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Lo que occidente nos pretendió expropiar.

La conquista tuvo varias facetas de violencia; sin embargo, el exterminio de nuestra cultura fue el proceso más prolongado y sistemático. Es también la menos conocida. El propósito de ésta tenaz persecución fue despojarnos del espacio que sirve a todo humano para desarrollar y vertebrar su ser pleno en armonía: la cultura. Nuestra realidad ha sido por milenios multicultural. Este entramado de lenguas diversas, vestidos dispares, notas musicales diferenciadas, fue oficialmente sustituida por una sola gramática y una sola vestimenta: la occidental. Se percataron los invasores que la derrota militar de los ejércitos incas no era suficiente para consolidar el dominio a largo plazo; era imprescindible destruir, desarticular, nuestra cultura. Así penetra en estas tierras la visión foránea; destilada del filo de una espada, razonable motivo para avasallar milenios de estructurado desarrollo. La nueva cultura arribó para catalogar y destruir todo lo que se considerara distinto e imposible de incorporar a su sólida monoculturalidad. De esa manera, definiendo la superioridad de sus valores, nos negaron humanidad, fuimos considerados finalmente como un estado inferior de lo humano.

Recordemos que los invasores venían de triunfar en la purga de la heterogeneidad ibérica: un proceso de depuración étnica y cultural. Era reciente la derrota de los árabes y la inhumana expulsión de los judíos de la península; apenas mediaban unos años de la quema de bibliotecas y libros que habían sustentado el pujante desarrollo español. No eran, en consecuencia, valores sólo esgrimidos por ígnaros capitanes y soldados; eran también ideas empuñadas por su inteligencia más selecta. Buffon, Kant, Hegel concibieron a América como el territorio de la inmadurez, de la fatalidad geográfica y la pura marginalidad irremediable. Territorio en el que hasta los pájaros cantan mal, porque no lo hacen como la alondra. También Montesquieu, Bacon, Hume, se negaron a reconocernos como semejantes. El Papa Pablo III, en 1537, nos calificó como faltos de razón y considerarnos no íntegramente humanos. Esta distancia entre conquistadores y conquistados, este letal desprecio por nuestra cultura y por los seres que la desarrollaban, con variaciones poco apreciables a lo largo de los siglos siguientes, ha provocado la escisión histórica entre los valores occidentales y los nuestros. Ha generado la construcción de un país imaginario y otro real que en pugna sorda o de declarada violencia, ha delimitado un territorio en el que sus habitantes no han sido capaces de construir consensos y acuerdos de convivencia de magnitud humana. No ha sido posible, por tanto, edificar una nación; y esto es así porque ésta solo puede emerger de las mentes y acciones de quienes respeten las realidades que hacen posible una comunidad imaginada.

Aquí se olvida con frecuencia que mientras los griegos desarrollaban su etapa clásica: siglo V a.C. nosotros vivíamos desarrollos hegemónicos como el imperio Chavín, crecimientos regionales como Ancón y Paracas que sin duda habían asimilado la herencia de Caral. Mientras occidente cincelaba el culto a la razón individual, nosotros teníamos ya establecida otra distinta fundada en la razón colectiva. Y cuando en Europa el pensamiento judeo cristiano le sumaba valores adicionales a occidente, aquí se iniciaban los florecimientos de culturas regionales como Mochica, Cajamarca, Lima, Nasca, Tiawanaku, que albergaban maduros estadíos de la razón colectiva en armonía con la naturaleza y respeto a la diversidad. Frente a una excluyente y única manera de entender la naturaleza y la sociedad, nuestros pueblos originarios tenían una cosmovisión diferenciada y con matices en su interior. Muchos perviven felizmente hasta hoy. Lo huanca se distancia de lo quechua como lo chimú o chincha de lo lupaca; pero, en común muestran un sustrato de ideas compartidas que han hecho posible hoy el surgimiento de una pancultura que es apropiado llamarla andina. Al final, occidente; sin que ese fuera su fin ni propósito, hizo lo que ningún horizonte cultural previo pudo concretar: el surgimiento de una cultura supranacional que establezca bases suficientes para pensar con solvencia en una básica identidad compartida; ineludible condición para constituirnos en nación y excluirnos del subdesarrollo. De las entrañas de la visión dominante emergen los bastiones de la resistencia cultural; la fortaleza de su contextura, la hondura de su densidad, la fuerza de su linaje milenario se muestra ahora como la victoria del corazón sobre la razón.

A más de quinientos años del fallido avasallamiento cultural no es posible ignorar que nuestra realidad de país subdesarrollado; con extremos de abundancia y pobreza, exclusiones, maltrato a la naturaleza, de racismo abierto o solapado, sin un proyecto nacional que nos sitúe en el camino del desarrollo, proviene en grado sumo de este desencuentro: de la incompatibilidad entre lo que creemos ser y lo que realmente somos. Nuestra desarticulación es, en gran medida, consecuencia de la conquista y del envilecimiento de nuestra antigua cultura; mientras, lo que tenemos de espacios compartido e integrados es consecuencia de los lazos que nuestras raíces originarias han podido y sabido mantener.

La reconstrucción de aquellos milenios desperdiciados requiere conocer lo que perdimos, palpar lo que aún vive. ¿Qué aspectos de ella fueron mediatizados, cuánto nos fue extirpado, qué respira con lozanía? La respuesta se mueve dentro de un amplio espectro: desde la distinta vinculación con el cosmos y la naturaleza hasta las propias relaciones interpersonales. Precisemos las características de este proceso.

La más importante de todas las “extirpaciones” afectó la cosmovisión andina. Fue puesta en riesgo de extinción. Aniquilaron a toda la inteligencia de la época; amautas, intérpretes de los quipus, arquitectos, ingenieros, profesores, poetas; a los conservadores de la tradición oral, astrónomos, administradores, los redujeron a la extinción. Aquellas especialidades desaparecidas tienen lugar en el diccionario de diversas lenguas, en especial la quechua- aimara. La extirpación de idolatrías fue cruel y brutal; la meta era desaparecer todo elemento que permitiera reproducir, recrear cultura. El sangriento y prolongado proceso oscurantista forzó la destrucción de cualquier forma de religiosidad andina; eliminó cualquier conocimiento relacionado con diseños superiores de pensamiento. Se arrasó con huacas, quipus, el sistema de ceques, conocimientos astronómicos, procedimientos constructivos, etc. Los denominados extirpadores de idolatrías bajo el pretexto de la religión única oscurecieron toda forma de pensamiento que pudiera ser origen de cualquier forma de religiosidad. Así sometieron la milenaria tradición intelectual y tecnológica para sustituirla por esta visión chata, mezquina que considera hoy día que hermanarse con la naturaleza es arcaísmo vergonzante. Así terminamos cobijando criterios y valores que hoy depredan el territorio y castran el desarrollo creativo. La decisión de extinguir la religión andina fue una de las decisiones mejor implementadas. Fue probablemente la persecución más implacable; causa compartida por todos y cada uno de los invasores, sean autoridades o simples soldados. Las distintas étnias fueron obligadas a abandonar sus creencias ancestrales y en numerosos casos las mimetizaron bajo el ropaje cristiano, creando un sincretismo religioso que no es difícil distinguir en los ritos católicos de hoy. Es probable que esta extirpación de idolatrías produjera el mayor nivel de desconcierto y enfermedades sicosomáticas entre las poblaciones originarias. La rebelión del Taky Onkoy es una de las expresiones más nítidas de esta profunda congoja y desconcierto nativo. La religión andina le otorgaba sustento primigenio a la armonía entre todos los seres del universo; incorporaba, lo que hoy la química y la física moderna afirman, la unidad de orígenes de todos los seres vivos y naturaleza del universo. Es pertinente preguntarnos ahora: ¿qué diferencia existe en sublimar la relación con la naturaleza y aceptar la creencia de que todos somos iguales ante los ojos del Dios cristiano?

Nos despojaron de los andes como sede principal de nuestra cultura y eje vertebrador del espacio andino. Al hacerlo destruyeron la capaz y vigorosa estructura productiva, construida para domeñar un territorio feraz, desafiante, complejo; muy lejano de la dócil geografía española cuyas planicies cubren el cincuenta por ciento de su territorio y donde el pico más alto, en Sierra Nevada, posee 3,477 msnm. Fue incomprensible para la razón ibérica aceptar ocupación humana productiva por encima de los 3,000 m.s.n.m. y muchos menos extenderla a los 4,000, como era natural para nosotros. Todas las civilizaciones construyeron sociedades con perfiles de conocimiento, tecnología y estructuras sociales exactas para enfrentar su medio geográfico. Sin el dominio eficiente de la selva húmeda tropical no hubiera sido posible lo maya; sin las sutiles y brutales alianzas aztecas o su dominio de la agricultura y del agua, no se hablaría hoy del brillo de esa cultura.

Los peninsulares destruyeron un proceso que llevó veinte mil años estructurar, dominar y, que a la postre, hizo posible la extraordinaria comunión de intereses sociales y económicos que derivó en una óptima explotación de la naturaleza. Privilegiaron la costa como lugar de residencia y eje de desarrollo, por su cercana conexión con la metrópoli y porque allí no supervivieron culturas incomodas. La costa los alejaba de la siempre amenazante presencia de las étnias ancestrales. La sierra se mantuvo como enclave minero al que acudían por necesidades de acumulación y reproducción de su economía. Si aceptaron desarrollos urbanos altoandinos en Cusco, Cajamarca, Huancayo, Huancavelica o Ayacucho, fue por las necesidades de asentar y consolidar el dominio del territorio y de la población.

Despareció la complementariedad productiva entre los variados pisos ecológicos que se extendían desde las regiones yungas, atravesaban punas y descendían luego por las regiones de selva alta y baja, inclusive. Esta decisión es el inicio de la macrocefalia limeña y la postergación del interior andino y amazónico; es también responsable de las débiles relaciones de complementariedad en el territorio y de la nula explotación de los valles de la vertiente occidental de nuestros andes. Tenemos un país de economía desarticulada sin cadenas productivas y de consumo que le añadan valor agregado a los productos en sus lugares de origen. Poseemos enclaves mineros, pesqueros, petroleros o agrícolas sin ninguna o poca articulación con su entorno inmediato. Regiones enteras viven de espaldas a su base productiva.

Fue afectada la vinculación que enlazó a las culturas americanas. Desde las poblaciones del norte americano hasta las sociedades de la tierra del fuego, existía una continuidad de cuarenta mil años de desarrollo compartido. No obstante la realidad adversa, las culturas americanas poseen conocimientos comunes que hacen posible una cosmovisión uniforme que nos distingue como parte de un solo horizonte civilizatorio. El lenguaje, las costumbres, escalas musicales, la relación con la naturaleza, la reciprocidad, son como los dedos de una mano: distintas pero emanadas de un solo origen.

Fue olvidado el sabio y eficiente manejo del agua. Quedaron postergados los magníficos acueductos que transportaban este producto desde la corona de los andes a los valles de la vertiente occidental andina e interandinos. Se conservan restos de la magnífica ingeniería acuífera y muchas otras esperan ser descubiertas. Numerosas obras son todavía recuperables; pero, lo que es más importante, marcan la pauta de lo que debe hacerse en la ampliación de la frontera agrícola, especialmente en los andes.

La explotación agrícola y pecuaria fue reducida a los cultivos occidentales y a los animales importados. La quinua, la oca, la mashua, el chuño, los pallares y cientos de plantas domesticadas fueron sustituidos por cultivos de baja altura que despoblaba pisos altitudinales elevados y que además no reunían las condiciones genéticas para aclimatarse con propiedad en la zona Jalca o Suni. La ganadería andina fue encaminada a la extinción. Era necesario desalentar su explotación para quebrar la relación entre la ganadería de camélidos y el dominio de los espacios altoandinos. El sometimiento de estos territorios sólo es posible en comunión con ellos. El escarnio y la censura hacia el uso y explotación de estos animales hicieron fácil que se impusieran las especies de los dominadores. Los vacunos pastaron extensivamente en alturas donde el delicado suelo no soporta adecuadamente su peso y degrada sus condiciones. Los ovinos, con un aparato masticador incompatible con los suelos fríos, depredaron, erosionaron, las tierras de altura. No es fruto del azar el escaso peso corporal de los camélidos americanos, como tampoco es fortuito su aparato masticador que apenas afecta el tallo del ichu, conservando su raíz intacta. Su apropiado volumen y almohadilladas pezuñas se comunican con la tierra en un diálogo de respeto y fraternidad, producto de miles de años de adaptación.

La destrucción de los andenes es otro de los estropicios causados por occidente. Según la visión eurocéntrica, de agricultura en planicies extendidas, la explotación de incómodas andenerías era una muestra de nuestro atraso tecnológico, Se cultivaron entonces extensiones de mayor dimensión en los valles bajos. No se comprendió que en muchas zonas serranas no existen suelos extensos, y que otros tienen superficies poco profundas y mal nutridas que requieren ser recompuestos con su manejo en andenes. No percibieron tampoco que estos espacios reproducían en cortas dimensiones la complementariedad ecológica que se practicaba a gran escala en otras zonas del ande. Además, y lo que es más importante: los andenes son una muestra acabada del trabajo comunal. Cohesiona el grupo, construye comunidad y se relaciona con la tierra de la única manera posible en que ella acepta ser explotada en ese contexto geográfico. Hoy, zonas deprimidas del ande poseen altos porcentajes de andenes abandonados. ¿Qué entendieron los occidentales al ver los camellones aymaras que almacenan calor del día y atemperan las frías noches altiplánicas? Muy poco, sin duda; si la intención era permanecer el tiempo necesario para explotar las minas y acogerse luego al regalado retiro español. Esta manera de relacionarse con la explotación agrícola se ha mantenido hasta nuestros días. Manejamos estereotipos que consideramos naturales ignorando que son producto de patrones culturales exóticos y ajenos a nuestra realidad geográfica.

La relación con la naturaleza fue trastocada. Para nuestra cultura la naturaleza es un organismo vivo, extensión de nuestro propio ser. Es parte objetiva de nosotros mismos y no una realidad ajena a la que se acude en términos de intercambio desigual. Esta interacción le otorga a las tareas productivas un sentido terrenal y trascendental al mismo tiempo. Por esta razón fundamental conversamos con ella, compartimos alimentos, interpretamos sus expresiones. Nuestros orígenes provienen de la naturaleza; nos desprendimos de sus entrañas o emergimos de las aguas del lago sagrado. La naturaleza vivía en nuestros ancestros y la manejaban con el respeto y la consideración de ver en ella reflejada su propia humanidad. Probablemente el Valle Sagrado de los Incas y Machu Picchu son las expresiones más elevadas de esa concepción. La primera, con su representación objetiva, en tierra, de toda la Vía Láctea; y la segunda, con la representación de sus dioses animales entretejidos en una estructura pétrea y vegetal que aún no se ha logrado interpretar en su integridad. Como se ha mencionado en otro lugar; el manejo de los átomos y la física cuántica de nuestros días nos ayuda entender la íntima interrelación que comparte el ser humano con todas las formas vivas o inertes del universo. Los andinos nos adelantamos a esa realidad.

Nuestra música y otras formas artísticas y culturales fueron depredadas también. La música es parte constitutiva y esencial de las labores comunales y productivas. En occidente las manifestaciones artísticas son procesos individuales y, en gran medida, ejecutadas por una persona entrenada que sustituye nuestras naturales cualidades creativas. El artista encarna, castra, el potencial interpretativo de los individuos. Esta realidad se repite en todas las manifestaciones culturales de la sociedad occidental. Se tienen pintores, futbolistas, músicos, poetas, etc., que despliegan sus cualidades por nosotros; esto impulsa una especie de divinización del individuo que suplanta nuestra humanidad y anula nuestras naturales capacidades artisticas. La cultura andina vive la música y otras expresiones como una fiesta colectiva que promueve compartir y fortalece el trabajo. Sin embargo, es evidente que la resistencia cultural no ha evitado que estas expresiones ingresen a un circuito comercial que los convierte en parte del consumo serial y masivo propio de occidente. Pero, la realidad objetiva de este trastocamiento está allí, ante nosotros para ser objeto de reflexión. A contracorriente de esta transformación de valores la vitalidad de las expresiones artísticas andinas, ha superado siglos de sometimiento y exclusión. Asistimos al renacimiento de variadas formas culturales recreadas apenas a partir de minúsculos lazos con el pasado. La gastronomía es un ejemplo. Sin nuestro pasado cultural, no sería posible ahora festejar el renacimiento de nuestra comida. Es una muestra sencilla para darnos cuenta del enorme despliegue de fuerzas productivas que impulsa una sociedad que no vive reñida ni avergonzada de su cultura originaria, sino que al contrario la aprovecha para fundar sobre ella su desarrollo.

Afectaron el sentido ético de la reciprocidad. Entregar, dar, para luego recibir. Acto de simple complejidad que se realiza en tres niveles: entre los propios seres humanos, con la naturaleza y los dioses. No es sinónimo de solidaridad temporal, principio occidental; la reciprocidad es permanente y se vincula al sentido mismo de la comunidad; trasciende la geografía y se sitúa en la base de la estructura social. Constituye la antítesis del concepto occidental que promueve que todo acto empiece y concluya en el individuo; mientras, en la concepción andina este proceso se realiza en torno a la comunidad. El ser se individualiza en su seno. El trabajo mismo, espacio esencial de la reproducción social se desenvuelve en comunidad y con un claro sentido de servicio. La cultura occidental no ha logrado enlazar el desarrollo personal con el colectivo. El ser humano es educado desde un estrecho espacio individual-familiar que le hace difícil adherirse a las responsabilidades sociales, comunales. En nosotros, la personalidad es moldeada dentro de la comunidad. Allí, el ser desarrolla su individualidad. No tiene, por lo tanto, que trasladar sus intereses hacia la comunidad. Vive en ella. ¿No es acaso la violencia contra la propiedad colectiva que se observa en las manifestaciones públicas de la juventud occidental, una muestra de esa desconexión con el hecho social que manifestamos?

Fue alterado el sentido y la función de la autoridad. En las comunidades andinas la autoridad se alcanza luego de un largo proceso de maduración que sirve para que el individuo muestre sus cualidades de servicio. No se captura el poder, se consigue un espacio para servir. El poder en occidente se conquista tras una cruenta lucha por demostrar a los demás que el “político” reúne las condiciones ideales para detentar el poder. Los andinos observamos con paciencia y tiempo cual de nuestros miembros reúne en verdad condiciones para conducir una comunidad. Es frecuente que la persona elegida crea y sienta que el cargo está por encima de sus capacidades, momento en que la comunidad lo ayuda a ejercer el cargo. La realidad comentada permite acercarnos a la transformación de antiguas formas de organización política. Mientras en occidente el liderazgo busca poder, el líder andino busca el respeto; que emana de los méritos y de la consecuencia entre nuestros actos y palabras. El líder comunal es sobre todo un servidor probado antes de asumir liderazgos de conducción. Este respeto, por extensión, se orienta al diferente; a la tolerancia, a la aceptación sencilla del que piensa distinto. Es ineludible referirse aquí al respeto y uso de la sabiduría de los ancianos. Esta es una tradición menoscabada. Los ancianos del mundo andino ponían al servicio de la sociedad toda su experiencia y conocimientos. Eran los depositarios de las tradiciones, costumbres, ritos, que eran transmitidos oralmente a los demás. Conservaban un lugar prominente y de respeto en la estructura social. La ancianidad en occidente es una práctica condena social. En esta instancia la oralidad era parte esencial en la transferencia de conocimientos. Para los andinos la palabra posee vida y es, por ello, extensión de nosotros mismos. Para la cultura andina la palabra escrita carece de vida y de verdad. Por eso nos resulta tan difícil expresar nuestras vidas y verdades por este medio.

Se transformó el uso de los colores en nuestras vestimentas; la brillantez, la alegría, que transmiten los luminosos colores del ropaje andino fue sustituida por tonos oscuros dueños de una estética diferente. Los tonos luminosos no son gratuitos, son la expresión gozosa de nuestra relación armónica con la naturaleza y la vida compartida. Hoy día se ha construido sobre estos colores un juicio desdeñoso; culturalmente “inocente” que permite a la mentalidad colonizada pensar que hay colores para indios y otros para blancos. De este modo se relega su uso a aspectos folclóricos que permiten a los usuarios observar desde una prudente lejanía lo hermoso que fue el pasado de “nuestra cultura”.

Las fiestas son otras de las manifestaciones culturales alteradas por la dominación. Los andinos somos seres de festejos y conmemoraciones. Estas reuniones son ocasiones para estrechar vínculos comunales y acercarse a las divinidades ancestrales. No hay en los andinos un ánimo de atesorar o guardar bienes, se vive el presente con gozo y gratitud.

Nuestras lenguas originarias fueron objeto de soterradas prohibiciones, marginación, burla, intolerancia. Si entendemos que el lenguaje de una colectividad resume la esencia de una cultura, debemos entender el trauma y la angustia que siente aquel que de pronto es impedido de ejercer con libertad el uso de su lengua materna y es obligado a usar un nuevo código de expresión oral. Se promovió su extinción; a pesar de esta realidad, nuestras lenguas y dialectos andinos se hallan prósperas, en plena recreación y fortalecimiento. Se alteró también el sentido de propiedad. Las posesiones comunales fueron minimizadas, hasta ser marginales en el sistema. En esta depredación la República fue menos tolerante y más radical, aún.

Refirámonos finalmente a nuestra identidad, sujeta a la expropiación más brutal y vesánica. Un ser que carece de identidad es un sujeto alienado que toma para sí cualquier forma de identificación; aún la más inadecuada y extraña a su propio ser. Se considera parte de una colectividad ajena que lo usa y lo expolia en su propio beneficio. El ser alienado es ciego a su realidad. Como aquellos individuos que se creen occidentales y se dan de bruces con una realidad que los considera sudacas, chicanos o simplemente hispanos; accesorios de las zonas marginales de occidente. ¿Es posible concebir una identidad resultado de dos identidades previas y fusionadas? Si; la condición es que esa nueva realidad sea genuina y no se constituya sobre el oprobio de una de ellas o de la subordinación de lo propio a lo foráneo. Así nos cercenaron identidad,; bajo el oprobio. Extirpando idolatrías, asesinando a nuestros amautas y a nuestra inteligencia, destruyendo templos y centros de aprendizaje, proscribiendo el idioma, nuestras formas de vestir y de vivir, pretendieron destruir también nuestra memoria colectiva. La identidad se construye desde pequeños y grandes distinguidores sociales: lengua, vestidos, costumbres, comida, formas de asociación. Por eso es que eliminando a nuestros taqueccunas, yachachiqcunac, laikakunas, tusoccuna, wasiruacunas, wasillancaqcuna, chascaricocunas, hanpicunac, amautas, quedamos imposibilitados de reproducir nuestra cultura y también impedidos de construir y desarrollar identidad y menos formar una clase dirigente genuinamente nacional. Aquello no destruido fue amordazado por la violencia soterrada de la intimidación y la vergüenza. Vergüenza de nuestros ancestros, de nuestra lengua, vergüenza de nuestras etnias y de nuestra cultura. Lo consiguieron en parte. Hoy desconocemos el significado de muchos vestigios culturales con los cuales sería más fácil componer nuestra nación e identidad. Sin embargo allá vamos recogiendo los restos, caminando hacia la reconstrucción de nuestra patria sumida en exclusiones y pobreza vergonzante. Encontraremos el camino al desarrollo cuando aspectos aquí reseñados y otros, se incorporen a nuestras vidas recreadas, se pongan de pie y caminen al lado de los peruanos que entiendan que quinientos años son apenas una brizna de viento, al lado de nuestra antigüedad milenaria.





Texto agregado el 20-03-2012, y leído por 170 visitantes. (2 votos)


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