| LA MUJER DEL GENERAL  755  palabreas
 
 Era una noche festiva,
 que medio mundo dormía;
 con placer, unos presentes,
 gozaba de una movida.
 
 Todos, gritaban, reían:
 estaban hinchos de tragos,
 entre gallinas y pavos,
 sabrosos platos comían.
 
 En el salón, bellas damas
 reían a carcajadas;
 el champagne enseñoreada,
 ocupó todas las camas.
 
 Andando de copa en copa,
 mi pensamiento brillaba
 a muchas damas les daba
 mi cariño en cada copa.
 
 Era el artista exclusivo,
 a todas daba función,
 entraba siempre en acción
 hasta el hombre más pasivo.
 
 En una espléndida alcoba
 que con luz semiapagada,
 se encontraba recostada
 una matrona y señora.
 
 Era la hermana del conde,
 la esposa del general
 que se quiso reclinar
 sin mirar cuando, ni dónde.
 
 Como estaba poseída
 del licor que había tomado,
 se me arrellenó a mi lado
 sin pensar lo que me hacía.
 
 Yo me puse colorado
 al ver semejante presa,
 pues se me fue a la cabeza
 los palos que me había echado.
 
 La miré de arriba a bajo
 muy alegre y contento,
 luego dí a mi pensamiento,
 un merecido trabajo.
 
 Me puse a cavilar:
 "esta sabrosa ambrosía"
 mejor fura esposa mía
 y no del tal general.
 
 Estiró su hermoso brazo,
 en mi pecho lo posó,
 mi barbilla acarició,
 pero yo no le hice caso.
 
 Entonces se me arrimó
 sonriéndome con dulzura,
 en mi boca con blandura
 largo ósculo depositó.
 
 Yo estaba tn asustado,
 que ya no podía hablar;
 mucho menos respirar,
 me encontraba atolondrado.
 
 En tal apuro yo estaba,
 más la señora atacona,
 se me encaramó rezongona,
 asina me cabalgaba.
 
 Un buen tiempo estuvimos,
 gozando esos buenos ratos,
 se nos llenaron los platos
 diciéndonos: ¿Nos queremos?
 
 De pronto le dio la mona
 disque mucho la apretaba.
 Con las manos la señora
 un armamento buscaba.
 
 Se me enderezó en la cama
 diciéndome "gran barbucho,
 usted me apreta mucho,
 y el boxeo practicaba.
 
 Me dio un golpe bajito
 que estrellitas me hizo ver,
 en eso quiso saber
 si era yo su viejecito.
 
 Al tocar mi horrible cara
 con el gesto del dolor;
 me dijo "so gran bribón,
 voy a meterte una bala".
 
 Agarrando la pistola,
 todo el peine le metió,
 de la cama se bajó
 y fue hasta el piano de cola.
 
 Apuntando sin atino
 pues la mano le temblaba
 disparó a donde yo estaba
 ¡Ay! ¿Qué cosas del destino?
 
 Con tan ruido semejante,
 las gentes se asustaban,
 el general se asomaba
 y me pusieron el guante.
 
 La alcoba se había llenado
 de borrachas y borrachos,
 se asomaron los cachos
 bastante desarrollados.
 
 Unas estaban desnudas,
 lo mismo que sus amantes,
 matronas de gran talante
 se quedaron casi mudas.
 
 ¿Dónde está ese canalla?
 Gritó una voz militar,
 Dijo el señor general:
 -llévenlo a la muralla-.
 
 Temblando mi cuerpo estaba
 y muy pálido lucía;
 pero la condesa mía
 desnuda se presentaba.
 
 Toda la gente miró
 aquella hermosa mujer:
 ¡Eso, jamás puede ser!
 Que lo maten por traidor.
 
 Atado de pies y manos,
 de la alcoba me sacaron,
 las mujeres me miraron
 y asombradas, exclamaron.
 
 ¡Qué buen tercio sacó
 la mujer del general!
 ya no lo podrá gozar
 pues alguien los descubrió.
 
 Me llevaron arrastrando
 por toda la calle real;
 tocaban a funeral
 las campanas ya doblando.
 
 Las gentes detrás seguían
 con lamentos y dolor:
 ¿Cómo te sientes mi amor?
 La condesa, me decía.
 
 Yo no podía hablar,
 tenía la boca cerrada,
 con un paño amordazada,
 sólo la podía mirar.
 
 Un teniente altanero,
 se encimó a mi humanidad,
 me empezó a fustigar
 a lo largo del sendero.
 
 En el puesto del sereno,
 el general recostado:
 -levanten ese arrastrado-
 gritó con la voz de trueno.
 
 Ya los fusiles estaban
 a bayoneta calada,
 los soldados se formaban
 para darme la estocada.
 
 Un sacerdote camina
 con paso muy tardío;
 saliéndose del gentío,
 llega hasta mi, se inclina.
 
 Haciéndome la señal
 del cristo sobre la cruz;
 aquí, se apagó la luz
 y todo el mundo a gritar.
 
 Mis manos se desataron
 porque alguien las soltó,
 hasta mi oído llegó
 ¡Corre que te liberaron!
 
 No quise hacerme esperar,
 obrando con ligereza,
 le dí garra a la condesa
 dispuesto para escapar.
 
 Como un rayo que del cielo
 veloz se posa en la tierra,
 abandoné aquella guerra
 sin escuchar ningún trueno.
 
 Todo estaba tan oscuro,
 tan atestado de gente,
 que me vi. pronto de frente
 con un poderoso muro.
 
 La hermana de la condesa
 que se llamaba Ruperta,
 nos condujo hasta la puerta
 con mucha delicadeza.
 
 Salí del atolladero
 derechito pa. mi casa
 con las manos en la masa,
 siendo el único y el primero.
 
 Reinaldo Barrientos G.
 
 Rebaguz
 
 
 
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