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Mi fin de semana duró cinco metros de ancho por cuatro de largo. La fiebre, maldito ascenso de temperatura corporal, me paralizó en la cama. Mi mundo entonces se redujo a tres paredes y a un armario gigante que cubre la cuarta pared de la habitación de esta pensión. Nada más.

Largo viaje el de Mendoza-Buenos Aires, por la infinidad de la ruta y por la fiebre, que desde temprano me atacó y me obligó a buscar un refugio temporario, al menos hasta que pasara. Por eso el viernes a la noche llegué aquí, a la pensión. Pero éste “aquí” se refiere al cuarto, a la habitación únicamente. No puedo aportar detalles aplicados a la realidad de lo que concierne a la recepción y a los pasillos y a los otros cuartos, ése estado de sistema automático que la fiebre genera, que hace que las palabras salgan solas (sin discernir en buenas o malas) de la boca, y ordenen, cuestionen o consigan aquello que el lejano consiente “sin fiebre” le pide con una voz supersónicamente silenciosa a la zona “con fiebre”, me hizo arribar a la tan ansiada cama y esperar el cese del dolor violento. Por mera casualidad, llevaba conmigo unos remedios.

Tuve desde entonces que buscar una distracción, pues la pensión u hotel de ruta, promovía la siesta y el descanso continuo a aquellos pasajeros temporales que buscaran unas horas de parpados pegados para seguir en el asfalto caliente. Un libro guardado en el cajón de la mesa de luz. Un televisor con canales de aire poco nítidos. Un horóscopo viejo. Paredes blancas. La imaginación. Luego el silencio. Y fue éste último el que por fin me hizo hallar algo que me animó a pasar estos dos días. Porque por fin los pude oír.

Estaban ubicados en el cuarto contiguo, o al menos eso creo. Las voces aparentemente venían desde allí. Una puerta clausurada separaba ambas habitaciones. Otra, me separaba del supuesto pasillo. Éste era mi mundo, el resto de la pensión, un pequeño universo, materia inconclusa, un negro indescifrable. Pero las voces aparentemente venían desde allí. Ella se llamaba Marta, él Abel. Eran una pareja, no tan joven y posiblemente formada hace poco. Sus charlas eran pausadas, por momentos monosilábicas. También, por momentos el televisor era el único interlocutor y cada tanto invitaba a la pareja a un pequeño debate, creo haber oído dos o tres cruces de ideas. Debo decirlo, me resultaba una situación cómica. De seguro ignoraban mi presencia en el cuarto contiguo al suyo, ignoraban mi condición de narrador omnisciente. Yo oía todo, cada paso, cada escupitajo al lavabo, cada rasguño que la silla le hacía al suelo, cada gemido. Discernía a favor del uno o del otro en esas menudas cuestiones que la televisión generaba, tomaba partida por el más débil y buscaba contra argumentos para retrucar la apuesta silenciosa. También imaginaba en mi mente los besos desapasionados, las manos, los roces y el vaivén de los cuerpos, hasta que por fin dormían y lo mismo hacía yo. Jugaba a recrear sus siluetas en el techo, según el tono de la voz imaginaba sus caras, sus pelos, sus movimientos. Llegué a conclusiones que desconocía si podría comprobar. Abel era de mediana altura, cuerpo robusto, barba selvática, abarrotada y ojos color canela. Marta suponía ser petiza, flaca hasta el consumo, como una hoja (el hecho de que fumara delicadamente cada cigarro hacía más certero este fundamento) y su pelo era castaño oscuro como sus ojos. Y los datos que cada charla aportaban servían, yo hacía en mi cabeza un identikit corporal, un seguimiento de personalidades y me entretenía la idea, mientras la fiebre trabajaba, de actuar como detective de oficio.

Domingo, domingo, día sin sentido. La tarde del domingo, mi cuerpo no me permitió abandonar la habitación, aunque de a poco me fue dando más libertades, no la suficiente para animarme a conocerlos, o a desandar el resto del universo-pensión, pero si para estirarme hasta el teléfono o ir al baño. Las voces seguían allí presentes, latiendo. Pero esta vez, algo había en ellas. Cierta distorsión, un tono elevado. Corría un aire cálido, a humedad, alejado de parámetros regulares. La televisión, de nuevo interlocutor, y un debate banal, pero las voces empezaban a ponerse gordas. Cruces de palabras que no expresaban ideas, sólo sentimientos, que se tornaban macabros, en rencor, en desprecio, en odio. Choques de cuerpos, empujones disimulados. Y entonces un grito agudo, que se ve solapado por algo, por unos brazos que imagino contienen una almohada en sus manos, y una almohada que absorbe el aire, los suspiros de esos gritos alarmados que no encuentran huecos para escapar, y dos manos débiles que se aferran a los antebrazos del enemigo, a sus piernas, y súbitamente pierden esa fiereza y caen a los costados del cuerpo, que ya no es persona, es sólo cuerpo. Y yo exhalé un alarido sorpresivo, desprevenido.

La puerta del armario se abrió. Una carga no tan pesada, aparentemente, entró en él y la llave la condenó hasta nuevo aviso allí adentro o hasta que el evidente olor de la putrefacción conmoviese alguna nariz pasajera. No se oyeron gritos, ni llantos, ni mocos, sólo brazos que empacan supuesta ropa, supuestos zapatos y colonias y una espuma de afeitar. El bolso fue arrojado con violencia hacia la puerta que separa nuestros cuartos. Aparentemente abandonaría la escena y yo no hice nada, solo tengo mi imaginación, su voz y eso, simplemente eso. La luz del cuarto contiguo se apagó, la puerta todavía sigue cerrándose y ahora los pasos ya andan por lo que creo que es el pasillo.

Cómo reaccionar ante esto. No lo supe, no decidí cambiar el destino de ésa mujer indefensa, no opté por ser el héroe de un nuevo capítulo, la lluvia en un día de campo. Tal vez culpé a la fiebre o fue mi cobardía la que me negó a responder a esos golpes de aquél hombre, supuesto corpulento. Pero ya era tarde, cualquier tipo de arrepentimiento, de penitencia propia, era tardío. Ella en el armario-ataud, él huyendo, yo en la cama. Y fin, las cosas como son, no mirar atrás o mejor salir de este hotel mediocre, en silencio, y llegar a Buenos Aires cuanto antes, a mi barrio, al ruido, a las calles inundadas, que tanto odiaba pero que ahora quería más que nunca.

Levanté mi cuerpo y 38°. Tomé mis pocas pertenencias. Abrí la puerta y no hice a tiempo de reconocer la pensión, ahora más que en la fiebre, pensaba en qué actitud tomar, en hablar ahora o callar para siempre, o hasta que la justicia me buscara. Reconocí otro par de puertas, un pasillo, pero no reconocí los colores ni los cuadros. Ya escapando por la puerta principal un grito me calmó, media vuelta. El dueño que a la vez jugaba de recepcionista me frenó. Ah sí, perdóneme, Son setenta pesos señor, me comentó. Maldije, no lo valían. ¿Cuál era su habitación? La 17, supongo. Y por fin hablé. Si, calculo que es la 17, en la habitación contigua había una pareja, no tan joven, creo que el hombre se marchó hace unos minutos, la mujer posiblemente siga allí, tal vez no. El dueño miró sospechoso. Yo temí, siempre me extralimito, siempre quiero el protagónico cuando me merezco ser un secundario. -Hombre, ¿le pasa algo?- me preguntó. Tardé un silencio milimétrico en responder para no alzar sospecha. No, es que, es que me encuentro cansado, usted sabe, la fiebre me tiene atrapado. Ya lo veo, ahora entiendo señor, la fiebre suele provocar alucinaciones, tal vez inventó unos personajes en su mente, el delirio es capaz de todo, pero… estamos fuera de temporada, usted ha sido el único visitante por estos últimos días, bah, usted, yo y bueno… mi mujer.

Texto agregado el 16-03-2012, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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