Que  Juan,  pida  la  bendición!  Ordenó  la  matriarca.  (Ella nos nombraba por nuestros nombres de grandes, sólo cuando estaba  enojada);  el  Juanito  se  puso pálido. Tenía que hacer la oración, no más, con la abuela no había apelación posible.
 
 
 Yo  miraba  y miraba  el contenido de  mi plato, sin  poder  levantar  la  cuchara.
 El  tío  Miguel  y  mi abuelita, cruzaron  una  mirada;  pensé lo peor.
 -Ven,  rucia,   me  llamó el solterón.
 Caminé los seis interminables pasos hacia la cabecera de mesa.
 El sacó  un  par  de  palillitos  de  carey  color  ámbar,  del bolsillo de su chaqueta y  me los pasó.
 
 Salta que te salta; volví feliz   a  mi puesto.
 
 (La abuela me cambió la “cazuela de gallina trintre”  por  un  plato  de   tallarines… del  día  anterior).
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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