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Inicio / Cuenteros Locales / sayari / José María Arguedas, el Cusco y los cusqueños. Parte I

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José María Arguedas es, para algunos, el escritor más importante del Perú. Para mí, lo es. Sin embargo; considero que el legado más grande, es su propia vida. De herencia cultural blanca, nació entre los indios de mi patria, en su región central. Conciliar estas dos tradiciones fue para él la razón de su existencia. Desde allí emergió hasta convertirse en una especie de resumen de nuestros desencuentros; pero, también referente obligado para quien quiera entender este intrincado territorio. El artículo completo tiene cuatro partes; la que aquí publico se refiere al paso y estadía de este escritor-antropólogo, por la ciudad del Cusco. La siguiente aborda su permanencia en Sicuani, una pequeña ciudad sureña. La tercera entrega se refiere a los amigos y obra ejemplar que dejó en su periplo cusqueño. Al final se ensaya algunas conclusiones. Detrás de artículos, está presente la contribución que hizo este heroe cultural a la comprensión del ser nacional peruano; aún oculto para la mayoría de nosotros.














I.- Su padre y los profundos ríos cusqueños.

El legado de José María Arguedas resulta imprescindible para entender el pasado y diseñar el futuro del país. Pocos peruanos alcanzan esta magnitud. La influencia de su obra y pensamiento se amplía con el tiempo y se hace, cada vez más, parte de la vida y el sentido común de los peruanos. En su extensa obra literaria; como en la antropológica, periodística, y en sus labores de traductor, se encuentra un mundo de hombres, dioses, animales, abismos, caminos y acontecimientos como únicamente lo sentimos en los cuentos quechuas oídos en nuestra infancia a los famosos narradores indígenas. En este infinito espacio creativo las ciudades conservan un lugar de importancia. Citadino gran parte de su vida y viajero permanente, supo apreciar los valores culturales que conservaba cada ciudad. El Cusco no está fuera de este contexto. Tuvo con ella una relación sustantiva, estrecha, permanente; desde su nacimiento y niñez. Su linaje paterno tuvo hogar y ascendencia en ésta ciudad y hacia la mitad de su vida tuvo una estadía prolongada en Sicuani donde trabajó como docente; y desde donde supo crear una red de colegas y amistades que conservó en los años siguientes. Hay una realidad adicional que estrecha este nexo: su hermano menor, Pedro Guillén Arguedas, residió en el Cusco hasta su muerte en 1987. Grandes pasajes de su obra, su personalidad misma, fue afectada por una temprana influencia de la ciudad que cobijó a sus ancestros y contribuyó a moldear su vocación temprana y su fértil imaginación. El río profundo que es José María Arguedas ahora, fue manantial, ojo de agua, en el Cusco.

Para fundamentar e interpretar esta realidad poseemos testimonios personales, familiares y también material antropológico. Acudiremos también a su novela Los ríos profundos que desarrolla sus primeros capítulos en el Cusco con un elevado contenido autobiográfico. Para sustentar esta afirmación es útil apelar a distintas aserciones; tanto familiares como eruditas. Su hermano Arístides, señala que en la novela José María relata las experiencias de la edad juvenil, entre los quince y los dieciocho años. Cornejo Polar recoge y comenta una afirmación del escritor: “yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido”. Esta concepción de la escritura literaria, que sería artificial no llamarla realista, rige absolutamente toda la obra de José María Arguedas. En la recordada mesa redonda sobre Todas las sangres, 1965, Arguedas respondiendo la opinión de Salazar Bondy que indicaba que su obra no es testimonio, exclama: ¡Que no es un testimonio! Bueno, ¡diablos!, si no es un testimonio entonces yo he vivido por gusto… ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido. Alberto Flores Galindo, anota que: Arguedas fue un hombre proclive a la autobiografía y a la confidencia. Buena parte de su obra, como antropólogo y como novelista, se alimentó de sus vivencias personales, de las cosas que él había visto o había experimentado. Compañeros de colegio reconocen en personajes de la novela a condiscípulos a quienes identifica con nombre y apellidos. José Romero; que inspira el personaje Romerito, menciona que la novela refleja nuestra vida el colegio, aunque…adornado con sus propias vivencias…Había un padre Bonifaz…que creo reconocer allí. El Añuco también es real, era un chico Rueda, añade. Como se lee, estudiosos, amigos, familiares, coinciden en este punto y otorgan licencia suficiente para analizar su novela bajo esta perspectiva. De la conjunción de estas fuentes e interpretaciones emerge nítida la vital relación de Arguedas con su padre, el Cusco y los cusqueños.

Chanca Arguedas, quechua el padre, constituyen simiente y extensión firme para hospedar con naturalidad y nitidez los principios de la cultura andina. Víctor Manuel Arguedas Arellano, a la muerte de la madre de José María, trató de suplir el cariño maternal que siempre echó de menos. Fue hasta su desaparición hilo conductor, eje de la familia y referente a imitar. Sus perfiles pueden ser discutidos; pero, brindó a sus hijos amor, ternura, en medio de las distancias, vida errante y dificultades que afrontó la familia. Su carácter retraído e inseguro le fue heredado a su hijo en dosis magnificadas; de igual manera su disposición para privilegiar el trato con los humildes, los indios marginados. Por las evocaciones que el padre hace del Cusco, lo siente como la extensión ampliada de su ser chanca. Soy chanca, se define con frecuencia y en su personalidad se asoma siempre ésta entidad cultural, parte medular del horizonte andino que le confiere originalidad y consistencia a nuestra identidad. Con su hermano Pedro, distante por su adopción temprana, comparte la ciudad que habita y los lazos privilegiados de la sangre que Arguedas afirmó con ahínco y persistencia.

A pesar de sus frecuentes ausencias, la influencia que tuvo el padre en su formación fue la de mayor incidencia en su personalidad. Por encima de la ejercida por la madre fallecida prematuramente o de su nodriza quechua Luisa Sedano Montoya. Supera a la desempeñada por su hermano Arístides y sus protectores indios de la hacienda Viseca. En carta a su hermana Nelly en 1965, se observa el grado de influencia que ejerció el padre en la formación de la familia y sus caracteres: Eres más buena que yo; eres buena como era nuestro padre. Todos los hijos de Víctor Arguedas Arellano, el abogado de ojos azules y como de niño, somos buenos…Yo soy bueno. Continúa, haciendo un recuento de los valores esenciales que forman su personalidad y que proviene de la mentalidad paterna: he sufrido toda la vida el dolor de los que padecen, mi corazón ha sangrado por los huérfanos, he luchado por ellos, he estado preso, mal pagado…Se percibe la impronta de Víctor Manuel en la adopción de modelos de conducta que provienen del padre, expresados más como actitudes a imitar que con verbalizados patrones éticos y morales.

Ernesto, álter ego de José María en la novela citada, menciona: cuando andábamos juntos el mundo era de nuestro dominio, su alegría y sus sombras iban de él hacia mí. En Abancay; donde se instalan luego de pasar por el Cusco, un cliente del padre le dice: Usted es el contento del señor doctor, usted es su corazón. Víctor Manuel fue el único y débil enlace con un ideal de familia tradicional que Arguedas sólo pudo observar desde una solitaria distancia.

Su padre, que nació y vivió en el Cusco hasta superar los treinta años, fue su articulación con la faz cierta y buena de la vida; aquella que Arguedas conoció retaceada y nunca a plenitud. El padre para él representó incertidumbres y ausencias; pero, también momentos únicos de empatía y callada compañía. Arístides narra una escena vivida entre el adolescente José María y su padre mientras cursa el primer año de secundaria en Ica y enfrenta una decepción amorosa. Acudió en su ayuda y José María cayó desmayado en sus brazos: No quería seguir rodeado de arenales candentes y gente extraña. Víctor Manuel, con la ternura de su delicado espíritu lo consoló. Hijo, le dijo,…no volverás a Ica, te llevaré al Cuzco, Arequipa o Huancayo, te lo prometo. De esta experiencia Arguedas resulta estudiando su segundo y tercer año de secundaria en Huancayo. José María toma del padre opiniones y patrones de conducta que orientan sus decisiones. Le dice a Arístides en 1937: Yo quiero que te estabilices porque tú has de ser mi puerto; yo me largaré a vivir por todas partes como corresponde a mi responsabilidad; y después vendré a escribir a mi puerto, es decir a tu casa…ahí me esperarás, que yo vuelva de vagabundear. Este propósito podría ser de autoría paterna; parece Víctor Manuel planeando sus próximos viajes. Las inacabables ausencias del padre marcaron su temprana existencia y se sumaron a otras angustias y aprensiones que no pudo superar. Algunos años después, le reitera el tema a Arístides; esta vez, marcando un distingo en su personalidad: …soy la herencia viva de nuestro padre, pero sus defectos espirituales los tengo yo en mayor grado, con la inmensa ventaja de que de esos defectos he hecho lo poco que he creado. Un año más tarde, 1945, con Arguedas de 36 años, le reitera: Heredé mucho de la inestabilidad de carácter de nuestro padre, de su debilidad nerviosa; pero en mí estas condiciones son más agudas, porque tengo una mentalidad más inquieta y sutil…El padre ausente, a la vez que debilita sus naturales fortalezas anímicas, fertiliza y orienta su sensibilidad y simiente creadora hacia hondas preocupaciones intelectuales relacionadas con el Perú y su destino. Víctor Manuel le aportó también pasión dosificada y, a contracorriente de su propia biografía, mesura en la conducta; desapego a los bienes materiales, defensa de causas justas y honorables. De él proviene mucho de su bonhomía y esa cierta tesitura castellana que bien combinada con el hieratismo chanca y quechua, le permitió transitar con soltura entre vínculos extremos de amistad y que en el Cusco cultivó con profusión. Décadas después de haber muerto, el padre posee aún espacio vivo y permanente que influye en sus actos de hombre maduro y consolidado. Es muy difícil precisar y mensurar cuánto de José María proviene del padre y en qué medida ésta influencia le corresponde a los orígenes cusqueños de su progenitor. Sin embargo; los elementos de juicio ahora a nuestro alcance, permiten pensar que fue muy importante, como trataremos de demostrar.

Su padre se aleja del Cusco luego de haber obtenido su bachillerato en abogacía por la Universidad San Antonio Abad, en 1903. Tres años más tarde obtiene una plaza como notario en Andahuaylas donde se asienta junto a su madre y medio hermano José Manuel Perea Arellano. En 1907 rinde exámenes ante la Corte Superior de Ayacucho para recibirse de abogado y, al año siguiente, se casa con Victoria Altamirano Navarro, acomodada vecina de Andahuaylas. Él tiene treintaicinco años, ella veintitrés. El matrimonio parece cerrar el inicial ciclo migratorio empezado dos años antes; delimita y profundiza el espacio regional que sería su centro de vida hasta morir en Puquio, en 1932. La unión con Victoria, le proporciona tres hijos: Arístides, 1909; José María, 1911 y Pedro, 1913. La madre fallece en 1914 y deja a José María de dos años y medio y a Pedro con seis meses de nacido. Víctor Manuel, no retorna al Cusco; consolida su territorio vital, organiza el entorno familiar y realiza labores de juez de primera instancia. Se afianza en la sierra y sólo se aleja de ella para visitar Lima por cortas temporadas. Su vida trashumante se desarrolla entre las zonas frías y templadas de Abancay; Huamanga y Puquio en Ayacucho; Huaytará y Pampas en Huancavelica y se extiende hasta Yauyos, en las serranías de Lima. En Abancay; Ernesto, donde ha quedado interno en el colegio, observa la inminente partida de su padre, piensa: se iría por el otro lado de la quebrada, atravesando el Pachachaca, buscando los pueblos de altura. Su área de vida es chanca, quechua, huanca; no incluye la costa. Son también los territorios que mejor conoce José María, espacios de su niñez y juventud.

La elección de la región abanquina no fue un hecho aleatorio, no luce como un acontecimiento fortuito. El Cusco era un destino más atractivo para el ejercicio de la abogacía; allí residían las redes familiares y amicales construidas en años. Inclusive Arequipa ofrecía mayores ventajas para su profesión; se hallaba más y mejor insertada con la dinámica económica y social cusqueña que la región apurimeña. ¿Qué circunstancias y aspectos de la personalidad del padre influyen en la decisión de establecerse en una zona con menores ventajas que las cusqueñas?, ¿qué lo hace poner distancia de su ciudad natal, alejarse de antiguos lazos y tradiciones familiares? ¿Pensó en su región adoptiva como el espacio promisorio que haría realidad sus proyectos? Ernesto habla de: los planes deslumbrantes de siempre, en la víspera de los viajes. ¿Estuvo rodeado de estas expectativas los preparativos de su partida hacia Abancay, a donde se marcha con su madre y medio hermano? Esta definitiva migración más se asemeja a deliberado destierro, como señala el final de la oración redactada por él mismo en 1925: …ampáranos en este valle de lágrimas durante el curso de nuestra peregrinación…Salve ¡oh! Madre adorada, madre de nosotros los desterrados. Sus viajes no parecen estar revestidos de optimismo; se ven como resultado de sesgos fatales que lo impulsan a partir, siempre. Ernesto menciona: Cruzábamos el Apurímac, y en los ojos azules e inocentes de mi padre vi la expresión característica que tenían cuando el desaliento le hacía concebir la decisión de nuevos viajes. José María, en 1938, en un cuadernillo escrito probablemente en El Sexto, lo describe como …espíritu de vagabundo; no podía estar en un pueblo más de uno o dos años. Llegábamos a una capital de provincia, y mi padre ponderaba sin ningún fundamento las bondades del pueblo que conocíamos recién…al poco tiempo su aburrimiento se manifestaba con una dura crítica que hacía de la gente noble del pueblo, con quienes en verdad trataba muy poco...Y precisa características paterna que nos dan una imagen cercana de su personalidad: Nunca pudo mi padre intimar con las gentes notables de los pueblos donde residíamos, huía de ellos muy extrañamente…nunca reía mejor mi padre como cuando se chanceaba con los cholos; nunca su rostro demostraba más alegría como cuando mandaba traer un arpa india a la casa y se jaraneaba con cholas y cholos…se alejaba definitivamente de la gente notable y no hablaba más que con indios. Ernesto amplía estos criterios: Mi padre no pudo encontrar nunca dónde fijar su residencia; fue un abogado de provincias, inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos… decidía irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duerme los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria. La expresión de Ernesto, referida al padre, cuando salen del Cusco hacia Abancay, resume bien la distancia que puso con la ciudad: Pasó por el Cuzco, donde nació, estudio e hizo su carrera; pero, no se detuvo; al contrario, pasó por allí como sobre fuego.

¿Caminó en verdad sobre fuego el estudiante universitario Víctor Manuel en las calles cusqueñas? Las motivaciones de su alejamiento del Cusco, no fueron; como se colige del itinerario de su biografía, pretensiones económicas ni materiales, tampoco estéticas. Ernesto, instalado ya en su colegio abanquino, narra que su padre: Durante diez días estuvo lamentando las fealdades del pueblo, su silencio, su pobreza, su clima ardiente, la falta de movimiento judicial. No; no podía quedarse…Ni ciudad ni aldea, Abancay desesperaba a mi padre. Sin embargo; era en pueblos de esas características o más pequeños donde Víctor Manuel se sentía cómodo. A diferencia de lo que pudieron haber sido sus rutinas cusqueñas, Ernesto precisa que su padre: …estaba acostumbrado a vivir en casas con grandes patios, a conversar en quechua con decenas de clientes indios y mestizos; a dictar sus recursos mientras el sol alumbraba la tierra del patio y se extendía alegremente en el entablado del “estudio”. El aspecto de mi padre, añade el siempre observador Ernesto, era complejo. Parecía vecino de una aldea; sin embargo, sus ojos azules, su barba rubia, su castellano gentil y sus modales, desorientaban. Su vinculación con los indios era manifiesta; aún cuando lo más acertado es mencionar: con aspectos de la cosmovisión andina. Arguedas en la mesa redonda sobre su libro Todas las sangres en 1965, indica: Mi padre era abogado, pero no iba donde los médicos; se hacía curar con brujo, y creía en por lo menos en el ochenta por ciento de las supersticiones típicamente indígenas.En la novela detalla que le gustaba oír huaynos; no sabía cantar, bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo, a qué comunidad, a que valle pertenecía tal o cual canto.

Vemos que los perfiles de vida del padre no eran precisamente credenciales requeridas para ser fácilmente considerado parte de una visible y elitista asociación de exitosos colegas y amigos cusqueños. Parece mejor equipado para desarrollar una vida con mayor acento rural. Se observa también una especie de distancia psicológica con el Cusco. En diálogo con Ernesto,el padre le dice que todos los señores del Cuzco son avaros. Aunque no como el Viejo. Y subraya: ¡Como el Viejo no!¿Cómo se relaciona un abogado con clientes calificados de esa manera? Su deseo de no ser reconocido cuando retorna con sus hijos y camina las calles de su ciudad, ¿obedece a este afán de no traicionar su decisión temprana de distanciarse de sus amigos y conocidos, por considerarlos parte de un entramado de intereses y actitudes que giran alrededor de estos avaros y abusivos nobles señores? Hay otra escena que evidencia su actitud crítica. Se da cuando Ernesto está observando y tocando los muros del palacio de Inca Roca; el padre se le acerca, y mostrando fastidio por la presencia de un borrachín que orina en la calle de las majestuosas piedras incas, le dice: El Cuzco esta igual. Siguen orinando aquí los borrachos. Más tarde habrá aquí otras fetideces… Mejor es el recuerdo. Vamos. Resulta evidente que es práctica indeseable que censura y conoce lo suficiente. En otro pasaje, se puede observar el sentimiento de culpa que el padre tiene por su alejamiento de la ciudad. Ocurre cuando Ernesto; sintiendo el aroma del cedrón y observando el desvalimiento del pongo, rompe en llanto abrazado de su padre. Este lo consuela diciendo: ¡Es el Cuzco! Así agarra a los hijos de los cuzqueños ausentes…

En su decisión de emigrar; es probable que influyera en Víctor Manuel su afán de hallar un espacio más informal, menos acartonado y exigente de normas sociales que no se acomodaban a su sencillo vestir y temperamento, discrepante del protocolo. Quiso tomar distancia de una ciudad aislada; postrada en el estancamiento, señorial, de estamentos, castas, de poca movilidad social y que privilegiaba el uso de formas aristocratizantes y feudales en el trato cotidiano. En el plano familiar; debió haber ejercido influencia la opinión de José Manuel Perea de la Romaña, segundo esposo de la madre de Víctor Manuel. Fue prefecto de Abancay entre 1904 y 1906 – el año de la migración - y también ejerció como Fiscal de la Corte Superior del Cusco. Este personaje; con intereses y conocimientos de ambos territorios, le debe haber facilitado información y apoyo suficiente para establecerse en la región abanquina. Existe otro acontecimiento que también podría haber influido en su partida. En 1903 arriba al Cusco en afanes proselitistas el político limeño Juan Pardo y Barreda, hermano de quien al año siguiente sería Presidente de la República. Dos años después y a pocos meses de su elección el mismo Presidente Pardo visita la ciudad; siendo, como señala Luis E. Valcárcel, espléndidamente recibido. ¿Hizo aquí, Víctor Manuel, contacto con el civilismo?, ¿Su partida a Andahuaylas fue una decisión promovida por directivas partidarias? Los elementos de juicio que se tienen ahora no permiten dar respuesta a esta pregunta; pero, se sabe de su vena política y del vínculo qué lo unió a la prédica civilista, que lo llevó a organizar el partido en Andahuaylas. Esta filiación; más tarde, con Leguía en el poder, le significaría la pérdida de su trabajo como juez, y como señala Arístides: sufrir persecución. Basadre reconoce en Pardo: cualidades de caballerosa, ascendrada honestidad y dinamismo…valores que Víctor Manuel seguramente apreciaba y prefería en lugar de la nerviosa y tumultuosa personalidad de Piérola. A este aprecio es probable se sumara la preocupación de Pardo por la educación y el desarrollo de obras públicas. Cualquiera hayan sido las razones de la migración, eligió una región cercana al Cusco; menos urbanizada, de similares características culturales y sin sus rigideces sociales. Espíritu errabundo, apegado a la introspección, la individualidad, al trato sencillo con los indígenas y los humildes; prefirió excluirse de un medio poco fértil para un temperamento alejado de formalismos, solitario y poco competitivo. Su traslado; sin embargo no significó quietud y enraizamiento, sino, por el contrario, el inicio de una acentuada trashumancia.

En otro aspecto colindante, ¿qué “aprendió”, interiorizó, Víctor Manuel en el Cusco?, ¿qué recibió José María de éste proceso?, ¿cuál fue la influencia ideológica del padre en la formación de José María? Sabemos que no basta, y los ejemplos existen, tener orígenes y niñez como la suya para luego tomar posiciones como las mostradas por Arguedas a lo largo de su vida. Los tres hijos Arguedas-Arellano; en menor medida Pedro y en mayor Arístides, fueron doctrinariamente de “izquierda” con el fuerte acento que revestía a esa posición la “causa indígena”. ¿Qué papel tuvo el padre en todo esto? José María Arguedas asume desde muy temprano posiciones de defensa de los derechos del indio. Roland Forgues ha publicado dos escritos de Arguedas escritos en sus dieciocho años, que ya muestran un claro y articulado punto de vista pro-indio. En el ensayo se lee: No es cierto señores que la condición del indio haya mejorado mucho en los 109 años en que vemos que la democracia gobierna el país. Estas ideas parecen tener una fuerte dosis de influencia paterna; aún cuando en ese año Arguedas estudiaba en Lima el cuarto de secundaria y el año anterior en Huancayo. Aquí conoció la revista Amauta y leyó también a Haya de la Torre, cuya influencia es visible en el ensayo. En el Primer encuentro de narradores peruanos en Arequipa, 1965, menciona: Sin Amauta, la revista dirigida por Mariategui, no sería nada…Cuando yo tenía 20 años encontraba Amauta en todas partes, la encontré en Pampas, en Huaytará, en Yauyos, en Huancayo, en Coracora, en Puquio nunca una revista se distribuyó tan profusamente, tan hondamente como Amauta.

Hay que señalar que entre los jóvenes; el desarrollo de ideas que cuestionan las bases de un sistema social y económico requiere con frecuencia del asenso del entorno familiar o al menos, de la indiferencia; cuando no de su aliento cómplice. Hay algunos detalles que muestran la simpatía de Víctor Manuel respecto a ideas renovadoras. Cuando José María, de ocho años y su hermano Arístides huyen de San Juan de Lucanas, poniendo distancia de los abusos del hermanastro; la hacienda Viseca a la que llegan es propiedad de los hermanos Peñafiel, se encuentran en un litigio que los enfrenta. Zoila Peñafiel, su esposo Juan Manuel Perea Arellano y el padre de José María tiene serios desencuentros con Carlos Peñafiel. Una de las discrepancias proviene del trato a la servidumbre, que en el primer grupo se manifestaba con mucho cariño, según le refiere la hija de Juan Manuel Perea a Roland Forgues. No es desorientada la disposición del padre de Arguedas de sumarse al grupo que trataba a los indios con humanismo. En la novela, el padre de Ernesto tiene frases de recusación del Viejo que van más allá de una simple disputa familiar. Le dice a su hijo: Nos iremos mañana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito! Luego, cruzando el Apurímac, el padre que caminaba silencioso y abstraído, de pronto exclama: Es siempre el mismo hombre maldito. Se observan que estas posturas van más allá de una recusación familiar y abarcan posiciones “antigamonales”; compartidas por padre e hijo y muestra la unidad de criterios que ambos desarrollan.

Educado universitario; Víctor Manuel Arguedas, debió haber asimilado y transmitido a José María, la tradición secularmente indianista del Cusco que en esos años era una ciudad de, aproximadamente, veinte mil habitantes. En la universidad se vivía la etapa previa, de incubación, de lo que después sería el desarrollo pleno del indigenismo. En sus aulas se leía la prédica de González Prada, también El padre Horán de Narciso Aréstegui y Clorinda Matto tenía publicada Aves sin nido. Dictaba cursos Pio Benigno Mesa con un fuerte acento incaista e indigenista; Luis Felipe Aguilar y Ángel Vega Enríquez, compañero de aula, hacían sus aprestos en el periodismo defendiendo las primeras causas indígenas. Del mismo modo Fortunato L. Herrera, José Ángel Escalante, y otros. Es también una época de acentuada agitación política por el encono de caceristas y pierolistas y de agudización de la expropiación de tierras comunales a favor de los hacendados. Víctor Manuel debió, como es habitual en todo estudiante, haber absorbido ideas de esta atmosfera intelectual. En los trazos que elabora José María, destaca en él su naturaleza retraída y tímida; pero, también revela su inconformidad con los abusos de la sociedad misti contra los indios. ¿Fueron estas aprensiones que le impidieron hacerse cargo de alguna hacienda que le correspondía por matrimonio?

Lo cierto es que la personalidad y opiniones del padre; las imágenes, rasgos y perfiles del Cusco que acompañan la edad temprana de Arguedas constituyen referente en su formación básica. Usaba los viajes con su hijo para hablarle sobre la ciudad, relatarle de los templos, de su historia y, sobre todo, del espíritu matriz que influyó en su aprendizaje. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, dice Ernesto. En el prologo de una obra muy temprana: Canto Kechwa, 1937, Arguedas deja entrever la forma en que éstos viajes moldearon su carácter: A los doce años me sacaron de la quebrada. Mi padre me llevó a recorrer pueblos. Un año en Abancay, otro en Pampas, otro en Chalhuanca, en Cangallo, en Ayacucho, en Huaytará, en Yauyos, en Andahuaylas...En todos esos pueblos había varias callecitas, bien empedradas, bien limpias, con casas de dos pisos, con tiendas de comercio, cantinas, billares...; esas calles olían a género nuevo, a vino.Vemos poca diferencia entre estos pasajes biográficos y los creados en Los ríos profundos, historia que termina de escribir treintaicuatro años después de su época adolescente. A pesar de los años de distancia, los párrafos dedicados al Cusco guardan la frescura de una historia recién experimentada. Las narraciones oídas del padre impregnaron en su sensible y observadora mente imágenes arquetípicas de una ciudad que promueve ensoñaciones cuando se habla de ella y exalta, subyuga y cultiva fidelidad, cuando se la habita. El Cusco cautiva por su historia, el paisaje que le otorga contexto excepcional y por su estructura y trama urbana que le proporciona un significado singular y universal.

Las historias que le expresara su padre sobre el Cusco anidaron en el ánimo sensible del pequeño José María; la atmósfera de la ciudad, su ethos, alimentaron su genio creativo. Señala en la novela: Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde la plaza de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que el contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cusco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad…En otro momento, mientras están en Pampas, cercados por el odio, esperando llegar pronto al Cusco, el padre exclama: ¡Será para un bien eterno!

Este deseo de conocer la gran ciudad se hace realidad a la edad de trece años, junto a su padre y hermano Arístides. La ruta la inician a caballo en agosto de 1923 y arriban al Cusco alrededor de abril y mayo de 1924. Parten de Puquio, luego recorren Nazca, Ica, Arequipa y Juliaca. En 1965, durante el encuentro de narradores citado, Arguedas recuerda esta experiencia: …empecé a recorrer el Perú por todas partes, llegué a Arequipa en 1924 y…de aquí fui al Cuzco. Del Cuzco a Abancay, de Abancay a Chalhuanca luego Puquio, a Coracora, a Yauyos, a Pampas, a Huancayo, a una cantidad de pueblos, y tuve la fortuna de hacer un viaje a caballo del Cuzco hasta Ica: catorce días de jornada.Fue un periplo accidentado el que los condujo a la ciudad del padre. Durante el viaje les robaron el dinero destinado para la travesía y afrontaron una serie de carencias que superaron con sacrificio e imaginación, entre ellos vender el burro que montaba José María. Envían telegramas al Cuzco pidiendo ayuda económica a su cuñado, el Viejo de la novela, Manuel María Guillén, y a su primo hermano, el médico Alcides Arguedas, ex senador. No obtuvieron respuesta. Nadie les mandó dinero, anota Arístides en su diario.

Arriban a la estación del ferrocarril; precedidos por cargadores indios, camina con el padre y Arístides por la avenida El Sol. Las primeras impresiones que le proporciona la gran ciudad no concilian con las imágenes paradigmáticas recogidas en su memoria. El padre se mueve sigiloso por las sombras, evitando ser reconocido. Su hermano lo recuerda exclamando: ¡este es el Cuzco de mi padre!, sorprendido de la tenue luminosidad del alumbrado. Corrige el impacto inicial cuando excursiona por Sacsayhuaman; recorre sus barrios, calles y parques. Con los días, la imagen forjada por su padre armoniza mejor con sus sensibles observaciones. Se alojan en casa del cuñado de Víctor Manuel y padre adoptivo de Pedro: Manuel María Guillén de los Ríos, casado con Amalia Arguedas Arellano. Eran pudientes propietarios de cuatro haciendas en la zona cálida de Abancay: Karkequi, Huanchulla, Huaychuyoy y Tacmara. La pareja residía habitualmente en la primera de ellas. Esta relación parecía contener viejas rencillas como señala Rodrigo Montoya, quien menciona que aquel viejo terrateniente trató muy mal al padre de Arguedas por un probable problema de bienes y herencias. La familia Guillen-Arguedas mantenía casa en Cusco donde Pedro estudiaba la educación primaria. Es probable que el viaje tuviera también como finalidad que los hermanos se conozcan dada la ausencia temprana del menor. El emotivo y furtivo encuentro es narrado por Arístides en sus memorias. Pedro, interno en el colegio, no se acostumbraba a la exigente disciplina y religiosidad de su padre adoptivo y solicitó a los visitantes llevarlo con ellos. ¿De qué manera afectó a José María esta experiencia cusqueña?, ¿cuánto influyó en su espíritu la imagen del hermano inconforme con un hogar impuesto y con un padre tiránico e intolerante? Papá, le reclama Ernesto, ¿no me decías que llegaríamos al Cuzco para ser eternamente felices? ¿Es una pregunta alusiva a los momentos en que visitan secretamente a Pedro en el internado? La respuesta del padre es significativa, nos remite a las razones de la infelicidad: ¡El viejo está aquí! ¡El Anticristo!

En el prologo de Canto Kechwa, José María, nos otorga una semblanza de este gamonal: …un año llegué a los valles del Apurímac. Allí tenía haciendas un pariente lejano de mi padre. Eran cuatro haciendas grandes, de cañaverales. El dueño me mandó a una de ellas, para no verme a su lado. El vivía en la hacienda Karkeki. Este viejo “tenía 400 indios” en sus tierras. La indiada vivía en las alturas de los cañaverales; bajaban por turnos a trabajar en las haciendas, de 40 en 40. Los indios eran del viejo, como las mulas de carga, como los árboles frutales. Más tarde, el viejo de sus recuerdos se transforma en el Viejo de la novela. Tamayo Herrera, apunta que Arguedas mantenía una relación de amor-odio con el Cusco. Amaba la fecundidad de la tierra y la belleza excepcional del paisaje, menciona; pero, se distanciaba del sórdido e implacable feudalismo. Considera que el Viejo posee un maniqueísmo excesivo y que en su creación hay un poco del odio a su padre…Tesis discutible y respetable, sin duda; pero, que carece de correlatos contrastantes con la realidad. Sin embargo; tiene sustento pensar que es un personaje creado también con la finalidad de exponer las contradicciones que el padre y José María tenían desde el pasado con el Viejo. Entendemos mejor los dos capítulos iniciales si ponemos en contexto las diferencias del padre con el Cusco; las antiguas desavenencias familiares junto a la profunda impresión que debió causarle el Viejo y la ciudad al apenas adolescente José María. Si a esto se añade ver de cerca la fragilidad y soledad de su hermano Pedro; interno y sujeto a una autoridad indeseada y de personalidad y valores distintos a los del padre biológico. Abona a favor de esta idea el hecho que en las páginas siguientes el Viejo pierde protagonismo para quedar como una sombra omnipresente que reaparece al final de la novela. Castro Klaren, menciona: el comienzo de la historia parece indicar que el tema versará sobre “El Viejo”. Sin embargo,…es evidente que el narrador está mucho más preocupado por sus reacciones ante la idea de conocer al “Viejo”…En entrevista con la misma estudiosa, 1967, Arguedas menciona que Los ríos profundos fue saliendo casi por sí mismo. Llegó, al capítulo que debía escribir sobre la permanencia del niño en Abancay y todas las experiencias del internado empezaron a salir y el resto se hizo sin plan. Esta afirmación debe ser discutida. En sucesivas cartas remitidas a E. A. Westphalen, abril de 1956, le menciona detalles de la redacción de la novela que muestran que los capítulos iniciales los está redactando guiado por un plan y propósito bien definidos:…hace dos meses recomencé en Supe con inesperada seguridad los capítulos de Los ríos profundos. Escribí un capítulo y medio. Me falta sólo terminar el noveno y escribir el décimo. Aunque debo hacer de nuevo el primero. Tres meses después le reitera sus aprensiones: El temor que tengo es que no veo la forma como he de recuperar mi salud para escribir esas veinte páginas, escribir de nuevo el primer capítulo…En noviembre del mismo año le menciona que continúa la contienda con los capítulos iniciales: No he podido concluir mi novela. La terminé, pero luego los primeros capítulos, especialmente el primero y tercero los destruí y debo escribirlos de nuevo. En marzo del año siguiente, continúa corrigiendo la novela porque consideraque está plagada de ingenuidades, de trozos débiles, hasta malos. Insiste en su desconfianza respecto al capítulo uno: He escrito de nuevo, por tercera vez el primer capítulo, aquél al que tantas correcciones le hicimos juntos, al extremo de que me convencí que había que rehacerlo. De 9 páginas ha aumentado a 28. He vuelto a escribir, también por tercera vez e íntegramente, el tercer capítulo y la mitad del IV…En un pasaje de esta misma carta reconoce, que la novela tiene cierta descoyuntura…asegura tener la evidencia a este respecto,…que puede ser o mucho más grave de lo que presumo, o bien el lector no ha de percibirlo tanto como yo. Vemos que ésta realidad no corresponde a sus comentarios a Castro Klaren y que, al contrario, bregó tenazmente para construir la novela de acuerdo a un plan o visión ideal de la que no quería apartarse.

¿A qué capítulos o pasajes se refería para mencionar esa cierta descoyuntura? Es probable que a los primeros, y por eso su preocupación por rehacerlos continuamente. ¿Fue su deseo dejar intocada en sus recuerdos y en la novela las imágenes que le suscitó conocer el Cusco? ¿Mantuvo la estructura básica de los capítulos iniciales como una manera de perennizar el retrato de un gamonal; que al mismo tiempo, afectaba negativamente la vida de la familia Arguedas y no atendía las necesidades afectivas del hermano recluido en un internado? Lo cierto es que Arguedas manifiesta una gran preocupación para ensamblar la ficción con sus recuerdos; que, sabemos, es más difícil en cuanto esas remembranzas afloran del subconsciente de modo intenso.

Los ríos profundos fue concebida y empezado a escribir dos a tres años después de su paso por el Sicuani. A Westphalen le dice: Debido a mi mala salud, a mis continuas depresiones, una novela de 350 páginas ha sido escrita en algo así como trece años. Su inicial desconfianza acerca del éxito de su publicación seguro se fue disipando con el tiempo cuando los críticos y lectores la consideran su obra más lograda. La novela aparece más de tres décadas después que el adolescente José María quedará impresionado por los muros incas del Cusco. De su trama no participa Arístides y en sus páginas iníciales los protagonistas son Ernesto, el padre y la ciudad. Estos parágrafos constituyen la descripción más notable que literato alguno haya escrito sobre el Cusco. Arguedas; a través de los ojos e hiperestesia de Ernesto, aprehende el sustrato medular de la ciudad observando el majestuoso hilván de dos culturas superpuestas habitando en cada puerta, balcón tallado, jamba, y vano adintelado. Síntesis de barro castellano sobre piedra quechua en una continuidad de textura andina mestiza que resuelve, en la edificación, la contradicción inca-española. Con trazos magistrales se acerca y se sumerge en el significado del Cusco y en la esencia de su ser íntimo.

“Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron.

El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.

Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados, sino a realizar un gran proyecto.


Llegan a la casa del Viejo, situada muy cerca del palacio de Inca Roca. Mientras caminan por patios sucesivos de la obscura casona, perturba a Ernesto observar un martirizado y perfumado cedrón…de ramas escuálidas. El Viejo dispone los alojen en la cocina de los arrieros situado en el tercer patio. Juzgan las precarias condiciones de la sombría habitación ofrecida a los viajeros. Luego de unos instantes de malestar; a instancias de su padre, Ernesto se escabulle de la habitación para observar y tocar los cercanos muros incas. Un borracho que orina en el medio de la calle no interrumpe el examen que hace del muro.

Toqué la piedra con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llameaba la junturas de las piedras que había tocado…

-Puk´tik´yawar runi – exclamé frente al muro, en voz alta

Y como la calle seguía en silencio, repetí la frase varías veces.

Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y avanzó por la calle angosta…

- Dejemos que el Viejo se condene –le dije-. ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca?
- Desde la Conquista
- ¿Viven?
- ¿No has visto los balcones?


La construcción colonial suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro.

-Papa le dije-. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
-No oiremos nada. No es que hablan. Estas confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
-Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.


Aquí, el animismo - tan ininteligible para algunos en su sentido esencial - que le confiere el don de lenguas a la piedra no es atavismo extraviado de un joven primitivo y “arcaico”; sino es la expresión de un chanca moderno que observa con ojos y alma antiguas, la imponente edificación que reúne a la cultura nativa y extranjera. Su remoto y vital animismo no lo desvaría al punto de hacerle alucinar que las piedras hablan. Sabe que es el único modo posible para relacionarse con la simiente de una cultura que en su constitución celular considera a la naturaleza subjetivamente suya; no externa a nosotros ni objetiva a nuestro ser íntimo. Por eso vive y siente a través de la piedra; con ella y en ella; en armonía y complementariedad, forma incomprensible para otra cultura, la occidental en particular. Es el modo de comunicarse, de interpretar sus orígenes; la manera de comprender cómo cada piedra ha acomodado sus fronteras frente a otra. En apenas un instante de tiempo, Ernesto atrapa el sentimiento esencial de las voces que provienen de la cultura madre; ella es quien otorga identidad a la unión indio-castellana. Las rocas talladas con manos indias afilian el hecho hispano a su personalidad; son portadoras de nueva tesitura, nuevo lenguaje, que Ernesto comprende e interpreta porque conserva la oralidad quechua, código de comunicación de sus ancestros. El padre, de consistencia occidental, no lo comprende. Le atribuye a pensamientos propios de su edad: Tú ves como niño algunas cosas que los mayores no vemos. Subraya su niñez, esta etapa donde el individuo busca su propia identidad siguiendo con frecuencia caminos de ensoñación insustancial y con repentinos cambios en la forma de pensar y de actuar. El padre con este razonamiento simboliza a quienes objetan esta relación con la naturaleza, base de la cosmogonía andina, tildándola de esencialmente absurdo; como señala Vargas Llosa, quien tiene frases muy semejantes para describir la actitud de Ernesto. En La Utopía Arcaica menciona: muchas de las supersticiones de Ernesto proceden de su infancia, son como un legado de su mitad espiritual india, y el niño se aferra a ellas en subconsciente manifestación de solidaridad con esa cultura…para el niño paria, sin arraigo entre los hombres, exiliado para siempre, el mundo no es racional sino esencialmente absurdo. De ahí su irracionalismo fatalista, su animismo y ese solapado fetichismo que lo lleva a venerar con unción religiosa los objetos más diversos.

Observa Ernesto que la piedra hierve y se diluye en sangre; le adjudica también distinta humanización al balcón y a la jamba españolas. El muro pétreo silencia lo castellano y es voz de la síntesis; lo ibérico vive, pero, solo a instancias de la anterior existencia de la piedra. Lo hispano no es la base, tampoco su raíz; es la variedad, no el patrón, tampoco el pie. Lo quechua le confiere humanidad y lengua a la unidad de ambas formaciones. La síntesis quechua – castellana entonces se hace andina.

Su padre, acercándose un tanto desorientado, lo convoca a la racionalidad occidental.

- No oiremos nada. No es que hablan. Estas confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.

Ernesto
insiste.

- Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.

Las piedras utilizan el quechua para expresarse; el hablar diferente proviene de esta lengua. Se expresan en las distintas formas dispersas en el territorio nacional. Es la variedad de lenguas escuchadas en los doscientos pueblos que visitó Ernesto en sus viajes con el padre. La variedad de sonidos es la misma que proviene de los vestidos, bailes y canciones que su padre, y él mismo, recordaba pueblo por pueblo, comunidad por comunidad; distinto al único castellano que conoce Ernesto. Son todas las sangres que constituye nuestra patria; es la diversidad que nos funda desde siempre bajo la aparente uniformidad occidental. La preocupación de Arguedas por reescribir repetidas veces los capítulos iniciales tiene seguramente que ver también con su profunda preocupación por el lenguaje como centro de la cultura.

Al final de este momento singular, Ernesto pregunta por el Inca, convencido de su existencia. El padre le responde que los incas están muertos. Ernesto replica:

- Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver.

Para Ernesto; hay un pasado que habla, se comunica con el presente, que vive hoy; dispuesta a devorar a la avaricia del Viejo y a la de un mundo hostil a sus valores, distintos y distantes de la reciprocidad y complementariedad andinas. Ese mundo podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. Retornar en cualquier momento que se lo proponga; porque respira, existe, es actual.

Luego, el padre, impotente ya para entender los pensamientos de Ernesto, quiebra el instante mágico y le dice: Hijo, la catedral está cerca. El Viejo nos ha trastornado. Vamos a rezar. Se alejan del espacio dominado por el Viejo, expresión indigna de la fusión de las dos culturas e incompatible con la belleza de la unión andina que Ernesto acaba de narrar. En la caminata hacia la Catedral se restablece el espíritu del diálogo inicial; siempre por iniciativa del niño y de nuevo revestido de una aureola de penetrante auscultación del Cusco y de una cultura. Es cuando oyen el tañido de la mestiza María Angola; símbolo contrapuesto a los muros incas.

Estábamos juntos; recordando yo las descripciones que en los viajes hizo mi padre, del Cuzco. Oí entonces un canto.

- -¡La María Angola! –le dije.
- -Sí. Quédate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros se detienen y se persignan.

La tierra debía convertirse en oro en ese instante; yo también, no sólo los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que había visto.

La voz de la campana resurgía. Y me pareció ver, frente a mí, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa, rezando, arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea, mientras la luz del crepúsculo no resplandecía, sino cantaba. En los molles, las águilas, los wamanchas tan temidos por carnívoros, elevaban la cabeza, bebían la luz, ahogándose…


Ya no es el muro inca; son las pulsaciones de la campana que lo asocia de nuevo a sus principios. La voz de la campana, a pesar de su extraordinaria fuerza mestiza, no desvirtúa sus raíces, no lo hace un “aculturado”, ratifican su identidad. Su tañido convierte en oro su propio ser, a la tierra, a los muros y la ciudad, las torres y las fachadas que había visto. El bronce español no los petrifica, los convierte en aurífero y andino elemento; lo lleva de vuelta a sus raíces. Ernesto al oír la voz de la campana, que no habla como las piedras, acude a la imagen de sus protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa,que rezan, arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de su aldea. Las autoridades indias trascienden el territorio aldeano e impregnan de su presencia al Perú integral que escucha las vibraciones más allá de Anta y reza con ellos. El canto de la campana se acrecienta, atravesaba los elementos; y todo se convertía en esa música cusqueña, que abría las puertas de la memoria. Después de recorrer los palacios incas, Ernesto, en medio de las reverberaciones del sonido, amplía el ámbito de la María Angola más allá de Anta y rememora sonidos de pequeñas campanas de los pueblos, que sí aculturan, transformando las serpientes incas en toros hispanos: en los grandes lagos, hay campanas que tocan a medianoche…esas campanas debían ser illas, reflejos de la María Angola, que convertiría a los amarus en toros. Desde el centro del mundo, la voz de la campana, hundiéndose en los lagos, habría transformado a las antiguas criaturas. El sonido lo remite al sufrimiento del pongo, acentuando la relación íntima entre las cosas y los humanos y piensa en la correspondencia entre la voz y la opresión de los seres: Al canto grave de la campana se animaba en mí la imagen humillada del pongo. Más adelante, asocia la voz de la campana al sufrimiento de un entorno más amplio, su pueblo indio. Recuerda Ernesto la vez que su padre lo i>rescató de casas ajenas y vagué con él por los pueblos, encontré que en todas partes la gente sufría. La María Angola lloraba, quizás, por todos ellos desde el Cuzco. Estas reflexiones no están aisladas de otras escenas en las que Ernesto no deja de ratificar su relación con el pasado, acompañado de imágenes, dioses, sonidos ancestrales.

Un día, es el tiempo que Ernesto y su padre visitan el Cusco. Sus actividades las desarrollan en un escenario elegido por Arguedas, el antropólogo. El contexto urbano que diseña fue centro medular del poder político y eje de la sacralidad religiosa inca. La plaza principal, pretérito Wacaypata, se sitúa en el corazón del puma de Pachacutec, asiento de palacios y adoratorios incas. Desde aquí el espacio se amplía a través de dos vías: en orientación noreste, de manera lineal y directa hacia una calle política, el palacio de Inca Roca, con su conocida piedra de los doce ángulos. En orientación este los protagonistas caminan por una especie de vía sacra, eje religioso: Loreto Kijllu; que conduce al cercano Coricancha, Templo del Sol. A la vera de esta calle observan el Amaru Cancha, antiguo palacio de Huayna Capac y el Acllahuasi, templo de las escogidas. Ninguna estructura urbana podría sustituir con similar equivalencia a esta geometría del poder imperial. No se distingue la tesitura inca; tampoco castellana, sino, la identidad andina, resumen del mestizaje. En lo alto, vigilante y tutelar se nombra a Sacsayhuaman, cabeza del puma. Aquí, en esta configuración urbana, de antiguo sagrada, Arguedas le transmite a su creación el soplo de vida para reflexionar con Ernesto acerca de sí mismo, de la ciudad y su cultura.

Otros actores se muestran en este gran fresco cusqueño, ilustrativo del universo arguediano. El Viejo es la imagen central, antagónica a la del pongo. Cuando lo conoce, el niño está ya inmerso, acompañado de sus impresiones citadinas, imbuido de la atmósfera de la ciudad. En medio de un lujoso salón que impresiona a Ernesto, el Viejo le pregunta:

- ¿Cómo te llamas?

Yo estaba prevenido. Había visto el Cuzco. Sabía que tras los muros de los palacios de los incas vivían avaros. “Tú”, pensé, mirándolo también detenidamente. La voz extensa de la gran campana, los amarus del palacio de Huayna Capac, me acompañaban aún. Estábamos en el centro del mundo.

- Me llamo como mi abuelo señor - le dije.


En su respuesta Ernesto-José María redime el nombre de su abuelo: José María Arguedas Soto; reivindica su estirpe cusqueña, rescata para él a la ciudad abierta, de todas las sangres, centro del mundo.

El cedrón, despierta en Ernesto el vigor de su ternura hacia la naturaleza, mostrada en numerosas creaciones. Es bajo y de ramas escuálidas, martirizado, perfumaba el patio; aprisionado en medio de la avaricia y del egoísmo. Es su relación más diáfana y transparente con la ciudad. La amistad y solidaridad que prodiga al cedrón, le hace, al mismo tiempo, temer al Cusco; expresión que resume las sensaciones contradictorias que le ocasiona la ciudad. La angustia que le suscita es similar a la generada por los pequeños arboles que alberga la plaza principal; impedidos de crecer por las vibraciones mestizas de la Catedral. El dolor íntimo que le motiva el cedrón le hace a Ernesto derramar lágrimas que su padre mitiga diciéndole: ¡Es el Cuzco! Así agarra a los hijos de los cuzqueños ausentes. El árbol contrasta en vigor con los eucaliptos que crecen libres en las faldas de los cerros que llevan a la fortaleza. El pongo, es el otro personaje que establece relación fraternal con Ernesto. Es examinado atentamente por él, descrito con detalle, con piadoso detalle. Le habla; se conduele, le extiende su amistad; lo mira con la solidaridad del marginado, del solitario. Le dice ser de la hacienda, ni cusqueño ni peruano, de la hacienda; posee la imagen humillada…su cabeza descubierta (con) los pelos…premeditadamente revueltos, cubiertos de inmundicia. “No tiene padre ni madre, solo su sombra”. El conocimiento del pongo es una experiencia inédita para él: En ninguno de los centenares pueblos donde había vivido con mi padre, hay pongos, dice. Es la figura de la postración y marginación, como la propia cultura de la que proviene Ernesto. Sin embargo; a pesar de la suciedad que luce es un personaje limpio; en la perspectiva que le otorga al término Gustavo Gutiérrez: En Arguedas la limpidez es tener identidad, y él la reclama para cada miembro de su pueblo. El Viejo gamonal, en cambio, es descrito como sucio, tiene un lustre sucio…(que) le hace sentir tranquilidad. Su figura omnipresente, se humaniza ante los ojos del joven y asume su talla histórica fuera de los marcos de oro de su salón; al punto que Ernesto reconoce que era muy bajo, casi un enano. En la casona observa al mestizo, ser aculturado que los recibe y los guía. Viste de montar y tiene una actitud casi insolente; es apenas una extensión difusa del amo; existe porque el gamonal respira. Con él no hay comunicación, sino frialdad y distancia que se extiende al trato con el Viejo. El microcosmos de estos dos capítulos iniciales también contiene a los frailes que preparan veladas para recibir al Viejo; trazo escueto, suficiente para hacernos ver la comunidad de intereses que los une. El pueblo llano no se asoma; escasas líneas configuran una imagen de ausencia y de silencio. Aparecen como inquilinos de la casona que maltrata al cedrón y se asoman como sombras difusas al paso de los visitantes. Son la plebe impersonal, sin voz ni opinión, sometida a los poderes facticos que gobiernan la ciudad: frailes y terratenientes. De esta clase social proviene el borrachín que orina sobre los muros incas; instalado para mostrar la indiferencia de la población ignara de su pasado y su cultura.

A pesar de las distantes apreciaciones que tienen el padre y el hijo acerca del Cusco, se juntan en un momento de conjunción de intereses y sentimientos. Se arrodillan ante la figura del Señor de los Temblores en la catedral. Allí, ambos, alcanzan un momento de unidad ideológica frente al cobrizo Señor de Los temblores. Ante su imagen se establece elementos de unidad con los indios del Cuzco que lanzaban alaridos de angustia que hacia estremecer la ciudad cuando la imagen se internaba hacia su santuario. Aquí seguramente el temblor en las manos de su padre por estar en el Cusco, se disipa, lo mismo que su apuro tenso por partir de inmediato. El padre, religioso, cree que la armonía de Dios existe en la tierra y pide perdonar al viejo: por él conociste el Cuzco, le dice a su hijo, poco antes de partir.

Este espacio religioso se amplía cuando conversan sobre el temor y la distensión que le producen a Ernesto la Catedral y la iglesia jesuita. Intercambian ambos instantes de cercanía y distancia. Discuten el significado de las iglesias que comparten la plaza, dos formas de entender la religión. La Catedral, cuyas piedras no cantan, tiene extraviada la voz y el encanto por el cincel de hierro y la cal españolas. En la plaza sagrada, asegura el padre, Dios vive mejor, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca. La catedral me hace sufrir, le replica Ernesto. Por eso los jesuitas hicieron la Compañía, le contesta el padre. Representa el mundo y la salvación, añade.

Ernesto no hace turismo en Cusco, hace su propio e íntimo itinerario. Halla en la ciudad sus propios elementos de reflexión, no escuchados a su padre cuando le hablaba de la ciudad. Actúa al margen de sus criterios; el padre conoce de las calles y plazas de la ciudad, pero no de su espíritu. Es sólo guía y nexo con las edificaciones. Las ideas del hijo son incomprensibles para el padre; sus matices andinos no son suficientes para anular su percepción occidental y cristiana. Es posible hallar rastros de estas ideas del padre en el cuaderno escrito en la cárcel por Arguedas; donde lo describe:
de ojos azules,...blanco, de cabellos muy castaños; su nariz aguileña y su gran barba eran las de un español legítimo. Allí mismo recuerda una expresión del padre repetida varias veces al día;
muy Indicativa de sus contradicciones con el mundo indio: ¡Indio! Contigo ni bien ni mal, porque el mal lo castiga Dios y el bien los castigáis vos…Para el padre, dice Arguedas, el indio es siempre el enemigo verbal de su vida, a pesar de estar siempre con él, mezclado con él, encariñado con todos ellos. El padre es la mitad de su vida, su parte castellana. Así lo deja ver en el Epilogo de su novela póstuma: su padre y los libros, lograron el mejor entendimiento del castellano, la mitad del mundo. Es la reconocible contradicción que albergamos muchos en la mitad de nuestras vidas con la cultura andina. No es asumida en su integridad por el poder que ejerce la cultura occidental. El padre lo cree confundido al punto que no le permite hacer un juramento ante los muros incas. ¿Cuál hubiera sido el contenido del juramento?, ¿Ernesto dialogando con el muro que lo acompañará dondequiera que vaya? ¿Qué impidió a Arguedas redactar el juramento?, ¿dejó que lo hagan generaciones futuras?; lamentable omisión. A pesar de sus desacuerdos, Ernesto, no le reprocha al padre, no lo confronta; le tiene paciencia, porque entiende que sus propios pensamientos provienen de su infancia con milenios de historia encima; mientras, el padre es un “criollo“ antiguo impedido de entender la distinta lectura de la ciudad que hace su hijo Ernesto. Es el divorcio, la distancia, incomunicación que aún persiste.

Los dos personajes se hallan atrapados en oposiciones que se alternan: piedra-balcones; cedrón-miedo; cedrón-piedad, cedrón-eucaliptos; pongo-mestizo; pongo-viejo; Catedral-Compañia; padre-hijo; mestizo-inquilinos. Dualidades que son mostradas en pocas horas de estadía; sin embargo, suficiente para ver todo lo que Ernesto ve y mira, para interiorizar la realidad cusqueña, acercarse a sus componentes más íntimos y mostrar la magia de su visión. Esas horas cortas pone a nuestro alcance toda la sutileza de su propuesta cultural, social; la continuidad y vigencia de un mundo que se mantiene vivo, aguardando el tiempo de su redención.

Acabada la visita, Víctor Manuel, Arístides y José María, dejan el Cusco sin el hermano Pedro. Se dirigen a Abancay, donde José María quedará internado en el colegio Miguel Grau de los Mercedarios para culminar sus estudios primarios. Uno de los últimos pensamientos de Ernesto, antes de partir es recordar la imagen del pequeño cedrón de la casa del Viejo; quizá como extensión de sus sentimientos por el hermano ausente. Alejándose del Cusco Ernesto observa Sacsayhuaman.

Hacia el final de la novela, Arguedas “hace retornar al Cusco” a Ernesto de una manera subliminal. Culminando el año escolar, Ernesto es enviado por su padre a una de las haciendas del Viejo, que aparece con su identidad de novela: Manuel Jesús. Ernesto obedece, y se va caminando hacia el encuentro con el Viejo. La ruta hacia la hacienda lejana, es un retorno al Cusco, ficticio, deformado. Le permite a Ernesto- Arguedas cerrar el círculo de retorno al centro del mundo andino.







Texto agregado el 01-04-2012, y leído por 1305 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-04-2012 Te dejo en tu ldv el análisis que hice sobre tu primer capítulo de JOSÉ MARÍA ARGUEDAS porque el espacio de los comentarios aquí está limitado a un número de palabras, y de tanto cortar y decir continuar, se pierde el meollo del análisis que te hice. Un abrazo y felicitaciones. SOFIAMA
12-04-2012 Muy buena tu idea de hacer una novela, ya que es eso lo que se vislumbra de José María Arguedas. Acabo de leer este capítulo, pero, obviamente, deberé leerlo de nuevo. Hay mucha historia que comprender y mucha información para asimilar. Sin embargo, está clara tu exposición y bien documentada por lo que se nota. Te daré mi opinión más profunda cuando la vuelva a leer. Un abrazo. SOFIAMA
 
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