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“Y si yo no sé amar...."

“No me digas"


“Y si no lo sé...."

“No necesito saberlo"



Y ahora que lo pienso, que lo recuerdo... Creo que lo único que nos destruyo fue que no supieras que yo no sé amar...



Su mirada hendió la noche. La noche tormentosa, eléctrica. La colina era alta y sobre ella todo se veía con claridad durante los cortísimos espasmos de luz de la tormenta. La lluvia era casi cálida. Y los ojos azules, brillantes, miraban todo, callados. Luego hubo una mueca de desprecio, un voltear rápido y un ondear negro en la noche, y los ojos desaparecieron en medio del llorar de la tormenta.


Los truenos resonaban con furia. Y dentro de la pequeña posada todo templaba con cada tremenda explosión. Vasos, platos, sillas, mesas y camas temblaban como si los truenos los llamaran a la vida, la vida fútil. Miro por encima de sus rodillas. La mesa enfrente de ella estaba iluminada por un velón grueso y burdo, y la ventana a su lado no dejaba de repiquetear. La cubría un largo vestido negro de una sola pieza. A un lado, colgando de un cinturón de cuero negro también colgaba una espada, larga y fiera. Levanto una mano y retiro con gesto cansado los mechones blancos de su frente. Después de inspeccionar la estancia un momento, apoyo sus codos en la mesa y hundió sus antebrazos en la propia lluvia de su cabello blanco y dorado, mientras que su frente tocaba lentamente el borde de la mesa.

“El cielo llora."

“Lo dices como si fuera algo malo. Las lagrimas celestiales son el cierre de un circulo que mantiene la belleza de las plantas y la fuerza de los seres."

“Es igual. El cielo llora."



Las puertas de la aldea estaban cerradas. A un lado de ellas, dentro de la aldea, un hombre en una casucha desvariaba. El delirium tremens no lo dejaría pasar de esta noche. Atravesó las puertas sin tocarlas, flotando ligeramente, con ambos brazos extendidos. Cuando piso el otro lado, observando las casas desperdigadas aquí y allá en el recinto amurallado, empezó a caminar por la ligera calle de adoquines. La lluvia seguía canturreando furiosa en su capa y los truenos ahogaban el sonido de sus botas metálicas contra las piedras. Sus ojos, entrecerrados, estaban vacios, mirando a la nada, al infinito. Sin brillar con la energía de otras veces, tampoco con la sutileza de otras noches. Se veían vacios y callados, con un brillo débil y pausado. Niebla en la luz de la luna. No hay que decir ya más, que este es el modo de llorar de los que no tienen alma.


Ella lo sintió, débil, debilucho en la mitad de la lluvia. Callo y no dijo nada. Apretó las manos fuerte. Tan fuerte. Después de un momento cuando sus manos agarrotadas dejaron de obedecerle, miro a la ventana, pero la lluvia tempestuosa y caprichosa, no le dejo ver nada.


Él lo vio, colgando de una endeble posta. Representaba un animal. Uno que no me acuerdo cual. Uno que no me acuerdo de su posición. Se paró en frente de la puerta, trémulo en la oscuridad de las nubes, trémulo en la luz de los relámpagos.
Levanto la mano pero la sintió. En toda la casa estaba ella. Brillando roja, con esa mirada y ese desafiante volar de su cabello blanco. El cabello de él, en cambio, caía pesado y oscuro, creando pilares en frente de sus ojos. Se mantuvo así un rato. Un largo rato. Tan largo, tan largo, tan largo, tan largo rato.


Ella al fin se levanto. Casi sin fuerzas, tambaleo hasta la espada. Y tomo su empuñadura y la agarro con fuerza, desenvainándola con furia en la habitación vacía. Su cabello hizo un abanico, en medio de la mediocre luz de la vela, y la espada se mancho de rojo que fluía de ella, de sus manos. No creyó que lo fuera a intentar. Y al final, temblando, se acerco a la ventana y observo la tormenta del mundo, que lo cubría todo y todos. Y lo vio. Caminando azul, en medio de la noche. Espalda alta, mirada baja. Caminar lento, paso largo. Esparciendo aquella luz azul tan característica en torno suyo. Y lo vio desaparecer. Una sombra más oscura que la noche. Y apretó la espada con fuerza contra su pecho. Y golpeo con fuerza la mano contra el pilar de piedra en mitad de la madera de la pared, sus nudillos fracturándose y crujiendo con fuerza. No hay que decir ya más, que este es el modo de llorar de aquellos que tienen demasiado miedo de llorar.




Postdata: Si por alguna razón ves esto, y te enfurece, Jodete. Vete de una vez por todas y déjame sacarme tu astilla escarlata de mi corazón.

PPD: Y si alguno de los que aquí nombro se cansa de mi eterna tristeza, de mi extraña soledad, tiene permiso de desnombrarse. No me ofenderán. ¿Quién puede?

Texto agregado el 26-05-2012, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


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