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Le saquearon la tienda y le dieron de patadas a su perro. Bebieron y bebieron. Comieron groseramente y ensuciaron el suelo hasta no dejar rincón limpio. Unos salieron de pie, otros de rodillas y a algunos tuvieron que sacarlos. Rompieron dos botellas y seis vasos. El olor se tornó insoportable y nadie resolvía el misterio de por qué la mesa seguía en pie.
Modesto cerró la puerta tras los dos últimos en salir. Respiró profundo y constató el desastre. Durante algunos minutos miró de un lado a otro el calamitoso estado de las cosas y empezó la refacción.
La vieja escoba, dañada por los años y por algunos escobazos furtivos, recorrió con dificultad el piso de madera machihembrada. Las firmes manos morenas la llevaron de un lado a otro, arrastrando vidrios, escupitajos, secreciones diversas y barro, mucho barro. La esquina de la mesa ya estaba limpia, los alrededores del mostrador y la puerta no quedaron tan sucios. La escoba puede descansar.
Modesto carga enhiesto la mesa y la coloca tras el mostrador. En este instante aparece Miguel, su hijo de diez años, bostezando y con los ojos semiabiertos. Callado y con la vista fija en las acciones del padre, se posa en el umbral de la puerta interior. Se miran un instante y continúa el proceso. Las sillas están ahora volteadas sobre la mesa.
La cerdas de la escoba están cubiertas por una masa telar de inimaginable origen. Un balde lleno de agua se yergue a su lado. Se sumergen una en el otro y tocan el piso con violencia para, a continuación, desgastarse mutuamente. La madera contra la tela, el orden contra el caos. Se conoce ya el vencedor, y la hediondez del lugar se va convirtiendo en aire puro.
Las ventanas están cerradas, para escapar del frío, la puerta se lava con agua. La madera brilla por un instante de humedad, para después recuperar su personalidad antigua y gastada. Un pequeño trapo recorre las paredes y a Modesto le comienza el dolor en la espalda que suele seguir a las malas noches.
Los vidrios del mostrador se han librado por fin de las manchas grasosas que los cubrían. Modesto se toma la espalda cada vez más seguido. Miguel sigue observándolo. Ya van a ser dos horas desde que cerró el local. Y se siente el incontrolable frío de las madrugadas altiplánicas.
El trapo y la vieja escoba se han levantado victoriosos ante el caos que les precedía. Modesto respira casi aliviado, cansado y con la espalda a punto de partirse en dos. El olor a jabón invade el lugar y siente tan cercana la inminencia de la victoria que se da tiempo para mirar por la rendija que deja la puerta en medio al cerrarse.
Se frota las manos –mientras Miguel lo observa extasiado- y las pasa tibias por su propia espalda, pues el dolor es más punzante y localizado ahora. Camina lento, atravesando el salón reluciente y retira las sillas de encima de la mesa. Se agacha con dificultad y levanta triunfante la mesa. La espalda va a explotar. La coloca en su lugar y lleva de a una las sillas. Ha terminado. Se apoya dos segundos más en el espaldar de la última silla y sabe que ahora ya puede dormir. Aplaude para indicarle a Miguel, que sigue en el mismo lugar, que es hora de irse a la cama. Le pone la mano en la rizada cabecita.
- Papá, cuando sea grande, también quiero ser cantinero.


Texto agregado el 29-07-2004, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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