| EL COCODRILO
 
 En una noche de otoño hacía un calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba
 atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles.
 Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me
 senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo
 sabía aislar las horas de felicidad y encerrame en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de
 las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla, que si la gente hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me
 quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gente que quisiera aprobar la realización de un concierto;
 tenía que coordinarlos, influírlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer a
 uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
 Desde hacía algún tiempo yo no tenía esa
 preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas.
 Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas
 relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades; entonces podría aprovechar la influencia
 de los conciertos para colocar las medias.El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no solo por la influencia de mi amigo, sino
 porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para las medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una
 media Ilusión?". Pero vender medias también me
 resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la
 casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía
 nada que ver con mis conciertos; y yo tenía que
 entendérmelas
 nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos
 conocidos les decía que la representación de una gran casa
 comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis
 amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás
 habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me
 habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba
 de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego
 y
 me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes,
 media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré
 unos
 días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero
 les producía mala impresión el hecho de que un concertista
 vendiera medias. Y en tanto a colocar medias, todas las mañanas yo
 me animaba y todas las noches me desanimaba: era como vestirse y
 desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera
 necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me
 había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar
 mientras me durara el viático.De pronto me di cuenta que
 había entrado al café un ciego con un arpa; ya lo
 había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la
 voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él
 volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta
 los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar;
 algunas
 cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento
 y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había
 visto. Pensé en mí y sentí depresión.
 
 Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de
 aquellos días. Estaba abierta y sus carillas niqueladas me
 hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera.
 Después de acostado apagué la luz pero no podía
 dormir. Volví a encenderla y la bombita se asomó debajo de
 la
 pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La
 apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias; pero
 seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de la
 luz.
 Se había convertido a un color claro; después su forma, como
 si fuera el alma en pena de la pantalla empezó a irse hacia un lado
 y a fundirse en lo osucuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que
 tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
 
 Al otro día de mañana, después de vestirme y
 animarme,
 fuí a ver si el ferrocarril de la noche me había
 traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí
 recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa
 calle había una tienda. Al entrar me encontré en una
 habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo.
 Busqué rápidamente entre todos los objetos para ver si
 encontraba una cara humana. Sólo había un maniquí
 desnudo, de tela roja que en vez de cabeza tenía una perilla negra.
 Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el
 ruido.
 Detrás del maniquí apareció una niña como de
 diez años que me dijo con mal modo:
 
 -¿Qué quiere?
 -¿Está el dueño?
 -No hay dueño. La que manda es mi mamá.
 -¿Ella no está?
 -Fue a lo de doña Vicenta y vuelve enseguida.Apareció un
 niño como de tres años. Se agarró de la pollera de su
 hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y
 el niño. Yo dije:
 -Voy a esperar.
 
 La niña no contestó nada. Me senté en un cajón
 y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía
 un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo
 saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el
 chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la
 cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y
 en
 la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí
 pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. El me
 observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin
 él se decidió a ponerme el chocolatín en una rodilla.
 Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta
 que
 yo tenía la cara mojada.
 
 Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por
 una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos
 secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al
 ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí enseguida.
 Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me
 senté
 en un banco que tenía en frente un muro de enredaderas. Allí
 pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado
 por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me
 escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho
 funcionar hacía pocas horas. Tenía un poco de
 vergüenza,
 ante mí mismo, de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera
 en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué
 la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salian
 lágrimas; pero después pensé que no debería
 buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que
 entregarme
 al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara.
 Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente;
 sentí como cierta lástima de mí mismo y las
 lágrimas empezaron a salir.
 
 Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro
 venían bajando dos piernas de mujer con medias
 "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una
 pollera verde que se confundía en la enredadera. Yo no había
 oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último
 escalón y yo me sequé rápidamente las
 lágrimas;
 pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviera pensativo.
 La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella
 había bajado dándome la espalda y yo no sabia como era su
 cara. Por fin me dijo:
 
 -¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede
 confiar...
 Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para
 esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me
 temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como
 para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido
 qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
 -Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé que son penas.
 Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella
 pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me
 imaginé otra. Y al mismo tiempo dije:
 
 -Es necesario que piense un poco.
 Ella contestó:
 -En estos asuntos, cuando más se piensa es peor.
 De pronto sentí caer, cerca de mí un trapo mojado. Pero
 resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al
 poco rato ella volvió a preguntar:
 -Dígame la verdad: ¿cómo es ella?
 Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la
 memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la
 quería
 acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se
 había paseado con el padre cuando él vivía-esa novia
 mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de
 ir siempre por el mismo lado condescendía. Y pensando en esto se me
 ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
 
 -Ella era una mujer que lloraba a menudo.
 Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera
 verde y se rió mientras me decía:
 -Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
 Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado,
 me levanté del banco y le dije:
 -Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el
 consuelo.Y me fui sin mirarla.
 
 Al otro día cuando ya estaba bastante adelantada la mañana,
 entré a una de las tiendas
 más importantes. El dueño extendió mis medias en el
 mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato.
 Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas
 canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En
 esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse me hizo
 señas de que no me compraría con uno de aquellos dedos que
 habían acariciado las medias. Yo me quedé quieto y
 pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación
 con
 él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le
 hablaría de un yuyo que disuelto en agua le teñiría
 las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia
 desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella
 ciudad
 y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas
 más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una
 idea:
 "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar
 aquí delante de toda esta gente?". Aquello me pareció
 muy violento; pero yo tenía deseos desde hacía algún
 tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado;
 además yo debía mostrarme a mí mismo que era capaz de
 una gran violencia. Y antes que arrepentirme me senté en una
 sillita
 que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos
 en
 la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi
 simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un
 hombre está llorando". Y después oí el alboroto
 y
 pedazos de conversación: "Nena, no te acerques..."
 "Puede haber recibido alguna mala noticia..."
 "Recién
 llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo..."
 "Puede haber recibido la noticia por telegrama..." Por entre los
 dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver como está el
 mundo... Si a mí no me vieran mis hijos, yo también
 lloraría!" Al principio yo estaba desesperado porque no me
 salían las lágrimas; y hasta pensé que lo
 tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la
 angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles
 las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano
 pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos
 que habían acariciado las medias. El decía:
 
 -Pero compañero, un hombre tiene que tener más
 ánimo...
 Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos
 manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro y dije con la
 cara todavía mojada:
 -¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! ¡Lo
 que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
 
 A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras,
 oí que una mujer decía:
 -iAy! Llora por un recuerdo...
 Después el dueño anunció:
 -Señoras, ya pasó todo.
 Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió
 el
 montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de
 loca, que me dijo:
 -Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted
 estaba agitado.
 Pensé que ella me habría visto en un concierto
 sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca.
 Estalló la conversación de todas las mujeres y algunas
 empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se
 me
 acercó otra que me dijo:
 
 -Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas
 mías...Intervino el dueño:
 -No se preocupe señora. (Y dirigiéndose a mí: Venga
 esta tarde.
 -Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
 -No, con media docena...
 -La casa no vende por menos de una.
 Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del
 pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al
 dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo
 que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo
 salí entre las demás personas.
 
 Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al
 principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y
 vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había
 llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro
 vendedor.
 Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por
 todo
 el norte de aquel país-, esperaba turno para hablar con el gerente
 y
 oí desde la habitación próxima lo que decía
 otro corredor:
 
 -Yo hago todo lo que puedo: ¡pero no me voy a poner a llorar para
 que
 me compren!...
 Y la voz enferma del gerente le respondió:
 -Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles.
 El corredor interrumpió:
 -Pero a mi no me salen lágrimas!
 Y después de un silencio, el gerente:
 -iCómo, y quien le ha dicho...?
 -iSí! Hay uno que llora a chorros...
 La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo
 intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se
 alejaron.
 
 Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de
 sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo
 pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y
 le
 salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras,
 una
 demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos
 empleados
 que estaban detrás de una puerta. Se hizo mucho alboroto y me
 pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara,
 oí decir:
 
 -Apurate, que uno de los corredores va a llorar.
 -¿Y por qué?
 -¡Yo qué sé!
 Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio;
 habían
 llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir.
 Los muchachos no se callaban y uno habla gritado: "Que piense en la
 mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al
 gerente:
 -Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
 El, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos
 instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de
 un
 árbol -estábamos en un primer piso- me puse las manos en la
 cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que
 yo
 babia llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas
 personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía.
 Cuando por fin me salieron lágrimas, saqué una mano de la
 cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada.
 Unos
 se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la
 cabeza violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio
 y
 empezaron a irse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma
 repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieran
 desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y
 chorreaba; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser
 malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
 
 -No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la
 venta de medias; y desearía que la casa reconociera mi...
 iniciativa
 y que me diera exclusividad por algún tiempo.
 -Venga mañana y hablaremos de eso.
 Al otro día el secretario ya había preparado el documento y
 leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar
 el sistema de propaganda consistente en llorar..." . Aquí los
 dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras
 redactaban
 el documento, yo fui paseándome hasta un mostrador. Detrás
 de
 él había una muchacha que me habló mirándome y
 los ojos parecían pintados por dentro.
 
 -¿Así que usted llora por gusto?
 -Es verdad.
 -Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene
 una pena.Al principio yo me quedé pensativo; y después le
 dije:
 -Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé
 arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
 Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de
 ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado
 una mano en el hombro.
 Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad.
 Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera
 querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua
 me
 separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una
 careta
 con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
 
 De pronto sentí que alguien se había acercado
 preguntándome:
 -¿Qué le pasa?
 Entonces, yo, como un empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi
 tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los
 sollozos.Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de
 llorar en enero y parte de febrero, y empecé a llorar de nuevo
 después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y yo volví
 a
 llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el
 éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto
 orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor
 que
 representara algo sin previo aviso y convenciera al público con
 llantos...
 Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y
 llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido
 éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me
 había recibido con una ovación cariñosa y prolongada;
 yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para
 iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos,
 una
 audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel
 más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante.
 Ya había comido y tomado el café, cuando de codos en la
 mesa,
 me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron
 algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados
 algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de
 dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba
 por entre los dedos mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada;
 pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a
 llorar...
 
 El día que yo di mi primer concierto tenía cierta
 nerviosidad
 que me venia del cansancio; estaba en la última hora de la primera
 parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada
 velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volvía
 torpe
 y no tenía bastante equilibrio ni fuerza para seguir; pero las
 manos
 se me cansaban, perdía nitidez y me di cuenta que no
 llegaría
 al final. Entonces, antes de pensarlo ya había sacado las manos del
 teclado y las tenía en la cara: era la primera vez que lloraba en
 escena.Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por
 qué alguien intentó aplaudir; pero otros chistaron y yo me
 levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el
 piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque
 creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una
 puerta
 del decorado, cuando alguien, desde el paraíso, me gritó:
 
 -Cocodriiiiloooo!
 
 Oí risas; pero fui al camarín, me lavé la cara y
 aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la
 primera
 parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó
 lo
 de "cocodrilo". Yo les decía:
 
 -A mí me parece que el que me gritó tiene razón: en
 realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo
 puedo remediar; a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo.
 En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
 
 Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza
 alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza
 hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo
 señaló
 y me dijo:
 -Aquí, el amigo, es médico. ¿Qué dice usted,
 doctor?
 Yo me quedé pálido. El me miró con ojos de
 investigador policial y me preguntó:
 -Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de
 día o de noche?
 Yo recordé q ue nunca lloraba en la noche porque a esa hora no
 vendía, y le respondí:
 -Lloro únicamente de día.
 No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
 -No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
 A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal.
 Alquilé un frac con chaleco impecable y en el momento de mirarme al
 espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la
 barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada, como la
 mía. Y es voraz...".
 
 Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que
 había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la
 comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa
 manera disimularía el madrugón.
 
 Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala
 vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro
 extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta
 allí
 el señor de la comisión y el conserje; mientras
 abrían
 el piano, el señor -tenía cejas negras y pelo blanco- me
 decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el
 director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y
 que él ya lo había oído; trató de recordar
 algunas frases, pero después decidió que sería mejor
 no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras
 tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría
 muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para
 demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por
 nada del mundo".
 
 Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto
 salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera
 suelta;
 cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a
 mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció
 una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca.
 Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que
 tenía puesta una sola media; a cada instante hacía
 movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la
 sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al
 asunto como una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras
 ellas
 conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá
 con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy
 corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!".
 Por fin vino y me dijo:
 
 -Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
 Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si
 ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle
 cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya
 había solucionado eso firmando una etiqueta y después la
 pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la
 experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho
 pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se
 sentó
 en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
 
 -Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía
 haberme agradecido la idea.
 Yo habia puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y
 se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la
 cabeza inclinada dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia,
 las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y
 ella
 no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza y el pie,
 en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le
 recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
 
 Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir
 whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía
 ninguna le dije:
 -Deme de esta última.
 Trepé en un banco alto del mostrador y traté de no arrugarme
 la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro.
 Estaba callado, pensando en la muchacha de la media y me trastornaba el
 recuerdo de sus manos apuradas.Me sentí llevado al salón por
 el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él
 dijo su discurso. Pronunció varías veces las palabras
 "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo
 levanté los brazos como un director de orquesta antes de
 "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
 
 -Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar ni quiero
 dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar.
 Y terminé haciendo una cortesía.
 Después me di vuelta, abracé al director del liceo y por
 encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y
 levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar
 de
 la media donde había pegado un pequeño retrato mío
 recortado de un programa. Yo me sonreí lleno de alegría pero
 dije una idiotez que todo el mundo repitió:
 -Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
 Sin embargo yo me sentía dichoso y fui al bar. Subí de nuevo
 a un banco y el mozo me preguntó:
 -¿Whisky Caballo Blanco?
 Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando la espada:
 -Caballo Blanco o Loro Negro.
 Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
 -El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le
 digan
 "Cocodrilo".
 -Es verdad, me gusta...
 Entonces el sacó la mano de la espalda y me mostró una
 caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía
 una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y
 de
 la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las
 lágrimas.
 Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que
 había llorado en aquel país y sentía un placer
 maligno
 en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la
 angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo
 inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la
 caricatura
 en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y
 sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se
 echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignorara su
 desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían
 las
 lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara
 seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y
 caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me
 desperté sentí el escozor de las lágrimas que se
 habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo
 que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y
 hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba
 el
 arpa.
 
 
 
 
 
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