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Oscarcito no conocía el mar. Quizás en mi pueblo no sea una novedad que una persona no conozca el mar, es un pueblo pobre, de gente trabajadora y muy distante de las aguas del océano. Yo mismo conocí el mar recién pasado mis treinta años. Tomé la decisión unos meses antes de casarme. Aclarando el porqué del viaje, recuerdo, me marché sin dar más explicaciones que la de la necesidad misma, y alquilé un pequeño departamento en la costa, en Valeria del Mar, por poco menos de una semana, en invierno, cuando los costos no son los mismos del verano. Y el frío tampoco.

No iba a morirme sin conocer el mar.

Recuerdo que el primer día que llegué permanecí hasta el anochecer mirándolo, boquiabierto, hipnotizado por su inmensidad, su poder. Nunca entendí cómo esa incontrolable infinidad de agua no se nos viene encima. Supongo que todos pensamos eso alguna vez, al observarlo.

Pero el de Oscarcito es un caso muy distinto al mío, y al de todos.

No había nadie en mi pueblo que no lo conociera. Era un niño de casi cuarenta años de edad. Sus días definitivamente pasaban igual que para el resto de los mortales. Por desgracia su mente, no. Su mente se detuvo en un tiempo, en alguna parte de su infancia, y por alguna razón que nadie puede explicar con precisión, ya no quiso moverse de ahí.

Oscarcito vendía diarios en el kiosco más conocido que tiene la plaza central de mi pueblo. Allí, a un costado, pasaba el día entero ofreciendo a los gritos los titulares de los diarios y revistas como si estuviese metido dentro de una imponderable película yanqui. Incansable, a las siete de la mañana estaba allí, lloviese, cayera nieve o soplara muy fuerte el viento, como siempre, Oscarcito estaba allí, feliz como nadie en cada uno de los trescientos sesenta y cinco días del año.

Un ejemplo que muchos deberíamos haber imitado. Al menos el de su felicidad.

Al mismo tiempo, Oscarcito era de gran ayuda para el kiosco en general, él mismo armaba su espacio para la venta, sacaba el muestrario de diarios y revistas a la acera. Hacía el reparto de los periódicos a los bares alrededor de la plaza y corría a buscar monedas o a cambiar billetes cuando el kiosco se quedaba sin cambio; los bares y negocios del centro le proveían el vuelto cada mañana, cada día. Hasta el gerente del banco sacaba de apuros a Oscarcito cuando se lo pedía. Todos lo ayudábamos de alguna forma alguna vez, le comprábamos el diario aunque realmente algunos no lo leyéramos, llevábamos las revistas de chimentos para esposas o hijas aunque no las pidieran, y le dejábamos propina la mayoría de las veces.

Oscarcito estaba incorporado como una parte especial de nuestras vidas, era como un miembro más de nuestras familias sin ser pariente de nadie al mismo tiempo. Era el personaje tierno de todos los días, el que todos saludaban para contagiarse de su alegría, de su simpleza, de sus ganas de vivir. Oscarcito era mucho más que un simple personaje de pueblo, era una parte insustituible de nuestro día a día, y por alguna extraña razón, su cara de eterno perrito feliz estaba grabada en nuestras mentes más que la de nuestros propios hijos, era como si hubiese nacido con el pueblo, como si algunos lo conociéramos de otra vida. Por más que cueste creerlo, era así.

Las elecciones para intendente del pueblo empezaban a saturar otra vez los días, las semanas, los meses. De repente los postes, las paredes y los lugares menos pensados del pueblo aparecieron una mañana vestidos con la más pulida sonrisa de los candidatos. Se confundían las propagandas de los aspirantes a la intendencia retumbando en los parlantes por las calles del pueblo. Los votos llegaban como oferta de supermercado a cada casa de vecino a medida que se acercaba la elección, y las promesas de todo tipo no tardaron en salir a capturar indecisos y desamparados, necesitados y oportunistas de toda clase y tipo.

De repente nos encontramos con personas que conocíamos desde siempre, pero que en ese relámpago de tiempo y por el “milagro de la política”, sabían cómo solucionarnos la vida de un soplido y sin dejar de sonreír al mismo tiempo. Un combo muy fácil de encontrar por aquellos días.

Las propuestas no eran distintas unas de otras teniendo en cuenta que todas bailaban alrededor de un pequeño pueblo de veinte mil habitantes. Salvo, por una de ellas.

Uno de los candidatos prometía construir un enorme lago artificial que sería la envidia de toda la región, realzaría la alicaída imagen del pueblo, aumentarían las oportunidades de trabajo, crecería indudablemente la economía y el confort ya no sería el privilegio de unos pocos, se explotaría de una manera sideral el turismo, y la estancada vida de pueblo pronto se vería avasallada por el pujante futuro de una ciudad en continuo y decisivo progreso. Esas fueron las palabras mágicas en el enardecido discurso de campaña en la garganta del candidato a intendente Ignacio Berceró, por el partido Unión para la Nueva Esperanza.

Así se gano aquella elección, tal vez con más ingenio que dinero prestado, tal vez con más audacia que promesas ligeras y regalías de todo tipo. Tal vez todo fue una burla desde un principio y nosotros (todo el pueblo) invadidos por la ilusión, lo transformamos en una maravillosa realidad palpable. O tal vez fue la estafa más inaceptable escondida detrás de las palabras más esperanzadoras para un pueblo olvidado en el olvido.

Trabajo, progreso, oportunidad, futuro. Demasiada quimera para un pueblo con necesidades reales.

Oscarcito no estaba en su puesto de trabajo cuando fui a comprarle el diario aquella mañana. Pregunté por él a Guillermo, el dueño del kiosco, pero no supo decirme nada preciso. A él también le extrañó y le preocupó la ausencia de Oscarcito.

Al día siguiente tampoco estaba en su puesto. Volví a preguntarle a Guillermo, pero me repitió lo mismo del día anterior, que todavía no sabía nada de él, que no había tenido tiempo de llegarse hasta su casa. Esta vez cerraría el kiosco un poco más temprano y le preguntaría a su padre.

Yo sabía dónde vivía. Guillermo alguna vez me había hecho referencia de dónde se encontraba su casa, y como realmente me preocupaba su ausencia, fui hasta allí a buscarlo.

Su casa se ubicaba en las afueras del pueblo, junto a una modesta carpintería donde su padre realizaba pequeños trabajos. Pregunté por Oscarcito a su padre después de presentarme, diciéndole que me preocupó su ausencia en el kiosco de diarios por esos días, a lo que contestó:

—¡Jamás vi a Oscar tan contento! —confesó su padre. Orgulloso, me llevó al lugar donde se encontraba. Constaté que, de verdad, era así.

Su padre reía feliz mientras lo observábamos, al tiempo que me reveló el porqué de su dicha.

—Oscar está construyendo una canoa porque en el pueblo van a construir un enorme lago —refería su padre— y él quiere tener su canoa para pescar allí; ya no quiere conocer el mar y pescar enormes peces, su sueño de niño ha dado un vuelco –decía sonriendo, feliz de disfrutarlo en casa.

—¡Claro! Ahora va a tenerlo al alcance de la mano —le respondí.

—Así parece, amigo, ya no tendrá que ahorrar más dinero para conocer el mar, esa es la razón de su ausencia en el puesto de diarios en estos días: construir su propio bote —concluyó su padre.

Ni bien observó mi presencia, Oscarcito corrió atolondrado para llevarme hasta donde construía su pequeña canoa.

—¡Mire, don Santiago, mire! —repetía alborotado.

No exagero en lo más mínimo si digo que jamás en mi vida había visto una persona con tremendo entusiasmo. Jamás.

Relucían las sonrisas de la plana mayor del municipio cuando las obras empezaron aquella mañana. La foto no se hizo esperar: el intendente electo en medio; el secretario de obras publicas a uno de sus lados; y el de economía, del otro; el resto de los secretarios, atrás; gente destacada del pueblo invitada para la ocasión y Oscarcito en medio de todos, feliz como ninguno.

¡Clic! La foto quedó para perpetuar el momento. El lago empezaba su cuenta regresiva.

No existía otro tema de conversación por esos días en el pueblo, en cada casa, en cada bar, en cada lugar donde dos personas se encontraban a conversar; era el tema obligado. Un pueblo feliz como nunca, ilusionado como niño veía crecer el enorme hueco que moldeaban las ensordecedoras retroexcavadoras cada día, ya todos nos veíamos disfrutando de él. Un verano anticipado era imaginárselo.

Oscarcito construía su canoa, otros niños siguieron su entusiasmo, padres de familia compraron equipos enteros de pesca, y hasta algunos más entusiasmados aún (en los cuales debo incluirme), adquirimos terrenos alrededor de la obra (terrenos que el municipio vendió tres y hasta cuatro veces más caros, claro) y no pudiendo librarnos de la tentación de tener nuestra propia moto de agua; la adquirimos también.

Oscarcito estaba a punto de terminar su canoa. Cada tarde su padre lo llevaba para que viese cómo las enormes palas mecánicas continuaban escarbando el gigantesco hueco donde se apostaría el lago. Los curiosos del pueblo parecían celosos guardianes del lugar por esos días de ilusión. Los obreros con sus cascos amarillos eran hormigas dentro del imponente hueco perpetrado. Todo marchaba según lo planeado conversaban los municipales, siempre supervisando la obra.

En el bar más tradicional, el intendente recibía a diario las felicitaciones de un pueblo feliz. Su traje, su café, su cigarrillo y su amplísima sonrisa, agradecían el gesto cada mediodía.

Nadie sabe con fidelidad el momento exacto en el que los municipales dejaron de supervisar la obra, ni cuándo las máquinas permanecieron estáticas dentro del enorme hueco, y mucho menos el instante preciso en que la maquinaria irremediablemente desapareció del lugar. Los argumentos de la cúpula municipal para justificar tamaña ausencia giraban en varias direcciones: la primera que se escuchó fue la versión de las condiciones climáticas, que los meses de lluvia estaban cerca y que imposibilitarían la continuación de la obra. Otra versión daba crédito a que la primera etapa había concluido favorablemente, y que se debía proceder a la segunda, la cual necesitaba otro tipo de maquinaria. La tercera aseguraba que se esperaba una supervisión del Ministerio de Planeamiento de la Nación para poder continuar.

Otras versiones deambulaban por el boca a boca, pero con menos aceptación que las primeras.

El tiempo, siempre con su absoluto gabán de verdugo, dejó al descubierto la mentira más perversa mofándose eternamente de la memoria humillada de un pueblo. La ambición desmedida de una persona escupió sobre los sueños alzados de miles. El gigantesco hueco nunca fue más que esas dos palabras empujadas a la ilusión más irrisoria. La estafa moral que sufrimos tanto yo, como cada uno de los habitantes de mi pueblo, no tiene comparación a otras aberraciones que luego sufrimos con otros personajes de la misma raza. El chantaje a la ilusión es el golpe más desconsiderado para la honestidad y la trasparencia de un hombre honesto. Yo, como tantos otros hombres, supimos volver después de muchos golpes en la vida, pero nunca pudimos volver de la humillación que significó la mentira de Berceró en nuestras vidas; aunque muchos prefieran callar y arrojar la deshonra al olvido.

Incontable veces fui a observar en soledad el enorme agujero tapado de yuyos. Lo que según la promesa sería la envidia de toda la región, era un gigantesco hoyo de espinos secos. Pasaba horas enteras observando cómo la ilusión de todo un pueblo se había convertido en un inmenso basural, en albergue de perros vagabundos, y otra vez, recordé la canoa rota.

Dijeron que Oscarcito murió a consecuencia de un extraño virus que albergó su cuerpo, dejándolo indefenso, sin voluntad, abatido, tirado en su cama. Aunque ningún médico pudo explicar con certeza cómo se adhirió a su organismo.

Tal vez no lo saben porque ellos no vieron su canoa destrozada con un hacha cuando la quimera del lago explotó en sus venas. Aún tengo cada pedazo de esa ilusión en mi casa, a menudo las observaba y la ira no podía contenerme. Las astillas están incrustadas por todas partes de mi cuerpo, aun hoy.

En mi pueblo, todos tenemos el mismo virus dentro, todos estamos infectados, lo sabemos, lo sentimos, vivimos con él desde ese día.

A su entierro concurrió el pueblo entero. Juro que jamás vi en la mirada de tanta gente al desconsuelo saltar en lagrimones de los ojos. Su muerte es un llanto clavado en la plaza central del pueblo. Cientos de personas caminamos detrás de su féretro hasta el cementerio, llorando la misma humillación.

Es cierto: premedité cada movimiento, planeé cada detalle en los últimos cuatro años. Quería que fuese allí, en ese mismo instante. Pensando en todo lo que antes conté, estuve presente en la Honorable Cámara de Senadores de la provincia el día que Ignacio Berceró juró, otra vez con su mano apoyada sobre la Biblia, desempeñar con honestidad el cargo de funcionario público, que “Dios y la patria me lo demanden” volvía a retumbar el rito.

Su traje relucía durante la función, era nuevo, puedo recordar con exactitud, pero su sonrisa era exactamente la misma de antes. Y yo, en ese mismo instante, me hice patria.

Esa es mi verdad, mi defensa. El resto ya lo saben, señores del jurado.

Texto agregado el 28-04-2012, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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