Los hombres se volvieron locos o se mueren de deseos de estarlo. Debe ser la existencia anodina que llevan la que les averió una parte de su cerebro, ya que sólo se desvelan en crear teorías apocalípticas. Ahora, cualquiera se coloca una tarjeta de identificación en la solapa que lo señala como un mentalista de oscuros arcanos. Basta con eso para esgrimir una barbaridad respaldada por cálculos antojadizos.

¿Quiere el hombre realmente que el mundo se acabe de una buena vez, que se parta en dos como una naranja, que todos los volcanes exploten al unísono o que los mares acudan raudos a someter las vastedades terráqueas?

¿Tan enfermos de existencia estamos todos, que le prestamos oídos a las predicciones mayas, al canto alucinado de los anacoretas y a la destemplada seguridad de aquellos que juran que dentro de poco, ya no veremos más la luz del día, porque el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina?

He sido testigo de tantas y tantas predicciones, que ya perdí la capacidad de asombro. Me espantaría menos que de pronto apareciera el asteroide mítico que nos espoloneará, a que un agorero de los últimos días dijera que no pasa nada, que la tierra sobrevivirá a muchas generaciones hasta que se muera por simple y ufana vejez…