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EL POLIZÓN



I

El sonido de tres campanadas provenientes del Cerro de la Cruz hizo volver el rostro a los cuatro hombres, que sentados bajo una palapa a orillas de la playa, interrumpieron momentáneamente su concentración en las fichas del dominó para atender a las señales que se estaban desplegando en el semáforo de la Casa del Vigía y que ellos habían aprendido a descifrar desde niños.
– Mercante del norte – Masculla desganadamente uno del grupo.
– Debe ser el MOIRA – Comenta el de la derecha con un susurro que se detiene en la colilla del cigarro mientras tímidamente coloca el seis cinco en su lugar.
La atención vuelve a la mesa y con una maldición el de enfrente desaprueba la jugada de su compañero mientras los otros dos estallan en risas y cuchufletas. Al hacerse el silencio los cuatro fijan nuevamente sus miradas en las fichas que se alinean frente a ellos.
− Mañana tendremos chamba en el muelle…Ya nos hacía falta.
Exclama Roberto tomando una de sus fichas para colocarla atravesada al extremo de la fila mientras su mente comienza a entretenerse pensando en la perspectiva de una semana de descarga. Probablemente sacara unos veintiocho pesos que bien le caerían a Angelita y por un rato atenuarían su quejumbrosa y persistente tarabilla acerca de la escasez de dinero.
Al ir menguando la tarde, mientras las ramas de almendros y tabachines filtran el reflejo del sol, jaspeando de luces y sombras largas las casas del poblado, la gente va llegando como todos los días a la plazoleta principal o “el jardín” , como dicen los lugareños, en busca de migajas de aire fresco y tajadas del cotilleo del día. Poco después el crepúsculo tiende la sombra del imponente Cerro de la Cruz como una manta sobre el puerto y con el ángelus vespertino tañen las campanas de la iglesia y todos dejan momentáneamente sus quehaceres, se ponen de pié mirando hacia las torres y con el último sonido se persignan, mientras que casi al mismo tiempo y en un curioso contraste, se oyen los clarines de los guardacostas fondeados frente al playón, que con las tripulaciones formadas hacen los honores de la hora del ocaso a la insignia nacional. Rituales que se repiten día tras día en el poblado, envueltos en esa mágica fascinación que tienen los humanos para rendirse ante los símbolos.
Unos minutos después, el MOIRA, mercante griego con tres mástiles y dos mil toneladas de desplazamiento, fondeaba a cable y medio de un largo muelle de madera al que llaman Fiscal.
Entre la muchachería que arremolinada en la playa contemplaba las maniobras del la gran embarcación se encontraba Martincillo, el hijo de Roberto, que a los doce años era un chico tan despierto que desde hacía tiempo había aprendido a leer y escribir bajo la guía de la profesora Felipa, quien a su vez se ufanaba de que con la ayuda del Silabario de San Miguel, le había “quitado lo burro” a la mitad del pueblo.
El MOIRA era un viejo conocido del Martincillo, hacía ya algunos años que el buque arribaba al puerto con cierta frecuencia y era muy popular entre sus habitantes, pues la tripulación tenía por costumbre traer a tierra disimuladamente baratijas de contrabando que regalaban a sus amigos, vendían a los demás y cambiaban por alcohol y por caricias en el lupanar de las afueras.
De entre todos los tripulantes, Andreas era el héroe de la chiquillada. El lenguaraz contramaestre del MOIRA, en un español desparpajado y pedregoso, gustaba de contar mil fabulosas aventuras corridas en un mismo número de puertos. Se regodeaba describiendo paisajes y costumbres de lejanas tierras y vibraba de emoción cuando se refería a su propio barco: No podía haber mayor ventura, decía, para un ser humano, que servir a bordo del MOIRA: El más hermoso buque que haya surcado mar alguno y donde desde hace tres años soy el contramaestre de a bordo.
Mientras Martincillo escuchaba pasmado las correrías del viejo lobo de mar, nombres como Singapur, Cartagena, Valparaíso o Yokohama, que la gárrula del griego dejaba caer de vez en cuando como gotitas de miel sobre el paladar de la imaginación de los chicos, despertaban en su mente infantil escenarios todavía más fantasiosos que los descritos por Andreas y al acostarse por las noches se soñaba surcando todos los mares del mundo como tripulante de un imponente buque como el MOIRA.

II
Al día siguiente de su arribo comenzó el alijo del mercante. La cuadrilla de estibadores en la que participaba Roberto subía a una barcaza que era remolcada hasta el costado del buque para recibir los pesados bultos de mercadería que colgando de las plumas del barco salían de sus bodegas. Cada vez que se llenaba, la barcaza regresaba al muelle, donde era a su vez descargada a mano. Los estibadores levantaban uno a uno los pesados bultos hasta la plataforma del muelle, los depositaban sobre carretillas y tiraban de ellas hasta el almacén de la aduana donde la mercancía quedaba depositada para su posterior distribución. El rudo trabajo, de por sí agotador, se recrudecía bajo la opresión de un sol tropical que embarrándose como plomo derretido en las espaldas hacía que la energía escapara a chorros por los poros en un torrente que empapaba la ropa y drenaba los sentidos.
– El sudor es el llanto de los músculos – Decía Andreas.
Por la media tarde, los estibadores aletargados por el calor y embrutecidos por el agobiante peso de los fardos, continuaban silenciosos la faena indiferentes a cualquier otra cosa que pasara a su alrededor, hasta que el silbato del jefe de cuadrilla anunciaba el final de la jornada.
Roberto volvía a casa por la noche agotado por la brega del día, ahí lo esperaban la frugal cena y los espléndidos reproches con que Angelita le servía. Acostumbrado a la exasperante trápala con la que su esposa le untaba al rostro su indolencia para buscar mejor empleo y su desmedida afición al dominó, Roberto ya no prestaba atención, sobrellevaba la vida en casa como soportaba al extenuante trabajo bajo el sol del muelle, el hastío lo había inmunizado.
El noviazgo de Roberto y Angelita se había dado como todos los de aquel lugar, de manera natural, como una simple continuidad de los juegos de niñez y sin hitos definidos. En aquel pequeño puerto todos los muchachos se conocían y todos sus padres también, las costumbres eran comunes, todos asistían a la misma y única iglesia, todos iban al mismo y único mercado público, todos estaban obligados a transitar diariamente por las pocas cuadras de la única calle que tendida sobre una lengüeta arenosa iba del playón de la bahía a la playa de una enorme laguna interior y todos, grandes y chicos, habían pasado alguna vez por la misma y única escuelita de la sempiterna profesora Felipa.
Pese a que se trataban como si fueran hermanos de una gran familia, algo inexplicable en la química de los chicos se iba manifestando conforme éstos crecían: ¿Qué hacía que Angelita fuera diferente de las otras niñas para Roberto? ¿Qué tenía de particular Roberto para Angelita que no tuvieran sus demás compañeritos? ¿Será verdad que ningún ser es perfecto hasta que te enamoras de él?
En su temprana niñez a Roberto le llenaba de pueril contento el tirar de las trenzas de Angelita y le agradaba el olor que su piel tenía cuando se acurrucaban juntos jugando a las escondidillas, a su vez, Angelita gozaba haciendo víctima de candorosas travesuras a Roberto y no perdía la oportunidad de pasar frente a su casa simplemente para darse el gusto de verlo. Al correr el tiempo, Roberto experimentaría una inquietante zozobra los domingos en la playa al adivinar bajo el mojado camisón de baño, en el pecho de Angelita, los primeros indicios de la pubertad que apuntaban a romper su carne. Dieron por sentarse juntos por las tardes a conversar en “el jardín” y en los bailes de las Fiestas de Mayo bajo la enramada, Angelita hacía pareja solamente con él.
Un buen día los padres de Roberto apadrinados por el viejo chino Sam, cumplieron con el riguroso y ancestral protocolo de pedir la mano de Angelita para su hijo. El viejo chino Sam también apadrinó la boda y en el frente de la casa de Angelita banderitas de papel blanco y picado anunciaron la celebración del día.
Roberto desmontó un pedazo de terreno en la falda de uno de los cerros que circundaban al puerto mirando a la bahía y construyó un jacal con adobe y con carrizo traído de las lagunas cercanas, ese fue el hogar donde comenzaron su vida de casados y donde nació el Martincillo.
Al principio todo parecía sonreírles, el amor era un bálsamo que encubría sus carencias y los inducía a apostar su futuro a la ilusoria esperanza de sueños por alcanzar, sin comprender que estaban prisioneros en aquel hermoso puertecillo y que sus horizontes terminaban ahí mismo, en la orilla del mar.
Pasado un tiempo, la escasez de trabajo y la apatía de Roberto para procurarlo comenzaron a hacer mella en el seno del hogar. Del trivial comentario sobre lo difícil de la situación fueron pasando imperceptiblemente a las quejas, de éstas al reproche y de ahí a la incriminación... El encanto se había roto.
El romance entre Roberto y Angelita se dio como las olas del mar que impulsadas por el viento desde una superficie en calma poco a poco se van elevando hasta alcanzar su cúspide en una cresta que se corona de blancas espumas para volcarse después cuesta abajo y desaparecer en el mismo nivel donde empezaron. Así, lo que se inició como un juego fraterno en la niñez, se convirtió en una pasión que culminó con el nacimiento del Martincillo, luego la comprensión y armonía de la pareja empezaron a declinar lentamente hasta que años después se encontraron viviendo nuevamente como hermanos, solo que esta vez, malquistos.

III
El viejo chino Sam, era una de las personas con mejor condición económica en el poblado. Apareció un día de esos por las playas sin que nadie recuerde cuando, avecindó y casó con una porteña, luego inició un pequeño negocio de venta de quincalla que traía de Guadalajara y colocaba por abonos de casa en casa. Con la proverbial paciencia y tenacidad oriental, el trabajo y el tiempo fueron dando frutos, hasta que llegó a establecerse como dueño de La Casa Azul, la única tienda formal del puerto, donde vendía desde granos y telas hasta sillas de montar y anzuelos. El viejo chino Sam, que nunca tuvo un hijo varón, pidió a Roberto apadrinar al Martincillo cuando éste nació, el niño le fue simpático y al paso del tiempo se estableció una fuerte relación afectiva entre Martincillo y su padrino. Viendo el viejo Sam lo avispado que era el niño, comenzó a interesarlo en los menesteres de la tienda, de tal suerte que desde los diez años ya le ayudaba con las cuentas.
Sam adivinaba muchas facultades en Martincillo, tantas como para que pudiera algún día realizar estudios superiores y pregonaba a todo el que quisiera oírlo que Martincillo estaba destinado a ser un bachiller. El viejo chino Sam prometió a Roberto que a su debido tiempo enviaría al Martincillo a estudiar en el afamado Colegio de San Nicolás y la palabra del viejo chino Sam valía más que un lingote de oro.
Pero mientras las personas mayores como olímpicos y bien intencionados dioses deciden el destino de los menores, éstos a su vez van creando sus propias expectativas y las de Martincillo de momento estaban enfocadas a la vida de mar. Bajo el hechizo de la personalidad de Andreas, en la mente de Martincillo no bullía otra cosa que no fueran barcos, viajes y aventuras.
La tarde anterior al zarpe del MOIRA, se encontraba Andreas sentado en una banca de “el jardín” rodeado de sus admiradores, como de costumbre, contaba alguna de sus fantásticas e increíbles aventuras cuando fue interrumpido por uno de los chicos:
– Oye Andreas ¿Cómo fue que te hiciste marinero?
– Bueno… yo vivía en una pequeña isla que se llama Míkonos , tendría como doce o trece años cuando un día llegó a puerto un gran clipper inglés , me hice amigo de algunos de sus tripulantes y les dije que tenía intenciones de hacerme a la mar, pero como era demasiado joven para que me contrataran, uno de ellos propuso esconderme en las bodegas del barco antes de que zarpara y una vez en alta mar me hiciera el aparecido como polizón, al capitán no le quedaría otro remedio que utilizar mis servicios a bordo, cuando menos para pagar la comida.
Llevamos a cabo el plan que salió a las mil maravillas, excepto por el pequeño detalle de que el capitán, que era hombre de pocas pulgas y no gustaba de los polizones, ordenó que se castigara mi osadía con diez azotes que un mismo marinero amigo se encargó de aplicar en mi espalda. Me confinaron a la cocina y estuve pelando papas y lavando vajilla hasta ya no poder más, pero poco después pasé a ser formalmente el grumete del barco y la cosa mejoró, a partir de ahí todo fue camaradería y felicidad. Aprendí los secretos del oficio y fui ascendiendo en la escala de mar. Así, mi vida ha transcurrido de buque en buque y de puerto en puerto y para mi fortuna, hace tiempo tuve la oportunidad de embarcarme en el MOIRA: El más hermoso buque que haya surcado mar alguno y donde desde hace tres años, soy el contramaestre de a bordo.
Escuchando el relato, Martincillo quedó maravillado de sí mismo cuando sin pensarlo mucho y en un arranque de valor preguntó:
– Andreas ¿Me ayudarías para entrar como polizón en el MOIRA?
La pregunta sacó de balance a Andreas, quien trató de esquivarla lo mejor que pudo, pero el Martincillo volvió a la carga:
– Te hablo en serio Andreas ¿Me pudieras ayudar para esconderme en el MOIRA?
– Mira Martincillo, para empezar te diré que el MOIRA va a ser destinado muy pronto a una ruta entre Europa y Asia y esta es la última vez que tocará puertos de América en muchos, pero muchos años, además de que las cosas ahora no son como antes y como sé que eres un chico muy listo con posibilidad de una buena educación por delante, no creo que la vida de mar sea la mejor elección para ti.
– Pero es que yo no quiero otra cosa más que ser marino, quiero viajar por todo el mundo y ser algún día un contramaestre como tú.
Andreas miró al muchacho con una mezcla de ternura y simpatía , por un momento vio en los ojos del Martincillo la misma tensa ansiedad que él había sentido treinta años antes en una pequeña isla del Mediterráneo, cuando rogaba a un marinero inglés que lo llevara en su clipper.
– Déjame pensarlo – Fue lo único que alcanzó a deslizarse a través del nudo que sentía en la garganta.
Para Martincillo esas dos palabras sonaron como la más rotunda afirmación, no necesitaba más y corriendo fue a contarle a su papá.

IV
– Andreas me va a ayudar a entrar en su barco como polizón, quiero ser marino y quiero que me den permiso tú y mi mamá para embarcarme.
– ¿Estás loco Martincillo? ¿A quién se le puede ocurrir semejante idea?
La verdad es que “semejante idea” se le había ocurrido a él años atrás, cuando tenía más o menos la misma edad del Martincillo, pero nunca tuvo el valor suficiente para llevarla a cabo. Se contaban entonces cosas terribles de lo que hacían algunos despiadados capitanes cuando descubrían un polizón en su barco, el Guty, el Zihuateco y Daniel el Macaco entre otros, que se habían embarcado de esa manera nunca habían regresado, nadie sabía ni media palabra de ellos ¿Vivirían todavía? O como se contaba en los corrillos muelleros: ¿Al descubrirlos los habrían lanzado por la borda para quitárselos de encima y evitar problemas en el barco?
Roberto no se iba a permitir exponer a su hijo a tales peligros, admiraba el valor y la resolución del muchachito, pero quería que estudiara y fuera todo un bachiller. Martincillo era el primero de entre todas las generaciones de la familia que tendría la oportunidad de recibir una educación superior, ya no digamos simplemente una educación, así que por ningún motivo debería cambiar tan prometedor futuro por una vida de aventuras en el mar.
Roberto abrazó al Martincillo y con voz suave trató de convencerlo con cuanto argumento le vino a la mente, sin embargo el muchacho se mantuvo firme en su decisión y al final se apartó mohíno y con la advertencia de que si no le daban permiso, de cualquier manera se iría en el barco.
Angelita, que no iba dejar pasar una oportunidad como esta, lloriqueando la emprendió una vez más contra Roberto:
– Claro ¿Qué podíamos esperar del niño con el ejemplo que le das? Todo el día te la pasas con tus amigotes en el playón jugando dominó y nunca pones atención a lo que hace tu hijo, si no fuera por el viejo Sam que lo quiere tanto ¿Qué sería de él? Y ahora esto de la embarcada, tú tienes la culpa por dejar que Martincillo se junte con esos marinerillos griegos que únicamente han venido a poner ideas en la cabeza de mi niño ¡Quién lo creyera! Irse de polizón en un barco... ¡Ni Dios lo mande!
La mitad de la perorata no alcanzó a oírla Roberto, pues silenciosamente había salido de la casa tan pronto Angelita la iniciara. Manos en los bolsillos, cabizbajo y pesaroso, llegó hasta el playón y se recargó en el tronco inclinado de un cocotero.
Estaba confundido e indeciso, sentía la necesidad de impedir que su hijo se enfrentara a los peligros que significaba el irse de polizón y sabía que su obligación era orientarlo para que con la ayuda del viejo chino Sam continuara sus estudios, pero estaba claro que si le negaba el permiso, el Martincillo de cualquier manera llevaría a cabo sus planes. Andreas le facilitaría las cosas para que se embarcara y todos los sueños de que llegara a ser un bachiller nicolaita se esfumarían para siempre. Además de eso, si dejaba ir al Martincillo, el purgatorio que ahora vivía con Angelita se convertiría en infierno. Pero por otra parte, si el viejo Sam llegase a faltar y Martincillo no pudiera ir a estudiar a Morelia ¿Quedaría condenado también para siempre, prisionero del puerto? ¿Terminaría su vida como la de él, cargando fardos en el muelle? ¿No sería mejor que ampliara sus horizontes, que se cumplieran sus aspiraciones y se convirtiera en un marino conocedor de mundo, como Andreas? Andreas era su amigo y seguramente lo protegería de cualquier peligro.
Roberto no sabía que hacer. Los argumentos en pro y en contra le iban y le venían, en ocasiones su mente quedaba en blanco, a poco reanudaba el rumiar del pensamiento, luego éste se desvanecía... Y así… Pensando y no, desde el tronco de la palmera se dejó hipnotizar por el brillo de la tenue fosforescencia y el suave y estregado rumor de las olas al lamer las arenas en la orilla de la playa.
Al despertar de ese trance, Roberto ya había tomado una decisión.
Pasadas las ocho de la noche entró al galpón que frente a “el jardín” cobijaba cantina y billares y al que pomposamente llamaban Salón París. Alguien le vio conversando a solas con Andreas en la mesa del rincón y después salió a ver a su compadre, el viejo chino Sam.

V
A la mañana siguiente el frente de puerto amaneció como en tantas otras: Las pangas arribando temprano al playón con el producto de la pesca de la noche, las alegres y parlanchinas mujeres recibiendo el pescado en desvencijados canastos, los flemáticos pelícanos mendingando en competencia con los perros playeros la rebusca del día entre la gente, bajo una nube de ávidas gaviotas sobrevolando en espera de caer en picada para disputarles el botín a perros y pelícanos.
El MOIRA había dejado un hueco en el paisaje del puerto al zarpar muy de madrugada y los estibadores habían vuelto a su acostumbrado juego de dominó en espera de que el arribo de otro barco les brindase la oportunidad de ganar unos cuantos pesos en la descarga.
Muchas millas mar adentro, en el MOIRA, Andreas se acerca a uno de los botes salvavidas y disimuladamente toca con los nudillos una contraseña en el casco de madera, se percibe un movimiento bajo la lona que cubre a la ballenera y poco después dos marineros conducen ante la presencia del capitán a un polizón que acaban de descubrir, que subió en el último puerto y que dice llamarse Roberto.

FIN

Texto agregado el 12-06-2012, y leído por 70 visitantes. (0 votos)


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