Mis ojos, perfectamente simétricos, miraban entre la incertidumbre y el recelo a aquél hombre de frente amplia, labios pequeños y sensuales, ojos enfocados y cejas oscuramente viriles. Su barba recortada le daba cierto aire filosófico. Me parecía conocerlo de algún lugar, pero me era imposible recordarlo. Movía su mirada alternadamente entre un espejo y yo, acercándome misteriosamente su mano cada vez. Deseaba gritarle mi incomodidad ante sus acciones pero mi boca no podía emitir sonido alguno puesto que aún navegaba en la nada. De pronto, un aire fresco se filtro por mi nariz y percibí el exquisito olor de la mezcla del café y el humo de cigarro. ¡Eso era respirar!
Poco a poco, como si el volumen del estéreo fuera gradualmente en aumento, mis oídos captaron la quinta de Beethoven. Era algo sencillamente sublime. Delicadamente delineados, mis labios comenzaron a sentirse vivos, eran carne y luz y sabor. Ese hombre no podría estar haciéndome daño, así que callé y lo dejé proseguir en su misteriosa labor.
El viento que se filtraba por la ventana me daba ligeramente en el rostro, y entonces caí en la cuenta de que, por encima de mi nada discreta frente, mis cabellos comenzaban a danzar ondulantes con el ritmo del suave hálito.
El hombre me apartó de sí, y me miró detenidamente por un breve periodo de tiempo. Una sonrisa de noble satisfacción esbozó su rostro. Me colocó junto a él de frente al espejo y quedé sumamente impresionado con lo que vi. ¡Éramos idénticos! Ese hombre era yo, yo era él. Él era de carne y hueso, yo de papel y carboncillo, pero ambos estábamos vivos. Me volvió a mirar directamente a los ojos, ¡y ahí estaba yo, cara a cara conmigo mismo, agradeciéndome por haberme inventado! La única forma en que podré pagárselo será permaneciendo vivo cuando él ya haya muerto.