El hombre tenía hormiga. La llevaba para todos lados y ella era feliz. La cuidaba más que a su vida, decía, pero la verdad era que cuidaba mucho su vida para poder cuidar a la hormiga. No quería morir antes que ella, dejándola sola en un mundo salvaje, despiadado y sin preparación alguna para contener a una hormiga huérfana. Tamaño panorama le daba fuerzas para estar tras los pasos de la hormiga, ser su acompañante en su primer viaje con un trozo de hoja cortado para su hormiguero, su compañero de batalla cuando tres hormigas adultas le salieron al cruce y el las aplastó con una ramita. Siempre tras ella. Un día, un fuerte dolor en el pecho le sirvió de señal. Se moría. Fue y aplastó a la hormiga.