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Presentía que con aquel viaje mi vida iba a cambiar totalmente, tenía una mezcla de excitación y miedo. Después de veintisiete años me iba a permitir el ser yo misma, sin ninguna figura de autoridad a mi alrededor, sin padres, ni marido ni hijos… libre, o al menos lo que yo entendía por libertad.
El hombre por el que yo había decidido ir a aquel viaje era un ser que me hacia sentir muy especial. Iba en pantalón corto, su pelo largo recogido en una coleta, barba larga y gafas, como un profesor chiflado, me burlé de él, pero mi burla era una defensa, ya que lo encontré bellísimo, parecía a un mencey guanche.
Cuando llegamos a Valverde (la capital de El Hierro) empecé a coquetear, él sonreía, veía el juego y lo seguía. Comenzamos a bajar caminando a través del monte, hacía mucho calor, en un recodo nos perdimos, nos sentamos bajo un pino enorme y de sus ramas pendían líquenes como barbas del anciano que era, nos acostamos sobre la pinocha, no se oía nada más que el viento, él se abrió la camisa, cogió una pluma negra, de un cuervo y empezó a acariciarse el pecho con ella, al verlo sentí un escalofrío por la columna vertebral. Me cogió la mano y así permanecimos un rato escuchando el silencio del bosque.
¡Sus manos! mirándolas, le dije en una ocasión, que más que fuertes eran una manos que sabían lo que querían y así las he sentido siempre, me rodeó con sus brazos y me besó con una dulzura infinita.
¡Mi primera noche al raso!
Cuando estábamos esperando el coche que nos subiría hasta El Pinar, nos sentamos en el borde la carretera, la noche era bellísima, había luna llena. El silencio apenas quebrado por una musiquilla que venia de una de las casas más próximas. Entre risas y bromas llegamos a la pequeña loma donde ya estaban todos. Una de las chicas frente a una pequeña hoguera improvisada, preparaba el té, daba la sensación de ser una pitonisa con su túnica blanca y su larga cabellera negra. Uno tocaban la guitarra, otro el violín, la mayoría hablábamos, reíamos.
Pusimos los sacos en círculo, uno al lado del otro, cuando ya muchos de ellos se habían dormido, Luis me susurro: ¿Quieres que nos vayamos más allá?,
-Sí -le contesté, temiendo que la pregunta hubiera sido solo imaginación mía. Cogimos los sacos y nos fuimos ladera abajo, resbalando en la pinocha, hasta quedar al abrigo de unos árboles donde nos tendimos. La noche era mágica, fue como irme de este mundo, un goce continuo, cuantas veces me desperté veía sus ojos mirándome y acariciándome.
Empezó a clarear, oímos el ruido de un rebaño de cabras, nos vestimos y salimos en su busca para ver si podríamos desayunar leche recién ordeñada, no pudo ser y volvimos al cerro, todos estaban comenzando a despertar; al vernos llegar juntos y de la mano se burlaron y se rieron de la expresión que traíamos, y es que por lo menos yo, me sentía transformada, completa, única.
Desayunamos y con las mochilas a la espalda, empezamos a caminar hacia nuestro siguiente destino, La Restinga. Pasó un coche con una pareja y se ofrecieron a llevarnos, accedimos, y de pronto me pareció que Luis coqueteaba con la chica; creo que desde ese preciso instante me debí de dar cuenta que empezaba a asfixiar una relación que todavía no existía.
La Restinga es un puerto de pescadores, nos acercamos al muelle y observamos cómo subían el pescado desde las barcas. Los tiraban uno por uno al muelle, donde otros pescadores lo partían y limpiaban para ponerlo a secar, nunca había visto hacer una cosa así, me pareció curioso, me pregunté si todas aquellas cosas habrían existido antes y yo ni las veía, ahora tenia una sensación de realidad que nunca antes había experimentado.
El grupo después de comer se dispersó, unos se quedaron en La Restinga, entre cuatro alquilamos un coche que nos llevó a El Sabinal, queríamos pasar nuestra segunda noche en ese lugar que nos habían dicho era magnifico. Al cabo de una hora y pico y después de atravesar la isla por unos caminos polvorientos llegamos al mirador de El Sabinal, donde el coche nos dejó y se marchó de regreso. Desde el mirador, donde se estaba metiendo la bruma, se podía divisar el Valle del Golfo, había una altura espectacular y en la gran depresión apenas se veían dos pueblos, muy poco poblados.
Como no queríamos que se nos hiciera la noche en el mirador, empezamos el descenso hasta El Sabinal, los árboles tenían una belleza indescriptible, las sabinas estaban retorcidas y prácticamente en el suelo, debido al aire tan fiero que las azotaba continuamente; no sabíamos cómo encontrar un sitio donde poner los sacos sin salir volando. En el hueco de una de esas sabinas, y protegidos por sus ramas, pudimos montar un campamento improvisado, sacamos de un termo que llevábamos un poco de té, y después, antes que se hiciera de noche investigamos donde podríamos dormir.
El viento soplaba con fuerza, yo iba de su mano pensando que en cualquier momento volaría, al fin en una pequeña vaguada en la base de una gran tabaiba, pudimos hacer un hueco en la tierra, metimos el saco abierto de Luis, lo sujetamos con piedras y luego el mío encima también sujeto por todos los sitios.
Nos reunimos los cuatro, y comimos algo de arroz que ya llevábamos preparado con unos frutos secos. La luna enorme nos alumbraba, se veía como si fuera de día, el paisaje era como para aterrorizar a cualquiera. Las sabinas adoptaban formas dantescas retorcidas por los suelos y sus ramas se alargaban y movían queriendo atraparnos con sus movimientos fantasmales. Las tabaibas peludas, parecían gigantescas arañas, la luna y los graznidos de los cuervos, daban al escenario un toque surrealista propio de una película de terror y sin embargo sentía la sensación de estar integrada en dicho paisaje.
Terminamos de cenar y caminamos hasta una pequeña loma desde donde se divisaba la luz del faro de Orchilla, el fin del mundo, allí donde hasta hace poco había un cartel que decía NON PLUS ULTRA. Me abrazó por la espalda, mirábamos el gran espectáculo que desde allí se divisaba, el cielo cuajado de estrellas, parecía que estaban al alcance de nuestras manos, nos sentíamos los únicos habitantes del mundo, todo partía y se detenía en nosotros, una gran fuerza nos invadía empezando a tener conciencia de lo que éramos. No había ni pasado, ni futuro, en esos momentos solo el aquí y el ahora. Permanecimos en silencio, saboreando ese instante de soledad compartida, y luego nos metimos en el saco de dormir, para poder seguir disfrutando del gran espectáculo que la noche nos ofrecía.
A la mañana siguiente vimos que nuestros amigos, durante la noche se habían trasladado al lado nuestro, siendo como era el único sitio donde el aire no soplaba con tanta intensidad. Nos ofrecieron algo de desayunar y emprendieron camino, iba a ser un día muy largo porque queríamos bajar por el Valle del Golfo hasta el pueblo de Sabinosa, pasando por la ermita de Nuestra Señora de los Reyes.
Nosotros nos hicimos los remolones, queríamos disfrutar de nuestra intimidad, y así lo hicimos durante horas, perdimos la noción del tiempo y del espacio, nos trajeron a la realidad los ladridos de unos perros y el alboroto de unos cazadores que debían estar muy cerca de nosotros.
Con un calor asfixiante, llegamos a la ermita donde nos estaban esperando. Cogimos agua de lluvia que había en un aljibe, preparamos unas tortitas de gofio con almendras, miel y pasas, y esperamos a que se pasaran las horas centrales del día para iniciar la bajada al pueblo de Sabinosa.
Al mirar desde la parte de arriba del Golfo, el caserío parecía que estaba allí mismo, pero caminamos toda la tarde, era ya de noche con las luces de las farolas encendidas cuando entrábamos, destrozados, en el pueblo.
Había una fonda en una de las casas y nos alquilaron unas habitaciones para poder dormir después de varios días en una cama. Una ducha reparadora, una cena decente, nos devolvió la alegría al cuerpo, así que en cuanto pudimos nos fuimos a dormir.
Cuando me desperté al día siguiente, me vi rodeada de sus brazos, no oía nada, solo su respiración, la armonía era completa , cada cosa estaba en su sitio, me pareció que al levantarme iba a quebrar aquella sensación de paz. A pesar de todo nos levantamos, recogimos y seguimos camino.
Queríamos en esa jornada trasladarnos al lado opuesto del Valle del Golfo, justo al Mirador de Jinama. Después de deambular durante todo el día, y de tomar un camión y un coche, llegamos al Mirador. Hacía un aire terrible, las luces de los caseríos en el valle daban la sensación de ser un belén, no teníamos donde resguardarnos, al fin, al lado del muro de unos corrales de ovejas, pudimos poner los sacos de dormir. Comimos y charlamos, pero los dos nos notábamos extraños, iba a ser nuestra última noche juntos, lo percibíamos de una forma muy dolorosa, sin decirnos nada nos metimos en el mismo saco, queríamos sentirnos de una forma distinta, que pudiera perdurar a través de toda nuestra vida, así nos amamos toda la noche, quedándonos dormidos de madrugada.
El tiempo no se detuvo como yo hubiera querido. Sabía que todo aquello llegaba a su fin, no obstante me rebelaba. Habían sido varios días en los que había sentido con plenitud mi vida, mis pensamientos, mi sexualidad, no quería volver a aquella vida insulsa y sin sentido en la que ya no tenia sitio.
No sabia como iba a hacerlo, pero sentía que no me iba a ser posible conformarme.
Este viaje que empezó como una excursión a la isla del fin del mundo, era ya un viaje sin retorno a mi interior. Volvía, sí, pero en lo más profundo de mi ser intuía que no iba a ser para siempre.

Texto agregado el 12-06-2012, y leído por 243 visitantes. (0 votos)


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