LA CAZA. (con otro final) 
	El final del sendero  parecía cortarse abruptamente por la niebla que  desdibujaba  la  entrada al predio. 
	Como cada tarde el hombre se acercó a la ventana. Con la  mano derecha desempañó el vidrio para mirar hacia afuera.  Su vista recorrió  cada forma conocida que, quieta,  permanecía allí  como todo lo que tenía muy poca o ninguna vida.    
	Los  árboles secos, la escarcha quemando el débil verde que  adornaba  los costados del sendero.  Todo era pálido, áspero, desolado.    El rostro ajado y enjuto, delataba   en cada surco un extraño pasado oculto.  Recordó las  épocas  de gloria,  luego sus varios cambios de identidad y residencia, para acabar  aislado en ese refugio inhóspito en la Patagonia argentina.  
	Volvió a fijar la vista en el camino, ahora  más claro.  La niebla había levantado y pudo  ver un vehículo  que se aproximaba.   Era  el camión que cada semana le proporcionaba el suministro. El mensajero era un joven muy alto y fornido, de cabellos dorados y ojos de un azul intenso.  Le recordaba su juventud.  Parecía tan fuerte y disciplinado como él, pero  el hombre desconfiaba de todo y de todos. 
       - Buenas tardes – saludó en español,  mientras bajaba del vehículo tres grandes cajas cerradas y varios paquetes. También viene su correspondencia- concluyó. 
	El hombre respondió apenas con un gesto, no se acostumbraba  al idioma, acomodando la visera de la  gorra de cuero.  Luego que el joven depositó  el envío,  pasó el potente  cerrojo de  la puerta de entrada. Abrió con avidez la correspondencia y la prensa del día.  Las noticias no eran alentadoras, la cacería continuaba. 
 
 
	El invierno había llegado a su fin, el sol entibiaba las tardes, mitigando apenas el rigor del lugar.    Retomó sus caminatas en torno al predio.  Sus piernas ya no eran las mismas.  El peso del tiempo había vencido también la firmeza de sus hombros. 
	Una noche lo despertó un fuerte golpe que derribó la ventana del dormitorio. Un hombre encapuchado lo tomó del cabello obligándolo a erguirse.  Otro le ataba las manos.  A los pies de la cama, un tercero le apuntaba con una metralleta.  Tuvo la sensación de que ese momento lo había vivido antes.  Pero él no era el anciano. Tampoco, pensó, en su obstinado  orgullo  ario, llevaba la cara cubierta cobardemente. 
 
 
	En los días siguientes el lugar estuvo agitado   por una gran concurrencia.  La    policía y otras fuerzas de seguridad fueron los primeros en llegar  al lugar. Cundió una gran alarma, alimentada  por la prensa de Buenos Aires, que se hizo presente.  También acudieron miembros de la Fundación  Simon Wiesenthal,  cazadora de criminales nazis, como también organizaciones de Derechos Humanos.  El hombre había resultado ser  uno de los criminales de  guerra más buscados.  Su paso por Treblinka estaba envuelto en  episodios aberrantes, de los cuales aún se conservaban innumerables testimonios.  No se conocieron más detalles.  Luego se supo por trascendidos que había sido trasladado a Israel para ser juzgado.  
	Al alejarse del lugar, dejó, a través de los cristales ahumados, su rostro impasible  y seco  como el paisaje.  
	Mientras tanto  la cacería continuaba.  
 
  |