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Los autos se abrían a nuestro paso. Yo estaba en la parte delantera de la ambulancia, no escuchaba las sirenas, solo veía a los autos desviándose para darnos paso, como un cuchillo que corta el trafico. Mi congoja era superada por satisfacción de salvar a otras vidas aunque en la parte de atrás llevaba a mi hijo muerto. Mis ojos fijos cortando también mis pensamientos, estaban proyectando la caída de ese conejito de peluche.
Mi hijo había nacido con una enfermedad incurable, aunque con los ojos que no quiere ver el futuro, no quise aceptar lo inevitable. El amor que él desbordaba era medianamente comparable a la devoción que yo le daba, cada día, cada jornada médica y en los interminables exámenes. Pero esta tácito, yo era su madre, y ese amor que sentía lo había adquirido cuando él nació.
Siempre le sobaba su cachetito y lo acariciaba, sin mirar en el futuro, y siempre conteniéndome las ganas de llorar, solo me calmaba cuando rezaba en silencio y me frustraba la inmensidad de mi impotencia. No le gustaba los peluches, pero curiosamente cogía uno en forma de conejito, que no recuerdo quién se lo regalo.
Cada sonrisa y cada día era un logro de vida, pero ver siempre a mi hijo sufriendo, me hacia cuestionar la justicia celestial. Después de tres años de lucha constante mi hijo entro en coma cerebral. Vinieron doctores a explicarnos sobre la donación de órganos, y la extensión del amor a través del dar. Por una semana, mi hijo solo era mantenido con respiración artificial, hasta que me decidiera a la donación, cosa que al principio yo rechazaba hasta encontrar una respuesta.
La respuesta vino de manera inverosímil, como inverosímil fue la forma de enterarnos cuando ya tenían a los niños que iban a recibir la donación de mi hijo. Cuando guardábamos los juguetes, en el armario en la parte más recóndita, como para también guardar nuestro sufrimiento, sentía que con cada muñeco, se desgarraba mi alma y, cada lágrima le seguía a algún carrito y, cada suspiro a algún peluche y, en cada paquete un amor desfallecido. Y de pronto se cayó el conejito más querido por él, e inmediatamente sonó el teléfono, era el Dr. llamándonos para que conociéramos a los niños en espera de los órganos. Acompañe a mi hijo en el ascensor, mientras subíamos el tiempo se hizo eterno. A mi lado con el respirador, lo vi hermoso, lo mire con un agradecimiento de haberme hecho feliz. Lo contemple en silenció hasta que la enfermera me pidió que me despida, algo que yo ya había hecho, me arrecoste ligeramente y le di un beso. Un riñón le fue puesto a una niña y el otro a un niño mayores que él, mientras que sus corneas a uno de su misma edad.
Entre la duda de una respuesta fuimos a la capilla de la clínica, para que el padre nos orientara sobre el poder del desprendimiento. Cuando entramos la luz dorada del sagrario, nos recibió tenue y tibia. No había nadie, excepto un niño que rezaba, cerca al altar. Nos acercamos a la credencia para buscar al capellán, y no lo pudimos ver, incluso nos asomamos a la sacristía y no lo hallamos. Me acerque al niño que rezaba y le pregunte por el párroco, me miro y sus enormes ojos negros me sonrieron, sus cachetes blancos explicaban el candor de su ternura. Me arrodille y me acerque tanto que casi pensé en besarlo. Fijo su mirada los más que pudo en mí, y me dijo: señora casi no puedo ver, y salió saltando con la alegría de estar vivo.
Entonces comprendí el futuro que negamos con los ojos que no ven.

Texto agregado el 22-03-2012, y leído por 193 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-03-2012 Tremendo amor de madre que no pierde las esperanzas, y la generosidad de la donación de órganos, muy bien retratados aquí. Para mí, ¡un excelente relato! simasima
 
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